P. Castillo

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miércoles, 26 de septiembre de 2018


Dos antisemitas y otras narraciones. Sholem Aleichem (Ucrania, 1859- Nueva York, 1916)

Editorial Magisterio Español S. A. (Serie narraciones judías), 1969. Traducción de José Luis Sobrón. 170 páginas.




Abro este pequeño libro (Dos antisemitas...) y paso despacio la hoja de cortesía, esa que los editores dejan en blanco por deferencia al lector, y éste en ocasiones rubrica y/o testimonia una dedicatoria con la fecha, dejando un poso de humanidad en el libro que, por lo común,  sobrevive al propio lector, tal Lord Byron.

Recuerdo un caso singular, adquirí una novela de Luis Pancorbo en una librería de viejo madrileña, y, ya en casa, descubrí unas líneas manuscritas del periodista fechadas en 1981 dedicadas a un compañero de RTVE, otro insigne reportero  por sus crónicas desde Latinoamérica, Oriente Medio, etc, me refiero a Manolo Alcalá.



Curiosa ironía de los tiempos, ya por entonces Pancorbo le transmitía en esa dedicatoria sus deseos de cambio para RTVE… qué cosas.


La obra de Aleichem ha sido una de las principales introductoras de la cultura yiddish allende sus orígenes. Pero además lo ha hecho arrimándose al paisanaje popular como ninguna otra.


Si os suena la famosa película musical norteamericana El violinista en el tejado, sabed que está basada en una novela de Aleichem, Las hijas de Tevye (Tevye, el lechero).



Sholem Aleichem. Foto internet.


Junto a este título también os presento “Cuentos de Odesa y otros relatos”, de Isaak Bábel (Odesa, 1894 - Moscú, 1940).




Pese a las grandes diferencias entre ambas obras, existen algunos puntos de unión significativos, por eso las entrelazo… y porque me apetecía seguir deambulando por la Odesa de Isaak Bábel, después de haberla caminado en varios relatos de Sholem Aleichem. Bábel nació en Odesa, y Aleichem llegó a residir ahí.




Pues ya digo, para empezar la ciudad de Odesa, si bien no adquiere categoría de protagonista en la lectura de Aleichem, es verdad que aparece numerosas veces en diversos relatos.

En el caso de Bábel, sí, ésta tiene un estatus relevante en casi todos los cuentos (los que pertenecen a la primera parte, que son la mayoría de historias).


Otra confluencia viene dada por una palabra de siniestra existencia, el progrom, cruentos acontecimientos (me ahorro explicarlos) que ambos escritores vivieron, aunque sin sufrir fatales consecuencias.

El tratamiento que le da Aleichem a estos sanguinarios episodios es como algo aledaño a la trama principal del cuento, le sirve para ironizar sobre las dificultades de ser comerciante, profesor… o lo que sea en tan ingrata atmósfera. Produce una extraña sensación de humor y congoja. En el fondo es un hombre afable y campechano, no se sentía cómodo explicitando la violencia, eso quedaba para autores como Isaac Bashevis Singer o el mismo Isaak Bábel.

Bábel convierte el progrom en relevante e inesperado protagonista que revela su siniestra cara al final. Lo hace con un cuento memorable, una obra maestra, “Historia de mi palomar”, a través de los ojos confusos de un niño, que atravesando la ciudad para cumplir su sueño de comprar unas pocas palomas… empieza a advertir un enorme barullo, caos, golpes, gritos, lamentos… y no sabe que está ocurriendo, solo que tiene que salir corriendo ante el pavor que lo invade. Impresionante.


Isaak Bábel. Foto internet

Ambos autores nos sitúan en unas ciudades, Odesa, Kiev, San Petesburgo… despojadas de todo su misticismo, aquí transitamos por los lugares que habita el populacho, ciegos al esplendor que la simple mención de esos nombres evoca. Así que vamos pisando la fealdad, los tugurios, las calles malolientes y sucias, un viaje a las cloacas en donde reina el hampa, la gente de mal vivir, los gansters… que los del este, tela. 

Si indagáis sobre Odesa seguro que más de uno os asombraréis, como yo. Su fundación moderna y la de su célebre puerto, en 1795, se debe a la iniciativa de un español, José de Ribas, un avispado militar que andaba por la Rusia Imperial y muy bien relacionado con la corte real. Logró convencer a Catalina la Grande para aprovechar la bahía como magnífico enclave estratégico. Él dirigió toda la construcción y planificación de la ciudad, y así se reconoce en la región actual.



 Odesa. Foto internet

Retomando los libros, también hay barrios modestos donde campa la concordia y tienen más tranquilidad. Los bajos fondos están, sobre todo, en Los Cuentos de Odesa  de Bábel. Con Aleichem vemos algo también, pero de pasada, en un tono socarrón que funciona como una barrera ante lo sórdido, sin que ello desmerezca el excelente retrato que hace a las gentes de todo tipo y condición.

Pero el nexo más nítido entre los dos, es la reconocible influencia que tuvo S. Aleichem sobre Bábel, a la sazón editor de las traducciones rusas de los cuentos de S. Aleichem.




Pese a que mi intención inicial era comentaros también el libro de Bábel, creo que es mejor no apabullaros con tantas líneas, lo dejamos para la siguiente entrada. Nos acompañará Sholem Aleichem.

Bajo su seudónimo (Shalom aleichem = La paz esté con vosotros),  tenemos a Sholem Yakov Rabinovitsh, su verdadero nombre, hijo de una familia judía pobre y crecido en una población cercana a Kiev.
Su entusiasmo por la escritura ya despuntaba desde jovencito, fascinado con lecturas como Robinson Crusoe.

Buena parte de su narrativa está escrita en yiddish, reflejando magistralmente la idiosincrasia de esta comunidad en su vertiente más popular.

Historias a pie de calle, en los mercados de las plazas, dentro de las casas en una barriada cualquiera, en bodas, festividades, en las escuelas, en las cantinas de estaciones ferroviarias, dentro de los propios vagones frecuentados por la clase asalariada, trayectos que son fuente inagotable de chismes, dimes y diretes sobre el pueblo llano, altavoz inigualable de esa filosofía de cantina que llega a lo profundo del ser tomando el atajo más corto… oséase, un chato de vino peleón.

Sholem Aleichem se inmiscuye en los asuntos de un comerciante vulgar, o un joven judío estudiante, o unos tahúres que hacen de las suyas con las barajas de cartas en el trayecto de un tren, etc, etc.

En esos vagones de tercera discurren no pocos lances de sus cuentos, entrometiéndose con su original y burlona verborrea en cotilleos varios.




Un humor llano, que no fácil, para desvelar de forma inmediata el envés de una cultura. Ahí está él, donde no llegan otros, por que no han querido, no han sabido o no han podido hacerlo con tan peculiar humor. Por todo ello este libro tiene su punto de extravagancia.

Y es que Aleichem fue pionero en dar un aire satírico y humorístico a la literatura hebrea y yiddish. Fijaos que incluso me ha recordado, con todas las cautelas, al tono picaresco, burlón y, por qué no, entrañable del “Lazarillo de Tormes”, pues muchos cuentos de Aleichem tienen un carácter moralizante que se desvela al final.





Pero son historias de corte realista, relatos pegados a la cotidianidad. Estas líneas del prólogo lo aclaran:

“El tipo de humor literario de Sholem Aleichem era en su tiempo verdaderamente revolucionario. Antes de su advenimiento, la literatura hebrea y yiddish había sido fundamentalmente seria. (…)
Fue una de sus grandes innovaciones (…) llevar a obras de alta inventiva el humor irónico (…) de los judíos que había sido hasta entonces parte del acervo popular oral.

(…) Sholem utilizó sobre todo el folklore, la herencia de todo un pueblo: humor popular, anécdotas, acertijos, chanzas, dichos y tretas de los chicos de la Talmud Torah, los primitivos juegos cómicos de Purim, los cuentos hasídicos (véase “el pueblo de Habne”), la tradición popular de parodiar versos sagrados de la Biblia y frases del Midrash y el Talmud, y en fin, el lenguaje mismo del pueblo, desde el lenguaje del carretero hasta las maldiciones de la arpía”.









Y doy fe que así es. Lo alucinante de estos cuentos es como te meten de lleno en el relato, parece que tú mismo vas viajando en uno de esos vetustos trenes llenos de provincianos que acudían a la gran ciudad, Odesa, Kiev, Moscú, etc. Y lo cuenta con una gracia de lo más original. Ya solo por eso estamos ante un libro exótico.

En realidad Aleichem repasa a todos los estratos sociales, fervorosos creyentes, dubitativos, custodios de la fe, flagrantes detractores, ricos, pobres, militares, rabinos, niños, viejos, aguerridas esposas, tramposos, honestos vecinos... Nada escapa a su mordacidad.

Un fragmento del primer cuento, “Los antisemitas”, en donde un comerciante judío, Max, llega a la ciudad de Kishinev, asolada por un violento progrom. (Nótese como evita caer en el flagelo con el progrom).

Recién llegado al destino se entrega a todas las prohibiciones habidas y por haber que decreta la Torá.





Lo cierto es que pudiera parecer un estrategia para pasar desapercibido, pero obra con un entusiasmo nada… disimulado:

“Max sabía que en Besarabia y alrededores habría de oír de los judíos historias lastimeras y lúgubres acerca del progrom de Kishinev –e insultos y pullas sarcásticas de los no judíos-. Cuanto más se acercaba a esa región, más buscaba un medio de escapar y una forma de esconderse de sí mismo.

Al acercarse a su destino pensó primero quedarse recluido (…). Luego lo reconsideró (…) saltó al andén de la estación y se dirigió al restaurante con aire de animosa confianza. 

Se tomó un whisky, comió un surtido de bocadillos prohibidos, bebió un vaso de cerveza para aclarar la garganta y encendió un cigarrillo.

A continuación se encaminó, echando garbosamente bocanadas de humo, hacia el quiosco de los periódicos, donde descubrió El Besarabiano, la notoria gaceta antisemita del infame Krushevan, odiador de judíos. (…)

Max Berliyant fue el único viajero que se aproximó al puesto de periódicos y pidió un ejemplar de El Besarabiano.”

Un “crack”, el tal Max.

En el fondo, esa caterva de personajes inclasificables que desfilan por el libro configuraban la esencia del propio Aleichem, en todos ellos había un remanente de humanidad.





viernes, 14 de septiembre de 2018


Zalacaín el aventurero. Pío Baroja (Guipúzcoa, 1872 – Madrid, 1956)
Colección Austral, 1984. 156 páginas.




Este verano en Asturias solía “escaparme”, muy temprano, a una de esas playas cantábricas que conozco de belleza salvaje y apenas frecuentadas, al abrigo de una vegetación generosa entre el relajante verde de los helechos.




 Asturias. Fotos, Paco Castillo

A escasos metros de nuestra casa rural tomaba un sendero campestre, andando treinta minutos llegaba a mi destino. También detenía el paso para admirar las flores silvestres, como las bellas  arvejas, cuyo tono rosáceo siempre destaca entre tanto verdor, o las inquietas libélulas, las aves...

Así es el camino, jalonado de exuberancia floral tras la que se esconde la playa, atravesando la umbría refrescante. Una alianza que pacta la naturaleza agreste con la playa, para mitigar nuestras ansias profanadoras o invasivas.



Arvejas. Foto, Paco Castillo

Foto, Paco Castillo

Libélula, camino de la playa. Paco Castillo






Avanzando entre la vegetación, a medio camino.

Fotos, Paco Castillo


Con ello se asegura de que quien haya puestos los pies ahí, asumido el esfuerzo por llegar, lo haga tocado de la serenidad necesaria, sin perturbar la armonía reinante. Rendido al escenario, te sientes agasajado con su esplendor.

No encontraba un alma. Solo el mar frente a mí.






Pío Baroja me recuerda a una de esas playas… poco visitadas. Adentrarse en su escritura procura sensaciones afines. Esa playa es un lugar en el mundo hecho para mí. Y lo mismo se puede aplicar a determinados libros, están escritos para ti.

La mención a la costa del norte es pertinente, pues deseaba reencontrarme con el Baroja de aires cantábricos que tanto disfruté en “Las inquietudes de Shanti Andía” (una de mis lecturas preferidas), y “Zalacaín el aventurero” me trae de nuevo esas brisas, y muchas otras cosas.



Si nos fijamos en las fotografías de Pío Baroja, su mirada parece ausente, huidiza de su propio presente. La expresión melancólica y el semblante casi siempre serio, hacen figurarse a un hombre tendente a la soledad, exceptuando la compañía de algunos buenos amigos (como Azorín), alejado de lo mundano. Todo eso  se insinúa en su mirada distante.






Pío Baroja, fotos internet.

«Hombre humilde y errante», afirmaba de sí mismo.


Por eso me resulta chocante el gran sentido del humor en sus narraciones, una frase precisa e irónica, ilustrando mejor la idiosincrasia de los personajes y el lugar que una página de detallada descripción proustiana. Esos rodeos no van con el carácter de Baroja.

Su estilo narrativo es como un jardín zen, unos pocos elementos primordiales que conviven en perfecto orden, lo que da al conjunto una sensación de belleza discreta, que no busca apabullar, sino atraparte sutilmente.

“En Zaro hay siempre un silencio absoluto, casi únicamente interrumpido por la voz cascada del reloj de la iglesia, que da las horas de una manera melancólica, con un tañido de lloro. (…)

En el cementerio, alrededor de la iglesia, entre las cruces de piedra, brillan durante la primavera rosales de varios colores, rojos , amarillos, y azucenas blancas de aspecto triste.
Desde ese cementerio se ve un valle extensísimo, una paisaje amable y pastoril. El grave silencio que reina en el camposanto apenas lo turban los débiles rumores de la vida del pueblo.

De cuando en cuando se oye el chirriar de una puerta, el tintineo del cencerro de las vacas, la voz de un chiquillo, el zumbido de os moscones…, y de cuando en cuando se oye también el golpe del martillo del reloj, voz de muerte apagada, sombría, que tiene en el valle un triste eco.

Tras de estas campanadas fatídicas, el silencio que viene después parece un tierno halago.

Como protesta de la eterna vida, en el mismo camposanto las malas hierbas crecen vigorosas, extienden sus vástagos robustos por el suelo y dan un olor acre en el crepúsculo, tras las horas de sol; pían los pájaros con algarabía estrepitosa, y los gallos lanzan al aire su cacareo valiente, como un desafío.

La vista alcanza desde allá un extenso panorama de líneas suaves (…). Los pueblecillos blancos duermen sobre las heredades; las carreteras rechinan en los caminos; los labradores trabajan con sus bueyes en los campos, y la tierra, fértil y húmeda, reposa bajo la gran sonrisa del cielo y la inmensa piedad del sol…” (p.154)


Ese es el Baroja que escribe para mí.





Refería más arriba lo de recobrar con esta novela sensaciones que ya obtuve con Shanti Andía, y aunque cada una pertenezcan a series diferentes (ya sabéis que Baroja agrupaba sus novelas en tetralogías), existe un cordón umbilical entre ambas. 

Sin ir más lejos; sus protagonistas (Shanti y Zalacaín) son la personificación de un espíritu indómito, que los impulsa hacia la búsqueda de un sueño, una quimera agazapada tras el horizonte marino en un caso, o tras los idílicos valles vascos, en el otro.

La relación de Shanti y Zalacaín con la Naturaleza, la espectacular orografía cantábrica, hace que las narraciones adquieran esa dimensión idílica, de lograr un contacto íntimo con la tierra, o el mar.





Por eso la Naturaleza, en mayúsculas, realza toda la narración, y también se erige como personaje fundamental. Y en las dos novelas el rumor del mar nunca deja de escucharse.

Martín Zalacaín podría ser considerado un héroe romántico, zozobrante en sus ideas, como todos ellos. Pero su ambigüedad es cautivadora, en su vida no tiene más certeza que lo incierto, el imprevisible desenlace de sus andanzas, de sus días, de sus anhelos.

Alguien que intuyendo la fatalidad de su destino, no tiene intención alguna de cambiar su actitud vital. ¿No es ese el antihéroe?




Zalacaín crece como uno de esos mozalbetes instruidos en la sabiduría elemental de los montes, extrayendo todo lo necesario para saber qué es lo realmente importante para él, y qué no lo es.

Y ahí estará su tío abuelo, Tellagorri, hombre vehemente y singular. Investido doctor honoris causa… por todas las tascas comarcales, habida cuenta de su envidiable sapiencia popular. En definitiva, una eminencia tan admirada por la concurrencia tabernaria, expectante de sus andanzas, como vilipendiado por las almas puritanas de esas villas brumosas debido a su apostosía, que vocifera a los cuatro vientos, no tanto de la fe cristiana como de sus mensajeros, los clérigos. Más que nada porque en el País Vasco de las guerras carlistas, éstos solían ser partidarios del monarca (salvo excepciones), y la sangre del abuelo circulaba por sus venas con ímpetu republicano, díscolo. Aunque solo fuera por eso tan vasco, dicen por ahí, de llevar la contraria. Pues como sea, es.

“Tellagorri explicaba todo detenidamente a Martín. Tellagorri era un sabio; nadie conocía la comarca como él; nadie dominaba la geografía del río Ibaya, la fauna y la flora de sus orillas y de sus aguas como este viejo cínico.” (p.19)

Hay en Tellagorri un evidente guiño autobiográfico, pues Baroja era un redomado anticlerical.





Volviendo a Zalacaín. Su licenciatura campestre y los impagables consejos y enseñanzas del abuelo, serán una escuela inmejorable para curtirse en un oficio de futuro tan poco halagüeño como… contrabandista de armas y lo que se terciara. Ya fuera para el bando republicano o para los carlistas. 

Él no abraza una causa o la otra, ni se siente especialmente vasco ni español, aunque no reniegue de dichas identidades, que todas esas confrontaciones pone en liza el genial Pío Baroja.

Zalacaín, paseando con su amigo, “el extranjero”, lo resume muy bien:

"(…) dando un rodeo salieron al paseo de los Llanos. Una campana de un convento comenzó a tocar…

-Juego, campanas, carlismo y jota. ¡Qué español es esto, mi querido Martín! –dijo el extranjero.

-Pues yo también soy español, y todo eso me es muy antipático –contestó Martín.

-Sin embargo, son los caracteres que constituyen la tradición de su país –dijo el extranjero.

-Mi país es el monte –contestó Zalacaín."

Ahí tenemos al héroe romántico, a su manera demostrará que lo es, turbio a los ojos ajenos, de una incontestable coherencia para su propio criterio.

Y como suele suceder con estos héroes; aunque acompañados de sus fieles amigos, pocos, siempre ansían secretamente la soledad. Buscadores de la gloria para un día o para la eternidad.

Zalacaín, joven osado, dejará que el sentimiento amoroso lo embargue sin darse a grandes tribulaciones existenciales, el amor viene y te toca… lo mismo que llega el viento otoñal y estremece las copas de los álamos.





Zalacaín, ya merodeando los veinticinco años, no es ningún intelectual, pero la naturaleza le ha dotado de una inteligencia viva y ágil, rebelándose más valiosa en su entorno que el más enciclopédico de los conocimientos.

Además, su condición de tratante con unos y con otros, le ha procurado buen uso de la palabra, y sus continuos viajes al País Vasco Francés y otras regiones francófonas cercanas, le confieren un aura cosmopolita opuesto al provincianismo de su pueblo y caseríos próximos. Todo un personaje, dicen los vecinos.

Zalacaín, como no podía ser de otra manera, tendrá un enemigo furibundo, Carlos Ohando, perteneciente a una familia pudiente de la villa, simpatizante de la causa carlista y hermano de Noelia… la prometida de Zalacaín.

Carlos ve en Zalacaín a un ser despreciable y agreste, un arribista incapaz de comprometerse con nada, no puede impedir que se vea con su hermana, y esto hace que lo odie con rabia incontrolada.

Sin embargo, Zalacaín, es incapaz de albergar en su ser tanta inquina y violencia hacia un semejante. En realidad es una persona muy noble, incluso desprendida de sí misma si tuviese que arriesgar su vida por otro.

En una palabra, todo el odio que corroe a Carlos se traduce en humanidad, no siempre visible, en el corazón insondable de Zalacaín. La violencia exultante de Carlos ante la bondad agazapada de Zalacaín. La cobardía del que grita más fuerte ante la valentía de quien aguanta estoicamente.

La esclavitud de quien se somete al honor frente a la libertad de quien piensa…

“Mi país es el monte -contestó Zalacaín-.”






miércoles, 5 de septiembre de 2018


Las raíces y otros cuentos. Rafael Azuar (Elche, 1921 – Alicante, 2002)

Publicaciones de la Caja de Ahorros  Provincial de Alicante, 1971. Nº de páginas, 83.





Mis librerías (esas famosas que, dice la publicidad, convierten tu casa en una república independiente… no mezclar con Cataluña), suelen tender a la dispersión, porque una librería se va haciendo a imagen y semejanza de su dueño, y yo en varios aspectos me disperso tela.




Aunque a veces me afano en colocar con algún criterio. Aclaro que en el resto de mi vivienda mantengo un orden razonable pero efímero, con una hija de dos años y otra de siete es lo que hay.

En esa Torre de Babel que son mis estanterías los libros conviven en una “anarquía armoniosa” (república, anarquía… mis hijas no se aburren), lejos de ese afán perfeccionista que no da lugar a la sorpresa, algo que a mí me entusiasma al explorar por las baldas. Bueno, si fotografío un libro situado en mis librerías  para el blog, las apaño un poquito.

Cuento esto ya que así, de manera imprevista, he dado con “Las raíces y otros cuentos” de Rafael Azuar, uff ya ni lo recordaba.

De nuevo un gran autor invisible cual fantasma literario, un ánima errante que busca la redención en un lector.





Este ejemplar avejentado y de humildes proporciones, apenas 83 páginas, estaba apretujado tras una buena cantidad de libros, y éstos, a su vez, permanecían detrás de otros tantos.

Llevo varios días buscando “El bandido adolescente”, una novela de Ramón J. Sender (que tan pronto encuentro vuelvo a extraviar), peculiar por cuanto narra la vida de William H. Bonney (1859-1881), el célebre “Billy el niño”, figura sobre la que el escritor español indagó bastante durante su larga permanencia estadounidense,  creando esta historia singular.


Las consecuencias de encontrar y extraviar “El bandido adolescente” son irrisorias, comparadas con las de encontrar y extraviar (más bien lo último) “el perrito” y “el monito” del puzle de mi hija pequeña. 

Toda la calma y serenidad de mi hogar para escribir estas líneas y leer algo, dependen de que estos dos animalicos vuelvan a su casita. Sin ellos soy un ser vulnerable, como estoy comprobando in situ, ahora mismo, y vosotros no podéis ver. 


Intentaré continuar escribiendo y después miraré debajo del sofá chaise longue... cuya visión es lo más parecido al Amazonas que pueda haber en mi piso.


Pues eso. Se ha cruzado el librillo por medio… capto algún detalle que me llama la atención, empiezo a leer sin expectativas y me encandila hasta el final.

Aquí estoy con “Las raíces y otros cuentos”.

Contiene diez narraciones, estos son los títulos:



Concluyo el primer cuento, “Las raíces”, y me regala una original y bellísima alegoría, aunque imbuida de un telurismo bastante siniestro, en donde Azuar parece extraer la veta literaria de la máxima bíblica: “Hombre, acuérdate de que polvo eres y que al polvo volverás”.

Con una prosa cristalina, su personaje, un labriego levantino, sucumbe a una extraña simbiosis con la tierra. La tierra, la Pachamama (madre tierra) que veneraban los incas, sustento y tumba de los campesinos. Una perversa paradoja en forma de cuento, pero que induce a una reflexión nada fantasiosa sobre lo real.

O “La soga”, a diferencia del otro,  un relato de corte realista (en línea con la mayoría), donde nos vuelve a seducir con una escritura de trágica hermosura, un equilibrado maridaje entre sobriedad y lirismo (Azuar ante todo se consideraba poeta).





Aquí despliega una mirada nada complaciente sobre la dura vida rural. Es más, reluce la brutalidad que solía envolver la existencia de estas gentes, padres severos que atemorizaban a sus hijos, pequeños o grandes, niños o niñas, propinándoles terribles varetazos cuando descuidaban las extenuantes tareas. Infancias en donde los juegos solo tienen lugar mientras se sueña. Una violencia que la escritura pulcra y poética de Azuar logra suavizar.

Esto último que acabo de indicar me lleva al recuerdo, por reciente, de otro escritor. Azorín y su “Pueblo”, que traje por aquí, y a quien las biografías sobre Azuar sitúan como una de sus grandes influencias (junto a Gabriel Miró y el poeta Miguel Hernández).





Que Azorín fuera uno de sus referentes lo constato, al margen de la propia afirmación de Azuar, en la pretensión del autor por depurar su escritura hasta obtener la belleza natural de las palabras (eso mismo que encontré en Azorín, con “Pueblo”). Ciertamente existe un paralelismo entre ambos estilos, lo que en absoluto resta valor a la obra de Rafael Azuar, no hay que confundir las cosas.

Su maestría queda patente en este magnífico librito. Una prosa sin artificios y, a la vez, poderosa, diáfana, sin excesos líricos, arrebatadora precisamente por mostrarse sin “maquillaje”, sin condimentos innecesarios, al natural.




Una trayectoria literaria avalada por numerosos galardones, entre ellos, y resumiendo mucho, el Biblioteca Gabriel Miró, o el Premio Café Gijón de novela corta, éste último otorgado precisamente el año de mi nacimiento, 1967.

Distinciones como el Café Gijón que, careciendo de una jugosa recompensa económica comparado con otros, era muy codiciado por parte de los escritores, pues gozaba de gran consideración debido a la calidad de las obras reunidas, autores que acudían alentados por el prestigio de medirse ante los mejores y salir triunfantes. No en vano, sin un reclamo monetario tentador, se presentaron y ganaron figuras como Ana María Matute, Carmen Martín Gaite, Eduardo Mendicutti, Luis Mateo Díez o Leonardo Padura por citar unos pocos.

Ya sabéis, leed a un premiado con el Café Gijón y estaréis ante excelente literatura. Avisados.

Como suele ser en los autores de talento, Azuar emplea la metáfora sin caer nunca en lo trillado. Veamos este ejemplo sobre una frase recurrente que habremos leído centenares de veces en los libros; “el silencio de la noche”, y Rafael azuar resuelve así:

“El silencio de la noche pesaba como la entraña profunda de un pozo”




Trasladando a ese escenario de calma y paz, como es la quietud de la noche, una visión tenebrosa como el fondo amenazador de un pozo, Azuar crea un cóctel de sensaciones antagónicas que me impacta, me fascina esa imagen mental, y son estos pequeños destellos los que van cimentando la grata sensación de una lectura, más allá de la trama o el argumento, sin restarles el peso que tienen en la narración, por supuesto.

Así sucede en otro excelente cuento con el enigmático título de “Un rostro detrás de los cristales”.

Delicada y hermosa narración sobre la vida que se nos va escapando de las manos, no de un modo abrupto y violento, sino con la sutileza, poco perceptible, de una hoja arrebatada por el viento, desapareciendo y arrastrando su futilidad por una calle desierta cualquiera:

“Las hojas cayeron de los árboles, lentamente, al suelo húmedo del parque. Cayeron un año tras otro, en una música misteriosa e inaudible. (Cada vez que caen las hojas de los árboles, algo indefinible sucede en un ámbito que nunca se alcanza. Se apaga un ligero susurro en las ramas desnudas…).

(…) La lluvia va borrando el perfil de los árboles y de las casas. Un halo gris lo envuelve todo y, en el rostro de Natalia, detrás de los cristales, unas lágrimas resbalan y caen, como las gotas de lluvia.”

Delicioso.

Temas como la soledad, la muerte, o esa rutina que poco a poco va minando a muchos el entusiasmo por la vida, son algunas de las cuestiones abordadas en estos cuentos. 





Sus escenarios se sitúan en el entorno rural y también en la pequeña ciudad provinciana, esa que tan magníficamente han retratado escritores como Miguel Delibes.

En definitiva, un libro que deleita por unas historias muy bien narradas, personajes perdidos en el anonimato de unas vidas grises, o duras, cuyo valor más extraordinario reside simplemente en el hecho de vivir… a pesar de todo.

Que no es poco.