P. Castillo

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martes, 27 de noviembre de 2018


El enano. Pär Lagerkvist (Suecia, 1891-1974)

Círculo de Lectores, 1973 (obra publicada en 1944). Traducción de Fausto de Tenazos Pinto. 199 páginas.




El Enano tiene uno de esos comienzos literarios que dejan huella. Un inicio potente donde los haya:


Mi estatura es de 65 centímetros. Estoy bien conformado, con las proporciones correspondientes, aunque tengo la cabeza un poco grande. El pelo no es negro, como el de los demás, sino colorado y echado hacia atrás de las sienes y de una frente que más impresiona por lo ancha que por lo alta. Soy lampiño, pero, fuera de eso, mi rostro es como el de cualquiera. Las cejas son espesas. 

Mi fuerza física es considerable, especialmente si me enfurezco. Cuando se dispuso la lucha entre yo y Josafat, a los veinte minutos lo puse con la espalda contra el  suelo y lo estrangulé. Desde entonces, aquí no hay más enano que yo. (Ojo al dato)

Casi todos los enanos son bufones. Tienen que decir chistes y hacer payasadas que hagan reír a sus amos y sus huéspedes. Yo no me he rebajado jamás hasta ese extremo. Tampoco me lo ha exigido nadie. Basta mi aspecto para impedir que se haga de mí semejante empleo. Mi cara no es de las que se prestan para divertir a nadie. Además, no me río nunca.

No soy un bufón. Soy un enano y nada más que un enano.

No caben medias tintas, así soy yo “El enano”, te lo dejo bien claro desde ya, parece decirnos; y tú, lector impactado por este torbellino verbal, empiezas a leer con la inmediata certeza de no poder desprenderte de dicho sujeto… quieres saber hasta donde te llevará un elemento de esta catadura, sin darte cuenta estás esposado a él.





Con esta primera impresión ya constatamos que Piccolino, así se llama el enano, no es una mera comparsa para el entretenimiento palaciego, ni un simple escanciador de vino para el príncipe. Su presencia en la corte es más importante de lo que imaginamos a priori y, desde luego, mucho más determinante de lo que hubiesen deseado el príncipe, la princesa, la hija de ambos y el resto de cortesanos.

Pero el final exhibe idéntico poderío, rotundo. Y lo saboreo con una rara sensación entre la admiración y la perturbación, entiéndase esto en positivo.

Pär Lagerkvist, foto internet.


Los ejemplos descarados de amiguismo, el barrer para casa, por la concesión del Nobel de Literatura a determinados autores escandinavos, es un asunto que no afecta al sueco Pär Lagerkvist, agraciado con tan alta distinción en 1952, con una carrera literaria de reconocido prestigio por parte de la crítica.

Lagerkvist fue una persona acuciada por el pesimismo y la angustia, le dolía profundamente la crueldad de los hombres, y con esos velos está cubierta toda su obra.


El escenario de esta historia, “El enano”, tiene lugar en una corte palaciega del renacimiento italiano, a cuyos nobles señores; el príncipe, la princesa y la joven hija de ambos rinden pleitesía el Enano y también los cortesanos y habitantes del principado.

Si bien es cierto que Lagerkvist nos sitúa en una corte feudal de la Italia medieval, no diría yo que esto es novela histórica en stricto sensu (para quedar fino), el periodo solo constituye un marco ideal para resaltar el asunto fundamental, la maldad, simple y llanamente la maldad. Las características de la época, sus figuras y acontecimientos pasan de refilón, están para realzar y supeditarse al tema central, lo maligno, que es un monstruo adormecido en cada uno de nosotros.

En el Enano la maldad es su condición dominante, y la bondad es la que permanece agazapada en algún lugar recóndito del ser.




La novela está narrada en primera persona, será la voz del propio Piccolino a través de las impresiones que nos deja, producto del diario que va escribiendo.

Es una suerte de monólogo que para nada ralentiza la lectura, ni de lejos, pues al ser un estilo conciso, sin giros redundantes, facilita la agilidad lectora.

Además, la voz narrativa del Enano es tan subyugante, con su pérfido laconismo, y su particular visión de cuanto le rodea nos ofusca de tal manera, que nuestra atención, intrigada en el espíritu inmundo del Enano, excluye todos los demás atractivos a sopesar. El primer plato ya es contundente y nos sacía sin necesidad de un segundo,  no extrañamos diálogos por aquí y por allá entre los protagonistas, pues el Enano es tan cabrón (con perdón, pero es así…) que siempre nos mantiene en una tensa espera, provocándonos un efecto ambivalente, ya nos seduce, ya nos espanta. De sensaciones planas con este libro… como que no, y es que el jodido Enano se las trae.

Piccolino no es un bufón, ya lo ha dicho él, sino una figura relevante en palacio, consejero fiel del príncipe y, en ocasiones, de la princesa, aunque con muchas reservas hacia ella, en realidad hacia todos con la excepción de su admirado señor, el príncipe, no sin escatimarle algún reproche que otro.



La realidad es que el Enano es un ser miserable que desprecia a todo aquel que no sea el príncipe.

Antaño eran los enanos quienes padecían las mofas, en esta narración se cambian las tornas, Piccolino se burlará de sus señores, de todos en general. No solo eso, ejerce su influjo maligno en cuantos le tratan.

Tal intercambio de papeles es un tanto magnífico que debemos apuntar al señor Lagerkvist. Su efecto nos deja desconcertados, pero también atraídos por esa clase de maldad que a veces, pocas, se muestra compasiva por sus víctimas, deja ver un atisbo de bondad en la perenne oscuridad de su alma, como el Drácula de Stoker con su perversidad seductora. 




El asunto es que Lagerkvist nos lo muestra con su escritura de factura elegante y pulcra, nada alambicada. Es una disparidad entre el envoltorio (la prosa pulida y diáfana de Lagerkvist) y el contenido (la maldad) que me fascina y desconcierta al mismo nivel, equilibrismos en la cuerda que algunos escritores dominan a conciencia, caso del autor sueco.

Pero volvamos a Piccolino. Es redomadamente malo, odioso a más no poder, de hecho es la viva imagen de la maldad.

Odia profundamente que muchos lo llamen bufón, ignorantes del influjo que ejerce sobre el príncipe y la princesa.

Desprecia igualmente a sus semejantes, es decir, a otros enanos por su condición de sirvientes sumisos, a los que sí tacha de bufones, indignos de pertenecer a una estirpe tan antigua como los enanos. Él está por encima de esa mansedumbre de sus iguales que tanto abomina. Tal es la idea que tiene de sí mismo. 

No se explica que los de su raza, a quienes considera dotados de mayor inteligencia y altura moral que los miserables hombres, actúen así, (¿alusiones a Hitler?). Muy plausible lo del paréntesis, Lagerkvist, como dice la semblanza del libro, fue de los primeros escritores en levantar la voz para señalar la terrible amenaza que significaba todo régimen totalitario, y fue un crítico valiente contra el nazismo. 




Retornemos a la novela, El Enano, obra maestra del autor junto a otro de sus títulos, Barrabás.

Piccolino, con su corazón violento, ama el sufrimiento que puedan padecer aquellos a quienes detesta… casi todos, empezando por la princesa y acabando por el último mono de la corte.

Rechaza insistentemente a los hombres, a los que considera débiles, patéticos, él los tiene por una raza aparte, inferior. Los repudia por su carácter pusilánime, siempre confusos por las cuitas amorosas… el amor, sentimiento que le repugna.

Es malo y punto, no por sentirse vulnerable, inferior o humillado por los nobles de la corte, la maldad está en su naturaleza como un misterio sin descifrar.




Le excita sobremanera acompañar a su señor en las brutales batallas cuerpo a cuerpo. Ansía blandir su espada y mancharla con la sangre del enemigo, pero el príncipe le niega tal “honor”, pues es un servidor demasiado valioso para perderle.

Esto le sume en la desesperación. No obstante, se entrega con placer a la observación de la masacre. Esas verdes praderas de tierna hierba otoñal se verán anegadas con la sangre de centenares de muertos y moribundos mutilados, cuyos últimos lamentos van apagándose entre el graznido de los cuervos excitados ante la carnicería.

Es un espectáculo hermoso para el Enano. El significado que para él tiene vivir una jornada gloriosa pasa por la visión esperpéntica de la muerte tras el fragor de la batalla. Pues en su imaginario constituye la perfecta expresión de la derrota y el fracaso humano.

Y esto es una cuestión importante, ya que refleja la postura fuertemente crítica que sostuvo Lagerkvist sobre las dos Guerras Mundiales que vivió, la violencia sin sentido entre los pueblos que tanto le oprimía, un sentimiento plasmado en casi toda su obra.




El Enano es un ejemplo ideal para corroborar esos quebraderos a los que se enfrentaba Lagerkvist en sus libros. Uno tiene la impresión de verlo librar una épica batalla contra sí mismo y, de paso, contra las sociedades de su tiempo.

Como si la escritura fuese para él un acto sufrido y sanador al unísono, catarsis. En cierto modo me recuerda al cine existencialista de su compatriota Bergman, en donde se palpa una angustia notable en los personajes, siempre sobrepasados por una realidad que los abruma y atormenta. 

Un gran acierto del escritor será mostrar lo execrable de los humanos a través de esa figura literaria de cariz tan grotesco como el Enano, pues su presunta inferioridad (y que esto quede en el contexto literario), se transforma en una lupa sobre nuestra futilidad, y airea nuestras inmundicias con una óptica aumentada.

También constato un guiño shakesperiano en forma de homenaje a su célebre Romeo y Julieta, drama amoroso que se materializa en la joven hija de los príncipes, enamorada y correspondida por el hijo, adolescente como ella, de un príncipe rival, encarnizado enemigo de la corte a la que sirve el Enano.




Tampoco falta la figura del humanista, acaparada por el caballero Benardo, cultivador de las artes y las letras, adalid de la cultura renacentista… pero en esta historia todos adolecen de sus miserias, y el gran Bernardo (¿inspirado en Davinci?) en su afán por acumular conocimiento y sabiduría se convierte en un hombre soberbio, apático y distante con sus coetáneos.

Otro tema que Lagerkvist no quiere obviar en éste y otros trabajos es la religión, vivida de manera severa en su infancia, y factor decisivo en la época renacentista que encuadra a la novela.

Lagerkvist nos hace escuchar el tañir de las campanas medievales siempre como anuncio de muerte, no hay ocasión que se preste a la celebración festiva. 



La Peste Negra que devastó a la mitad de los europeos, por entonces unos cincuenta millones de víctimas, hace acto de presencia en estas páginas. El Enano asiste impasible al enorme padecimiento humano.

Solo siente asco ante los cuerpos purulentos, sin condolencia alguna.
De algún modo le complace librarse de ver esas expresiones amorosas entre los habitantes; besos, caricias o muestras de afecto cuya sola visión le provocan arcadas.

Y como este libro pivota sobre la maldad, la fe cristiana no se presenta como tabla de salvación hacia sus acólitos, más bien cae con el peso de una sentencia condenatoria sobre éstos.

Por tanto, el círculo se cierra en torno a la maldad.
No hay escapatoria para todo lo que permanece ahí dentro.


La maldad se alza triunfante… Pero solo hasta el siguiente libro, jaja, (lo siento, Piccolino). Y dicen por ahí que la literatura es aburrida, ¡habrase visto semejante disparate!



miércoles, 14 de noviembre de 2018


Al oeste con la noche. Beryl Markham (Reino Unido, 1902 – Kenia, África, 1986)

Salvat Grandes Mujeres, 1995. Traducción Liliana Piastra. 284 páginas.






“Cuando una de esas grandes sequías que castigan periódicamente África acabó con la fortuna y la granja que su padre había conquistado al desierto, Beryl Markham decidió permanecer en el continente negro. África ya la había hechizado para siempre.


Beryl Markham hizo cosas insólitas para una dama de su época: pasó la infancia cazando descalza con los nandi (una tribu nilótica), aprendió swahili y otros dialectos africanos, amaestró caballos de carreras, sabía como domar a un potro levantisco, conocía bien los vientos, la brújula y el timón de su avioneta, y fue la primera persona que atravesó el Atlántico volando en solitario de este a oeste.

Aquella mujer a quien Londres le parecía un aburrimiento, que a los dieciocho años obtuvo la licencia de entrenadora de caballos de carreras, entrenó a seis caballos ganadores del Derby de kenia, más tarde aprendió a volar, se convirtió en piloto comercial y en 1936 realizó el vuelo histórico de cruzar el Atlántico en solitario, huyó de la maldición del aburrimiento como del mismísimo diablo.”


Estas líneas de la contraportada ya nos anuncian que vamos a encontrar algo fuera de lo común. 



Beryl Markham. Fotos internet


Así, para situarnos. No dejéis de leer este libro por nada del mundo.

Con una narración exquisita, que te lleva en volandas a lo largo y ancho del libro, Beryl  nos relata, no ya su vida en África, sino como late ésta dentro del corazón de una niña, cuya infancia transcurre en una hacienda desperdigada por las llanuras de Kenia, para dar paso a la mujer ya adulta que deslumbró a su tiempo, siendo protagonista de unos acontecimientos que realzaron la épica y el esplendor de toda una época.

Una hacienda que su padre, soñador como ella, ha levantado con ingente esfuerzo, creando un fructífero negocio agrícola y maderero… aunque en el fondo su gran deseo es dedicarse a la crianza y preparación de caballos, con la ambición de convertirlos en ganadores de carreras, pues en la región, y más allá, existe un fervor desmedido con estos eventos. Un sueño que se cumplirá para volver a extinguirse con la sequía y la ruina.

La madre de Beryl, incapaz de adaptarse al aislamiento de aquel escenario, regresó a Inglaterra al poco de llegar a Njoro, en kenia.




Esa pasión paterna, los equinos, también la heredará Beryl, protagonizando unas páginas memorables de lo que significa la relación de una persona, Beryl, con su caballo.
Un tratado sobre el conocimiento que posee un caballo… del hombre, y que éste ni siquiera llega a sospechar. Unas páginas que me han impresionado.


Afirmar que Al oeste con la noche y Memorias de África son, como tales obras, dos almas gemelas no es una frase efectista para exacerbar el interés de la primera, es simple y llanamente la verdad.

Los nexos entre ambas narraciones traspasan lo literario y se estrechan en el plano personal.

Pero incluso en la calidad narrativa no seré yo quien destaque una sobre otra… lo que no deja de ser alucinante.

Beryl (ya como piloto comercial) y Karen Blixen pertenecían al mismo círculo de amistades. Más aún, existían rumores sobre los encuentros amorosos entre Denys Finch Hatton y Beryl, aunque según cuentan las crónicas, esto ocurrió cuando la relación sentimental entre Denys y Karen Blixen ya había acabado, quedando la excelente amistad que hubiera al principio.

Sea como sea, Beryl y Hatton fueron grandes amigos y compartieron no pocas vivencias. 




Pero más cercana aún fue su amistad (sin ser una pareja sentimental) con el barón  von Blixen, el esposo de Karen, pues juntos emprendieron innumerables expediciones y safaris dirigidos por el barón, Beryl siempre contratada como piloto para avistar lugares de acampada y manadas de elefantes, búfalos, etc, etc.

Sin duda alguna, von Blixen es merecedor de una profunda admiración por parte de Beryl, correspondida igualmente por von Blixen. 

Beryl lo refleja como un hombre cuya personalidad encaja perfectamente con la idea que ella tiene de África, una tierra sabia que todo y a todos observa y siempre, siempre, siendo la gran desconocida, incluso para los africanos. Tal es el espíritu que Beryl captó del continente negro:


“África nunca es igual para quien la abandona y vuelve otra vez. No es una tierra de cambios, sino una tierra de caprichos y sus caprichos son innumerables. No es veleidosa, pero puesto que ha dado a luz no solo a hombres sino a razas y ha acunado no solo a ciudades sino a civilizaciones –y las ha visto morir y ha visto otras nacer de nuevo- África puede ser desapasionada, indiferente, afectuosa o cínica, con el cansancio de la excesiva sabiduría.

El África de hoy puede parecer la tierra siempre prometida, casi alcanzada; pero mañana puede ser de nuevo una tierra oscura, ensimismada, desdeñosa e impaciente por la inutilidad de hombres ansiosos que han peleado en ella desde el experimento del Edén. En la familia de los continentes, África es la silenciosa, la hermana meditativa, cortejada durante siglos por imperios de caballeros errantes a los cuales rechaza uno a uno y con severidad porque es demasiado sabia y está un poco harta de la inoportunidad de todo esto. (…)

Todas las naciones tienen pretensiones de posesión sobre África, pero todavía ninguna la ha poseído por completo. Será tomada en su momento, rindiéndose no a la conquista de nazis o fascistas, sino a una integridad igual a la suya propia y a una sabiduría capaz de comprender su sabiduría y de discernir entre la riqueza y la satisfacción. África no es tanto un desierto como un depósito de los valores primitivos y fundamentales, y no es tanto una tierra bárbara como una voz poco conocida. El barbarismo, por muy brillantes que sean sus adornos, sigue siendo extraño para su corazón.” 
(p. 264)




Y este es uno de los grandes tesoros del libro, como Beryl establece la semblanza de sus amigos y personas relevantes que frecuentó a través de su mirada sobre África, de sus intensas descripciones, ya sea para detenerse en lo hermoso y complaciente que emana de aquellos parajes o en el escenario más trágico.

Porque de esa esencia africana que Beryl logra aislar con una escritura de sutil clarividencia, va desgranando la personalidad de sus conocidos.

Una civilización puede esculpir la fisonomía de un país, de un continente, incluso hacerlo a su medida, caso de Los Estados Unidos de América, pero en África es al revés. Es el vasto continente, con su fauna salvaje, su naturaleza bella y violenta, y los secretos que guarda sobre la propia humanidad, el que siempre te va “haciendo” a ti.

Es África la que te va moldeando a su medida, aquí el etnocentrismo del hombre es engullido por la noche insondable de la sabana, o aplastado sin piedad bajo un sol de justicia.

África te ayuda a recordar que eres una animal más, cuando el estremecimiento por el miedo y el olor a muerte primitiva anulan toda soberbia.

África te despoja de cualquier “material sobrante”, a cambio afina tus sentidos. Mejor que así sea, pues bajo tu brillante inteligencia humana subyace un animal asustadizo… una presa fácil para un grupo de leonas, o para un enorme y viejo león, incapaz de doblegar una pieza de mayor... categoría.




Todo esto nos lo muestra Beryl, y también sus amigos nativos, colaboradores infatigables, como su inseparable “escudero” Arab Ruta. Gente de pocas palabras, pero muy sabiamente escogidas. Están acostumbrados a observar y escuchar a la naturaleza, solo dicen lo pertinente en cada momento. Por eso les aturde la verborrea de los blancos. Consideran los nativos que los occidentales, o extranjeros, dicen mucho más de lo que pueden escuchar y observar, y esas dos últimas cosas las cultivan poco y mal.

Mención especial merece también Buller, el perro de Beryl y su gran compañero de correrías en la infancia, protagonista de algún encuentro violento con un leopardo. Un compañero, Buller, que no dudaba ni un segundo en defender la vida de Beryl, ya tuviese enfrente a un León de 250 kilos.

El padre de Beryl tampoco lo tuvo fácil. Es un colono inglés que procede de una familia sin relumbrón nobiliario, y lo mucho o poco que posee en la llanuras keniatas es fruto de su tesón y sudor.

Padre e hija irán forjando su espíritu a través de la dura, fascinante e imprevisible experiencia africana.

No esperaba a estas alturas del año que una lectura me sumiese en una emoción más sentida que la que ya me provocaran Edna Ferber con “Así de grande” y Toni Morrison en "La canción de Salomón".

Hasta que llegó Beryl Markham y su Al oeste con la noche y las desbancó, así de claro. Hasta ahora, junto a la Llanura de fuego de Fernando Namora, es el que más me ha impactado.

Una increíble narración surgida desde las entrañas mismas de África, de sus planicies sin fin, en donde la fauna salvaje representa a diario la incierta aventura de vivir y la certidumbre de morir.




África tiene múltiples voces, pero hay que saber escucharlas, lo que resulta posible si uno es africano, o ha pasado buena parte de su vida allí.

Esa tierra africana a la que me he asomado con Beryl Markham es parte de la que también me mostró Karen Blixen en Memorias de África.

Beryl es una narradora a la altura de Blixen… y en algunos lances del libro me atrevería a decir que incluso más.

No creo exagerar. Ernest Hemingway admitió su envidia por no superar la destreza narrativa de Beryl, aunque también aprovechó, dada su misoginia, para dedicarla algún adjetivo malsonante:


"¿Leíste el libro de Beryl Markham, West With The Night? ...Ha escrito tan bien, tan maravillosamente bien, que me siento totalmente avergonzado de mí como escritor.

Siento que no fui más que un carpintero con las palabras, que recogía cualquier cosa que sirviera para el trabajo y la ensamblaba junto con las demás para llegar a hacer un bolígrafo mediocre. Pero esta chica, quien en mi opinión es muy antipática e incluso diría que es una zorra de gran nivel, puede hacer círculos alrededor de los que nos consideramos escritores... Es en realidad un libro condenadamente maravilloso." (Wikipedia)




Incluso el escritor norteamericano sugirió que Beryl no podía ser la autora de un libro tan excelso… un “run run” que siempre acompaña al libro. Hasta que no se demuestre lo contrario, Beryl es su autora.

Otra nota del diario El Mundo, sobre la Casa Museo de karen Blixen en kenia, en donde se menciona a Beryl Markham:


“En los jardines de la casa Blixen hay tractores oxidados, carros para llevar sacos y un camaleón que se sube a tu brazo y cambia de color. Al fondo se extiende la pista de aterrizaje donde acaba de posar su avioneta otro fantasma exquisito, el de Beryl Markham, la primera piloto de la British East Africa y autora de Al oeste con la noche, el mejor libro del África colonial.”

https://www.elmundo.es/cultura.


La prosa sutil, elegante y evocadora de Beryl no enmascara la muerte africana, que se sucede en las llanuras de Njoro rebosantes de depredadores y sus víctimas, se muestra a cara descubierta bajo la idílica bóveda de su cielo presagiando la tormenta, cuando tal visión parece el ocaso del mundo en su momento más perfecto.



En ese espectáculo de inenarrables tonalidades celestes la muerte representa a diario su función, puede que de manera sumamente cruel, una crudeza que ignora el hermoso esplendor de un crepúsculo. 

Y un masai que rompe a caminar en el alba, pastoreando lanza en ristre, escruta el horizonte en busca de alguna figura que se mueva con sigilo felino. Su mirada altiva de guerrero, y los pasos tranquilos y seguros, son una suerte de  desprecio a la muerte que siempre acecha. África los hace así.

Si algo me ha enseñado este libro, la voz de Beryl, como ya lo hiciera la de karen Blixen, es que ambas han sabido contar, porque estuvieron allí, algo que en realidad ya portamos en los genes, pues África ha guardado sus secretos en cada uno de nosotros.

Los llevamos desde aquel remoto día en que unos cuantos hombres, mujeres y niños echaron a caminar dejando el Kilimanjaro a sus espaldas, u otros valles, hacia la conquista del mundo, sin más certeza que la de observar como la lejanía iba empequeñeciendo la imponente montaña, cada vez más, hasta diluirse en ese azul mortecino donde las miradas acaban su viaje y empieza el de los sueños. 




Los sueños huyen de la vida, los ojos de un leopardo adquieren su máxima belleza ante la inminencia de una muerte.

África es morir y renacer a cada instante. No existe un relato más extraordinario que ese.

Beryl escribe mirando al alma de África, son palabras que surcan las noches de kenia, cuando vuela con su avioneta en la oscuridad hostil y sus palabras flotan en el silencio, como suspendidas en un mundo que ha dejado de existir.




Pero el silencio que inunda a Beryl solo es ausencia de ruido civilizado. Los sonidos primigenios en las llanuras del Serengueti llenan los vacíos, y escriben todas las historias posibles sin una sola palabra.

El África de la fauna salvaje está escrito en los ojos de un leopardo, en el inquietante rugido del león, haciendo que la noche sea esa oscuridad temible que nos ha inquietado desde el principio de los tiempos.

Y esa África salvaje es una madre sabia, lo ha sido para Beryl Markham.

Por eso Beryl Markaham sabía (igual que Karen Blixen) que ni la novela más extraordinaria sobre África es comparable a la belleza que uno descubre en los ojos de un leopardo, solo basta un segundo para saberlo, sintiendo como sus pupilas inundan tus ojos… ese destello hermoso e imposible de sus pupilas rasgando la noche africana.


Foto Leopardo, National Geographic.


Jamás se podrá contar esta África … pero hay obras cuyas historias se reflejan en esos impresionantes ojos  salvajes, y una parte de esa belleza penetra en algunos libros, igual que los rayos de sol atraviesan la penumbra selvática.

Al oeste de la noche es un libro maravilloso porque una parte de África ha traspasado sus páginas y, de alguna manera, atravesó el alma de Beryl Markham.