P. Castillo

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jueves, 28 de marzo de 2019


Ojos de pescadilla. Lo siguiente, Delibes

Retocando cosas por aquí y por allá acerca del próximo comentario que os traeré, dudaba si enumerar, o no, características relevantes sobre Miguel Delibes, pues acabo de leer una de sus novelas, "Las ratas". Una lectura muy gozosa.



Esto es así porque me vinieron a la cabeza aquellas plomizas tardes de instituto, en las que muchos de nosotros habremos rellenado, como mínimo, un folio a doble cara con los hechos trascendentales en la vida y obra literaria de Miguel Delibes

Miguel Delibes. Fotografía, Elcasar.com

Pensaba en la posible urticaria que padecería algún despistado visitante que acabase por estos pagos, al encontrarse con tales notas. Aunque todos hemos cambiado, y el suplicio de antaño bien podría ser el placer presente. 
Aquellas experiencias no fueron tan tortuosas para mí, ya era un buen lector, pero reconozcamos el poco entusiasmo que nos provocaban muchos de esos libros obligatorios, el ánimo adolescente era díscolo a toda imposición, y claro, a mí también me contrariaban esas cosas.


Entonces no éramos conscientes, estábamos a lo que estábamos, pero ese profesorado enamorado de la literatura hacía una labor encomiable, luchando contra viento y marea por sembrar la semilla de la lectura… aunque solo fueran un par de adolescentes confusos ganados para la causa, todo un triunfo.

Allá por los años 80 servidor era uno de esos alumnos en el BUP. Mientras me tapaba la boca con la mano izquierda para ocultar un bostezo mortal y profundo como un agujero negro,  con la derecha dejaba caer unas letras sin brío por las cuartillas, tratando de apuntalar la singladura narrativa de Miguel Delibes, y otros tantos autores patrios de postín.

Si ojeara de nuevo esos folios me toparía con tipografías de este tipo,  más o menos:

“La de tonterías que dice uno”

Es la fuente AR HERMANN.

Son letras un tanto renqueantes que semejan una expedición extraviada en el desierto, presa del desánimo y el cansancio. Tal era el aspecto que solíamos presentar cuando se acercaba el fin de la jornada.

Todos mostrábamos esos ojos saltones de la última clase, con la luz fría de los tubos fluorescentes en las aulas, tan despiadada con el acné juvenil, tan reveladora de nuestras pequeñas miserias y grandezas, e idéntica iluminación que poseen las pescaderías para resaltar eso mismo… los ojos saltones de las lubinas, o las percas, o las doradas, con sus pupilas de cadáver mirándote tan vivarachas.



Lubina. Foto internet.

Se me ocurre que son pescados trampantojos (RAE: de «trampa ante ojo». Trampa o ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es.),  sentimos que nos miran con descaro pero no nos ven, esa mirada inerte, y extrañamente abierta, de un jurel en su lecho helado engaña a nuestra vista.

Pero el trampantojo más fascinante, aparte de los elaborados por los pintores, sus grandes maestros, lo tenían esos docentes en sus manos; los libros de Delibes, o de Baroja y muchos más. Trampantojos literarios, ya que estamos con las ocurrencias.

Un libro abierto es procurarse el estímulo de una realidad intensificada. Esa es una definición del trampantojo, que a su vez es una definición, valga la redundancia, de la literatura. La pescadilla que se muerde la cola. Porque más adelante comentaré cosas de pescadillas.

El Trampantojo viene ser una sustitución de la realidad, decía el catedrático de historia del arte Juan José Martín González. Una buena novela es lo mismo, una sustitución de la realidad.

Casi todos los días, viendo el feo panorama ahí fuera, una magnífica opción es intercambiar una realidad por otra, dejando a un lado los Vox, los Trump, los Procés para leer a los Dostoievski, o quien os apetezca.

Señalaba que la literatura es un trampantojo fascinante. La política que recibimos, votos mediante, es un trampantojo, en su modo de sustituir la realidad por otra que se sacan de la manga los políticos, grotesco, insultante.

Bueno, por donde iba… ah, sí, sí.

Nuestras miradas de lubina tenían una expresión no menos siniestra que los pescados en sus cajones, o ataúdes, de hielos e inundados de luz fría y metálica, recostados en  unas algas de atrezo para componer un bodegón (ejemplo magnífico de lo que es un trampantojo en pintura) estilo Zurbaráno mejor de Tomás Yepes con sus pescados y todo.

Bodegón de cocina. Tomás Yepes (Valencia, h. 1610-1674). Foto internet.


Yo acataba la rutina. Tomaba los apuntes como el soldado que cumplía con estoicismo su misión parapetado en trincheras, es decir, sin saber muy bien para qué. 

Sí, esos pobres atrincherados, serían como aquel Caballero que huía de su destino en el poema del chileno Omar Lara, inquietante y bella su poesía...








Escribía esa característica trascendental del escritor, o aquella otra, en mi hoja, pero Armijo, un compañero que tenía cerca y al que llamábamos “Botijo” por aquello de la rima facilona (lo pongo porque sé que Armijo no leerá este blog, ni ninguno. “Yo no soy tonto” dice un eslogan publicitario), me enseñaba en su mochila a medio cerrar… un radiocasete que había mangado de algún coche, vete a saber de quien.

La mirada saltona de Armijo era, sin duda, la más inquietante de todas. Tenía ojos escrutadores de pescadilla, que siempre tienen la bocaza abierta y repleta de dientes afilados y amenazantes.


 Pescadilla. Foto internet.



Lo extraordinario es que Armijo fue el mejor jugador de ajedrez que ostentaba el colegio, y esto es verdad de la buena.

Se ve que al chaval nunca le gustó estudiar, por tener que estar sentado y callado (estado en el que sí se sumía placenteramente jugando al ajedrez), la disciplina escolar no era lo suyo. Sin embargo su mente era la que razonaba con más eficiencia, al menos en el ajedrez, y supongo que para birlar (RAE: «Quitar algo con engaño y astucia pero sin violencia») radios, pues siempre las mostraba triunfante, habiendo sorteado victoriosamente las contingencias, para después colocarlas en el mercado negro y sacarse unos cuantos duros.

Aún recuerdo el semblante cariacontecido de Cesar, el alumno más brillante, todo dieces y algún nueve, al perder una tras otra las partidas de ajedrez que disputaba a Armijo el “Botijo”, todo insuficientes y ningún suficiente.

Y eso que Cesar también jugaba notablemente, pero no era prudente intimidar al Botijo con un jaque pastor de buenas a primeras, cuando así sucedía levantaba la vista, esta vez felina, de los peones y te observaba con cierta misericordia. Si ibas con tal soberbia te fulminaba en cinco minutos, de lo contrario te dejaba vivir más tiempo y aguantar en el campo de batalla con  honor.

Armijo debía de tener un destacable cociente intelectual, entonces no nos dábamos cuenta. Y, sobre todo, poseía esa clase de astucia callejera que aplicaba, solo él sabe cómo, al tablero de ajedrez, sapiencia buscavidas de la que carecía Cesar. Imbatible el “Botijo” con su picaresca quevediana, cual “Buscón”.

Daría la mitad de mi fortuna, y esto supone un reto que asumido por otro cualquiera sería de lo más asequible…, por leer una reseña de Armijo sobre el Nini, el niño ratero de Miguel Delibes. Aunque no era ratero por robar, sino por cazar a estos roedores en los arroyos de su pueblo castellano.

Lo diré de otra forma, a Delibes le hubiese encantado pasar una de esas borrosas tardes con Armijo, el chaval mirando al infinito con su mirada de pescadilla (cuando no jugaba al ajedrez), con esos ojos tan abiertos que al final se escapa todo, hasta la vida. Puro trampantojo el Botijo. Armijo nos inducía a pensar sobre otra cosa distinta de lo que era, le suplantábamos su realidad. Puros ojos de pescadilla.

Sé que a Delibes le gustaría, basta leer sus novelas para saberlo…





sábado, 23 de marzo de 2019

Carpe diem (1956). Saul Bellow (Canadá, 1915 – Estados Unidos, 2005)

Editorial Planeta, 1ª edición 1977. Traducción de José María Valverde. Narrativa, 175 páginas.




En casa tenía este viejo ejemplar de 1977, perteneciente a la Colección Premios Nobel publicada por la Editorial Planeta (tengo varios volúmenes), que me ha permitido acercarme a uno de esos autores y títulos que han dado fuste a la narrativa norteamericana, y mundial, del siglo XX.




Así mismo lo pensó otro prestigioso colega y compatriota, Philip Roth, quien afirmó lo siguiente:

“La columna vertebral de la literatura estadounidense del siglo XX fue proporcionada por dos escritores: William Faulkner y Saul Bellow.”

El mismo P. Roth se considera deudor de Bellow, una suerte de maestro para él.

El escritor norteamericano, aunque canadiense de nacimiento, obtuvo el Nobel en 1976. Hasta ahora no había leído nada de Saul Bellow… y bendita la ocasión. 
Esta novela es un ejercicio magistral de escritura que todo candidato al oficio haría bien en considerar, pues no hay mejor método para aprender que hacerlo con deleite.

Con Saul Bellow sucede lo habitual; los críticos necesitan un marco referencial para analizar la trayectoria literaria de un escritor. A Bellow se le encuadra como uno de los precursores de la Escuela Judía Estadounidense, nómina de escritores pertenecientes en gran porcentaje al área de Nueva York y Chicago, cuyas obras constituyen un legado extraordinario. La influencia de Bellow sobre estos autores posteriores es notable, como ya confesara Roth.

Bellow no era muy amigo de tales acotaciones, en estas líneas de la revista Letras Libres se deja constancia:

«Si es, por ejemplo, que "trata temas judíos", sea lo que eso sea, entonces Bellow no merece el calificativo, pues, como él declaró, "no soy escritor judío, soy escritor americano que sucede que es judío".»

Fuente: https://www.letraslibres.com/mexico/elocuencia-saul-bellow

De lo que no puede renegar Bellow es de su sólida formación intelectual. Licenciado en sociología, fue profesor universitario de antropología y literatura inglesa, e integrante del Instituto Nacional de Artes y Letras norteamericano. Un curriculum apabullante.




El comienzo del libro es la primera perla de las muchas que iremos encontrando durante la narración.


“Cuando se trataba de ocultar sus dificultades, Tommy Wilhem era tan capaz como cualquiera.
Por lo menos eso pensaba, y no le faltaban algunas pruebas con que apoyarlo. Había sido una vez actor –bueno, no exactamente: un extra- y sabía lo que era representar un papel. Además, iba fumando un cigarro, cuando uno fuma un cigarro y lleva sombrero, tiene una ventaja: es más difícil que se sepa lo que siente.”

¡Uff, el inicio es condenadamente bueno, una genialidad!

Ese cierre del párrafo ya te mete la intriga en el cuerpo con la efectividad de un potente veneno… en este caso solo para disfrutar.

El ingenio y la originalidad descriptiva de Saul Bellow me ha dejado encandilado, hasta el punto de haberme leído algunas frases dos o tres veces seguidas, simplemente por el mero placer de leerlas despacio y retener en el paladar su talento.

Me pregunto si Wilhem será ese New York City man que cantaba el carismático Lou Red, pues es innegable la impronta de genuino neoyorquino que confiere Bellow a su protagonista. 

“(…) por falta de empleo había mantenido la moral madrugando: a las ocho estaba en el vestíbulo, afeitado. Compraba el periódico y unos cigarros y se tomaba una Coca-Cola o dos antes de entrar a desayunar con su padre en el Hotel.”

Un ingenio literario que alcanza su máxima cota en la distancias cortas (igual que la colonia de marras…), es decir; en las breves descripciones de situaciones, espacios y personajes a partir de tres o cuatro elementos externos que combina sabiamente (exponentes perfectos son los fragmentos anteriores), como el boceto de un pintor en el que ya reconocemos el retrato definitivo.

Pues Bellow hace lo mismo, por ejemplo algunos rasgos físicos de los individuos, un complemento de la indumentaria, un gesto, algún detalle significativo de un despacho, o una calle, un salón, en fin; cuatro o cinco pinceladas por aquí y por allá que acaban adquiriendo en nuestra mente la imagen de un cuadro completo, gracias al buen hacer de este señor que parece un prestidigitador de palabras.



En Carpe diem predominan las frases enérgicas y las expresiones con una gran carga sugestiva. Huelga decir que el ritmo narrativo discurre con buena agilidad.

«Carpe diem es una locución latina que literalmente significa 'toma el día', que quiere decir 'aprovecha el momento', en el sentido de no malgastarlo. Fue acuñada por el poeta romano Horacio (Odas, I, 11):

Carpe diem, quam minimum credula postero

"Aprovecha el día, no confíes en el mañana."»


Ese sería el lei motiv de Wilhem. Él vive el momento, pero utilizando las peores alternativas .

Acompañaremos a Wilhem durante una jornada, un día para olvidar, aciago donde los haya.

El dilema planteado aquí por Saul Bellow es uno de los grandes conflictos en las relaciones humanas; la incapacidad de entendimiento entre un padre y su hijo, pues han tomado sendas opuestas en la vida.

Un argumento que Bellow no ha tenido que ir lejos a buscar. Valga este dato biográfico: 

(…) hijo de emigrantes rusos, judíos. El padre, siempre fracasado, como el de Joyce, no entendió a su talentoso hijo y obstaculizó su vocación literaria”

https://www.letraslibres.com/mexico/elocuencia-saul-bellow

En esta novela el fracasado es el hijo, no el padre.



Cuando Tommy Wilhem, rebasados ya los cuarenta años, echa la vista atrás, le atormenta lo que ve; un montón de buenas oportunidades desperdiciadas por el camino, y todo por su estúpida e incomprensible tendencia a escoger el itinerario equivocado, a caminar por el borde del precipicio. Lo que presentía como “atajos” se convierten en trayectos abruptos e interminables.

Su padre, el octogenario doctor Adler, enviudado hace tiempo, ha gozado de gran prestigio, aún lo conserva, como profesional de la medicina en Nueva York.

“El bien plantado anciano estaba muy por encima de los demás viejos del hotel. Todos le idolatraban. Lo que decía la gente era:

Es el viejo profesor Adler, que enseñaba medicina interna. Era un gran diagnosticador, uno de los mejores de Nueva York, y tenía una clientela enorme. ¿No es un tipo de estupendo aspecto? Da gusto verle, un anciano sabio, tan limpio y correcto. Anda muy derecho y entiende todo lo que se le diga. No pierde un botón. Se puede hablar de cualquier cosa con él.”



Disfruta de una jubilación dorada gracias a su considerable fortuna. No está dispuesto a soltar un solo centavo por su hijo, allá se las apañe él. Desoyó sus recomendaciones, despreció los consejos paternos y maternos, un disgusto tras otro que han escarmentado al padre. Ahora que apechugue con las consecuencias. 
No moverá un dedo por el vástago. Quiere vivir un retiro sin sobresaltos, se lo ha ganado a pulso con su estresante trabajo, no permitirá que los errores de Wilhem arruinen sus últimos años.

Esa severa postura respecto a su hijo no le quita el sueño. Considera que ya hizo todo lo que estaba en su mano para situar a Wilhem con ciertas garantías frente al futuro. Una cara educación que Wilhem desaprovechó, enseñanzas paternas que el hijo desestimó, y otros tantos desaires.

¿Y los afectos, la ternura, el cariño, la presencia del padre?

La vida de un médico exitoso  discurre entre consultas, congresos, atención a los pacientes, docencia universitaria… Allí estaba la vida del doctor Adler.

Al hogar nunca terminó de llegar, ahí no germinó nada.

Ese es el resentimiento que arrastra Wilhem hacia su padre.

¿El dinero del progenitor?

Lo que íntimamente piensa Wilhem de eso, es más o menos utilizando mis palabras:

-Al diablo el dinero de papá, que se pudra con sus dólares.-

Lo piensa pero no se lo dice. Lo mismo hace el padre, piensa en la inutilidad de su hijo, y tampoco se lo dice abiertamente.

Por supuesto se lo manifiestan de forma soterrada, y saben que “a buen entendedor, pocas palabras”.

Wilhem es un hombre bueno, un gran chico con mala suerte, diría él. Algo de razón hay en su apreciación.

A Wilhem le sulfura la indiferencia del padre. Al doctor Adler le hastía el enésimo traspiés de su hijo.


Wilhem nunca a pedido dinero a su padre. Pero en estos momentos sin trabajo, con la manutención de los hijos y la presión de su exmujer para pagar religiosamente la pensión, le tienen asfixiado. No le queda otra que humillarse ante el padre y pedir “limosna”.

Para más inri, sus últimos ahorros, cerca de mil dólares, los ha invertido de forma suicida en bolsa por el asesoramiento del filibustero Tamkin, psicólogo de formación, y “jugador” por vocación con turbia reputación en el mercado de valores neoyorquino. Tal individuo le ha convencido para depositar esa cantidad, más otro dinero que pondrá el propio Tamkin (¿lo hará?, se pregunta Wilhem oliendo la fatalidad) en la producción de centeno y tocino.

Y Wilhem, aún viendo negros nubarrones que se van aproximando desde la lejanía, incluso sospechando, como todo el mundo, que Tamkin no es trigo limpio para confiarle sus ahorros… aún con todo eso, Wilhem entra al trapo, que decimos por aquí.

Sabe que se está dirigiendo al abismo, pero una fuerza perversa lo arrastra… como el niño que, intuyendo el peligro, se aproxima más a él, porque quiere ver “eso” de cerca, palparlo, la excitación de tal acercamiento es más atrayente que la prudencia. 

Se agolpan en su cabeza recuerdos que le escuecen…

Quisiera olvidar aquella grotesca intentona de abrirse camino como actor, embaucado por un dudoso agente artístico que le vaticinaba el estrellato en Hollywood, aunque solo llegó a trabajar de extra en alguna cinta sin relumbrón. Sus dotes interpretativas eran pésimas para la gran pantalla, pero muy efectivas para la vida real… lo malo es que al acabar la película se apagan las luces y el vacío se instala en la sala.


Un aspecto que me ha fascinado es el modo en que Saul Bellow desarrolla la relación de sus personajes principales; el hijo y el padre.
Los confronta, mediante conversaciones que mantienen, y son unas joyas narrativas, en un clima alejado de la violencia verbal y las grandes gesticulaciones que uno esperaría, habida cuenta de su pésima relación. Pero ambos, siendo personas que estiman las maneras civilizadas y la corrección en los encuentros, dominan sus impulsos más pendencieros, se contienen de escupir exabruptos, el tono que mantienen siempre es de respeto, eso sí, un respeto que nunca nace de la admiración, sino de una frialdad glacial.

Entendemos las razones de cada uno uno para decir lo que dicen, para ser como son, consecuentes con su manera de ver la vida.

De esto se deduce, al menos así lo veo, que Saul Bellow no toma partido por ninguno, yo no lo he percibido con nitidez. Eso me hace pensar en lo que dicen muchas veces los escritores, cuando sus personajes cobran vida propia a medida que avanza la historia, y sus personalidades parecen zafarse de la pluma del autor, sin que éste tenga claro por donde le llevarán.



Saul Bellow perfila al personaje de Wilhem desde una perspectiva que le dota de cierto encanto para el lector, es el débil, y no es un ser pendenciero ni violento, como ya he señalado. Nos suscita compasión.

La figura paterna es un peso insoportable para el hijo.
Al lado del doctor Adler, Wilhem es un alma en pena, una sombra anodina más, reptando en la incesante marea humana que Nueva York vomita cada día. 

En cualquier caso hay un equilibrio sutil y complejo entre esos dos mundos, sin que podamos achacar del todo la culpa al padre por ser el hijo como es, ni tampoco adjudicar a la vida del hijo el comportamiento rígido del padre. La vida en toda su complejidad… con que facilidad lo leemos y entendemos, gracias a la dificultad resuelta por el autor con su escritura diáfana. Así son los grandes.





Vive el momento; Carpe diem… como si un duende maligno le susurrara ese mantra al oído del confuso Wilhem.

Se ha convertido en una caricatura de sí mismo.

Pero no desea ningún mal a la humanidad por su suerte, ni siquiera a su padre. No alberga odio en su corazón.

Sú unico anhelo es tener una nueva oportunidad de encauzar todo de nuevo.

Claro… otra oportunidad.

¿Otra oportunidad, muchacho? 

¿Cuántas llevas quemadas, Wilhem? 





Tu existencia es un Eclipse Total, Wilhem. En Nueva York, la ciudad de las luces, siempre caminas hacia la oscuridad...


La Unión. Eclipse total




viernes, 15 de marzo de 2019


Thomas el impostor (1923). Jean Cocteau (Francia, 1889-1963)

Bruguera Libro Amigo. Primera edición 1981. Traducción de Ramón Camps Salvat. Portada. Dibujo de Jean Cocteau coloreado por Edouart Dermit. Novela, 160 páginas.





Hay una frase del libro que me viene fenomenal para definir lo que ha sido la lectura de esta novela, al menos en ciertos pasajes:


“-Sufren –dijo Clémence-, la carretera está llena de baches.”

En efecto, así fue avanzar por esta escritura de Cocteau, una frase que enlaza con otra, casi siempre breve, siendo ésta última una especie de “verso suelto” que rompe el sentido unitario del párrafo:

-Él iba vestido de boer y yo de Carmen. Un ojo negro te mira.

“Un ojo negro te mira”… y  me pregunto qué diantres querrá decir Cocteau con ese remate, qué simbolismo acecha en el ojo escrutador tan orwelliano.




En la asociación libre que parece establecer con algunas de sus frases, pienso en un Cocteau trasladando la fascinación que le producían sus amigos; Picasso, en su faceta cubista, o el evidente influjo de su gran amor; Raymond Radiguet, a  su escritura. De hecho ya nos ponen sobre aviso las líneas de contraportada, ese guiño al cubismo que Cocteau hace con algunas de sus obras, ésta entre ellas.

Por eso encontramos en esta breve obra de Cocteau, fases en donde se tambalea el desarrollo narrativo lineal, y los párrafos parecen fragmentos unidos a modo de collage, típica característica cubista. Pero Cocteau no lleva la experimentación al extremo de Apollineare, aunque éste lo hizo sobre todo en poesía.






“Yo soy una mentira que dice la verdad.”
Jean Cocteau




En esta frase pronunciada por el autor, hallamos la esencia de la novela.

Conviene un vistazo preliminar al estupendo prólogo de Mauricio Wacquez, sé que varios lectores lo hacen al final, muchas veces es mejor así. Yo puse los ojos entornados y leí algunas cosas antes de encarar la novela.

Bueno, es que estamos ante un escritor que se nutre del vanguardismo, próximo al surrealismo y adicto al opio… cabe encontrarse cualquier sorpresa en sus novelas, no me iba a pillar con el paso cambiado, pero casi lo logra.

La corriente vanguardista, tan fructífera en Francia y Bélgica, fue un poderoso estímulo para la vena creativa de Cocteau, y como tantos de sus colegas se metió en todos los fregaos artísticos habidos y por haber; dejando una brillante estela en teatro, la novela, el ensayo, la poesía, la crítica cinematográfica, además de sus incursiones en el diseño, la pintura… y no sé qué más.

Chinchón. Paco Castillo

Este frenesí artístico me ha hecho recordar a otro insigne vanguardista; el belga Maurice Maeterlinck, nacido diecisiete años antes que Cocteau, y llevado a este blog con un ensayo tan bello como extraño (propio de estos autores), “La inteligencia de las flores”.




En cuanto al argumento de la novela, tenemos al joven Guillaume Thomas de apenas dieciséis años, el gran protagonista, nacido en la localidad de Fontenoy.

Se convertirá por el caprichoso azar, en Thomas de Fontoney, y todos creerán que ese muchacho tan carismático es sobrino del célebre general cuyo apellido es, precisamente, Fontenoy, uno de los oficiales más venerados de la guerra. Encontrando divertida la confusión y halagado por la admiración que le proclaman, Thomas hará uso de su nueva identidad. Cabe señalar que no hay malicia en su proceder… pero no deja de ser una impostura.

« puesto que el mundo es un juego, seamos serios, juguemos»




Cocteau vierte parte de sus propias vivencias en la Primera Guerra Mundial, cuando colaboró como conductor de ambulancias para la Cruz Roja, aún siendo descartado para soldado. Apuntes biográficos que tenemos en el prólogo.

Y similar situación vivirá su protagonista, Thomas será propuesto como integrante en un convoy sanitario para atender a los heridos de la contienda, él aceptará entusiasmado, encuentra fascinante esa aventura que merodea a la muerte. Tienen interés en que se integre al convoy, pues ven en “el sobrino” de tan ilustre general, el salvoconducto ideal para acceder a lugares conflictivos.

El convoy está encabezado por la princesa de Bormes, ideóloga de la iniciativa, a veces la nobleza hacía estas cosas, la acompañaba su hija, la princesa Henriette, más todo el operativo humano pertinente.

En esta caravana sanitaria que recorre el frente, asistimos a una atracción amorosa entre la joven Henriette y Thomas. Unas expectativas sentimentales más sustentadas en la pasión de Henriette que en los contradictorios sentimientos del muchacho.


El escenario de la obra se sitúa en aquellos  frentes de batalla que se hicieron tristemente célebres; El Marne, Somme, Dunquerque, Ostende, etc. Los pasajes con los heridos no escatiman dramatismo, con mutilados,  moribundos que balbucean sus últimas e imprecisas palabras… nada que le hiciera falta imaginar a Cocteau, la realidad ya se lo sirvió en bandeja de plata.



En ese trasiego de proyectiles y noches en calma tensa, junto al mar del norte, Thomas siempre es el jugador que apuesta más fuerte, no lo hace desafiante, simplemente sigue el juego de su propia mentira, le lleve donde le lleve, pues esa partida es su única verdad.

Admito que no he cogido del todo el punto a esta llamada obra maestra, cuando esto me ocurre huelga decir que la limitación siempre está en mí, es así.

Pero mi impresión es que se deja leer, aunque a veces me haya roto algún esquema mental… sin embargo el río siempre termina volviendo a su curso. 






Y tampoco es el Ulises de Joyce, que eso sí es cubismo en vena durante 800 páginas… Cocteau no pisa tanto el acelerador.

Dicho esto, siempre me quedará la duda de si lo hubiese logrado plenamente fumándome una pipa de opio, emulando a Thomas de Quincey o al propio Cocteau (ignoro si lo consumían en pipa), pero como no soy fumador de nada, así quedó el asunto.

Además, todo tiene un límite, incluso tratándose de libros…

Con el opio, mejor de lector, o espectador con estos momentos finales de “Érase una vez en América” cuando Noodles (Robert de Niro) acude al fumadero de opio...






Nos vemos.