P. Castillo

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viernes, 24 de enero de 2020



Un dedo apuntando a la Luna, y dos miradas...


Llevo mucho tiempo leyendo, pero espaciadamente, a Edgar Morin en diferentes obras. Si seguís el enlace comprobaréis que su periplo existencial es de los que quitan el hipo. Aunque esta vez no será el gran protagonista aquí. Bueno, a lo que vamos.






Con dos títulos distintos de Edgar Morin. Foto, Paco Castillo

Es uno de los más reconocidos pensadores contemporáneos. Este filósofo y sociólogo francés es, reitero, uno de los grandes observadores de nuestro tiempo, y de observador puede presumir, pues le contemplan 98 primaveras con la mirada afilada y la mente lúcida.


Habida cuenta de toda la lectura que voy acumulando de E. Morin, reconozco que me resulta fascinante este señor, con su parecer y reflexiones sobre un amplio elenco de temas; desde el cine (¡esas me encantan!), al quehacer cotidiano, o literatura, arte… pasando por los grandes movimientos sociopolíticos y honduras humanas.

Lo último que estaba curioseando es su maravilloso libro, “En carne viva. Meditación”, algo así como ideas y pensamientos, sin aparente conexión, cogidos al vuelo. En realidad son muchas de sus meditaciones mientras estuvo convaleciente de una enfermedad.



Me detuve en un capítulo llamado “Las cavernas del hombre”al pie del enunciado “El paleolítico interior” decía así:
  



Entonces, a raíz de esas líneas, recordé algo que escribí hace varios años. Horas después, me puse a buscarlo en mi escritorio. 
Es esto que viene a continuación, añadiendo unas fotografías actuales y la referencia al escritor J.-H. Rosny.




El estímulo primero que nos empujó a buscar la comunicación entre nosotros, el Homo sapiens, se me antoja un bello misterio

Esa necesidad inicial que nos alentó a comunicarnos, ¿ sería una sensación de peligro?, ¿fue antes una expresión de afecto?, ¿o qué…?

Desde un punto de vista científico habrá quien recuerde al hoy discutido, Charles Darwin, y venga a sugerir que en lo fundamental, la comunicación es un rasgo evolutivo de la especie humana, nada nuevo. Pero situémonos en el ambiente inhóspito, amenazador, del pasado remoto, cuando se buscaba el calor corporal junto a la hoguera, dentro de la fría caverna, y el instinto de supervivencia fijó la necesidad de ser más listo que los depredadores, contrarrestando así nuestra inferioridad física respecto a tantos animales.

La conquista del fuego. J.-H. Rosny. Foto, Paco Castillo.


Esa  desventaja física fortalecía, a su vez, la unión del Clan, y la unión no puede sostenerse sin la comunicación. Hasta aquí una parca argumentación por mi parte, digna de la E.G.B.

Pero sigo.

Una comunicación que se cimentaba, sobre todo, en cuestiones meramente pragmáticas, es decir, sobrevivir.

A medida que esta comunicación se va haciendo compleja, y nuestros parientes cavernarios van siendo mayores, lo simbólico va ganando terreno, y lo tangible y material se funde con lo abstracto e inmaterial.

Cuando se va pasando gradualmente de ser acosado a ser el principal acosador, los códigos han de reinterpretarse. La comunicación que al principio se utilizaba para transmitir prioritariamente, miedo, inseguridad, peligro, protección, etc, ha de incorporar, sin perder lo anteriormente registrado, sensaciones como dominio, seguridad, placer… y cuando uno empieza a preocuparse menos por las amenazas del exterior, comienza a observarse más a sí mismo.

Fotografía obtenida de la web http://noticiasdelaprehistoria.blogspot.com/ Esta maravillosa pintura es obra del artista Arturo Asensio, responsable de las ilustraciones del Museo Arqueológico Nacional (MAN), de España. Podéis apreciar esta obra y otras en su web oficial, http://www.arturoasensio.es/


La angustia ya no monopoliza todos los sentimientos, y estos se encaminan hacia la conquista de nuevos escenarios.

Foto, Paco Castillo.



Llegado a este punto, dejaré continuar a mi fantasía.
Pues eso, libero la imaginación, como hizo siempre la Humanidad para contar relatos. Eso sí, ya quisiera yo que se me diera tan bien como a J.-H. Rosny cuando escribió “La conquista del fuego”.

Foto, Paco Castillo.


Vamos a reencontrarnos por unos momentos con nuestros abuelos ancestrales, ahora que están tranquilos tallando sílex.

La niebla matinal del valle se elevaba por los riscos, hasta la misma entrada de la cueva.



Vistas de la Sierra del Guadarrama, desde los alrededores de casa. Fotos, Paco Castillo

Ha sido un  día frío. La noche permanece despejada, sin duda helará.



Fotos, Paco Castillo.


Un joven cromañón está en la hoy denominada región de Dordogne, y su cueva exactamente en Les Eyzies, sudoeste de Francia.

Alto ahí, esto tan francés aumentará la cursilería, con la que venga después, ya vale. Nos pasamos a Altamira que me pilla más cerca.

Foto:https://elpais.com/cultura/2019/01/26/actualidad/1548510266_603294.html


En esa fría e interminable noche invernal, con un cielo puro rebosante de estrellas, como eran antes todos los cielos, entre acantilados y bosques de castaños, unos ojos buscan una silueta familiar en la penumbra de la cueva, piensa en esa compañía que le aporta una sensación de cercanía... y algo más que ahora desconoce.

Le gusta contemplar desde un escondido rincón, noche tras noche, la misma silueta insinuándose en la oscuridad, su cerebro, de forma imperceptible, ya está diseñando la forma de comunicar eso que siente al contemplar la presencia femenina, y que le hace sentir bien, no solo por una sensación de familiaridad... por algo más.




Tal vez una de esas noches limpias, este hombre curtido de cicatrices y mugre, se acerque a la mujer y, sin saber muy bien porqué, levante la mano para señalar con el índice hacia el cielo.

Entonces, los ojos de su compañera mirarán al punto señalado, advertirán que allá arriba, entre infinidad de fulgores, destaca algo brillante que esclarece sus rostros, y quizás descubra en la mujer una sonrisa iluminada por la imponente luna llena que están admirando. 


Foto, Paco Castillo.

Casi con total seguridad él le responderá con otra sonrisa.

Ninguno de los dos lo sabe, pero el cerebro ya estaba creando todo un proceso comunicativo a partir de una luna llena, dos sonrisas en la penumbra y unas miradas que, curiosamente y justo en ese instante, no estaban deleitándose con la luna... solo se miraban una a la otra, como si fuesen lo único vivo esa noche, solo ese momento sin días, sin siglos.

Solo esas dos miradas perdidas para siempre en el tiempo.


Foto, Paco Castillo.

Debió suceder ahí, rodeados de helechos y con la escarcha pegada a los cabellos enmarañados, y a las pieles de reno que cubrían sus cuerpos, en una heladora y hermosa noche invernal, cuando el silencio, al pie de la cueva, permitía escuchar el oleaje del mar, aún mediando bosques de hayas, robles, el canto de los urogallos o el aullido perdido de un lobo.

Sí, debió ser ahí, hace 35.000 años, cuando en el cielo del cantábrico, y en el del mundo, brillaban innumerables estrellas, fugaces o eternas.

Ocurrió allí, en una comunicación íntima, la luna ya hizo su trabajo, y el resto estaba en sus manos… y en sus bocas, por donde escaparon caricias y balbuceos, o susurros que eran crisálidas custodiando las palabras apunto de salir al mundo…


Jilgueros. Foto, Paco Castillo.

El frío arrecia, es hora de meterse en la cueva y entregarse al sueño, esperando al día que habrá de llegar, cuando “la mañana aclare el cielo una vez más…”


Los dejo ya soñando, y les regalo una canción de Eivør, siempre Eivør… para su nuevo amanecer. Morning song.






miércoles, 15 de enero de 2020


Martín Fierro (1872), José Hernández (Argentina, 1834-1886)

Alianza Editorial, edición de 1985. Notas de Santiago M. Lugones. 286 páginas.







Martín Fierro, o como una historia infausta es contada de una manera bellísima, con una fuerza dramática muy envolvente, provocándome la misma sensación que al contemplar una gran tormenta estival, sobrecogido por la belleza trágica de ese cielo amenazador.

Sin embargo, he aquí la paradoja, tal vez sea su estilo lo que desanima a muchos lectores. Aunque seguramente sea el olvido, sin más.

Precisamente su estilo es para mí lo ideal. Es su forma, como poema narrativo, la que otorga a esta epopeya toda su intensidad, propiciando la fascinante cualidad musical que te llega al leer sus estrofas, como cantos o lamentos las más de las veces. Una prosa telúrica en donde la palabra muta también en imagen, al ser una narración en primera persona que te hace vivir y observar la figura de Martín Fierro (voz narrativa), tratando de encontrar “su lugar” en aquella época hostil. 






Un gaucho luchando contra la ingratitud de su existencia, derivada de las injusticias sociales. Vidas aguerridas por soportar esa geografía indómita que es el llano patagónico, de ahí lo telúrico; la influencia que tiene para el carácter de sus moradores la orografía que habitan.

No concibo de otro modo el estilo, será por la fuerza de la costumbre, pues retorno a Martín Fierro en ocasiones, como quien regresa a un lugar añorado.

Sirva un breve y explícito párrafo de la Wikipedia:

“Martín Fierro logra la interpretación sociológica de una época y de una sociedad, aúna lo lírico, lo descriptivo, lo satírico y lo épico, alcanzando los caracteres de una epopeya.”

Su autor, José Hernández, fue un criollo (argentino de raíces extranjeras; españolas, francesas e irlandesas, si no me equivoco) simpatizante del mundo gauchesco, con los que mantuvo una estrecha relación desde muy joven.


Fruto de esta inmersión en la realidad del gaucho, vería la luz una de las grandes obras maestras de la literatura latinoamericana y, por extensión, de la lengua castellana; “Martín Fierro”, corría el año 1872. 




Os hago un retazo de lo que acontece.

Entre las paredes de una pulpería, lo que vendría a ser una cantina, Martín Fierroal compás melancólico de su guitarra, recita a la concurrencia su errante y desgraciado periplo hasta recalar ahí. 


El gaucho es separado de su familia; mujer y dos hijos, a los que deja a su suerte en la modesta casa que habitan en tierras patagónicas. Ha sido reclutado forzosamente por el ejército argentino y destinado a las remotas fronteras para vigilar, y si fuera necesario combatir, a los indígenas, a quienes nunca consideró sus enemigos.


Su estancia acuartelada es un auténtico calvario, primero el propio reclutamiento, algo antinatural para un gaucho, hijos  como son de los horizontes inabarcables, del viento al que acompañan a los lomos de sus caballos, del silencio y la soledad, amigos inseparables de sus guitarras en las noches heladoras de la pampa, mientras acarician a su perro junto a una hoguera crepitando bajo las estrellas…



Es sometido a un régimen castrense que le sume en una profunda desesperanza. Arrancado de su mujer e hijos. Pasa hambre, es humillado, trabaja de sol a sol sin más recompensa que algún trago furtivo de licor. Además, él y otros gauchos son utilizados en beneficio propio de los oficiales, faenando en sus "chacras", es decir, en las fincas que poseen el general o comandante de turno. Tiranos y brutales en el trato. 

Después de tres años pasando incontables penurias se fuga. Regresa a su casa, en donde solo encuentra un lugar desangelado y entregado a los yerbajos. Ni rastro del hogar que guardaba en su memoria.



Es tenido por desertor y perseguido sin tregua. Intenta soportar la tristeza de alguna manera, se aficiona al trago en las pulperías, a la mala vida, mata a otros hombres en diversas afrentas, tratando de defenderse.

Pero en su fuero interno hay un ser que se rebela contra los abusos de poder que ha padecido.

En definitiva, intenta aplacar su sed de justicia, su dolor, clama su amor a la libertad, su dignidad como hombre, su devoción a los hijos, a su mujer…


Y si la guitarra no suena en el campo, lo hace el viento cimbreando las retamas...




Ya me conocéis, me suelo llevar libros al campo, en esos paseos, también solitarios, a los que me entrego con la devoción de un místico.


La última vez que llevé a Martín Fierro fue el invierno pasado, cuando ya agonizaba la estación para dar paso a una primavera enferma y mustia por la escasez de lluvia, aunque alguna hubo.




Estos páramos en los que paseaba son de escaso arbolado, de una vegetación rala y humilde, un paisaje casi desnudo. Siendo así, la lectura de Martín Fierro se hace todavía más penetrante y vívida.

Unos pocos árboles hay, claro, algunos chopos, fresnos, arizónicas silvestres, algún arce, moreras dispersas, etc. Lo que se aprecia con más abundancia son las retamas, e hileras de juncos en el cauce seco de un arroyo.

Yo iba por allí algunas mañanas, en ocasiones por la tarde, aún con esa claridad tibia antes del precipitado anochecer invernal.



Son unos campos que se acoplarían bien al espíritu poético del 98.

Muchas veces, andando por los caminillos desiertos y yermos, me he imaginado a Machado, a Unamuno, o Azorín... ensimismados pisando la menuda hierba aprisionada en la escarcha, apartando los guijarros con el pie, fijándose en las correntías a ver si encuentran alguna moneda antigua, en fin, cavilando sobre su existencia, pensando de modo poético en el transcurrir del tiempo y la vida.



Arriba con Unamuno ("Por tierras de España y Portugal"). Aquí con Azorín ("Pueblo"). Paco Castillo.


Ahí leo fragmentos de Martín Fierro, lo hago retratando al libro junto a la modesta flora que va surgiendo a mi paso. Arbustos discretos, flora invernal que gusta del silencio reinante en estos pagos.




Tengo suerte y puedo disfrutar la lectura en la serenidad del lugar. Unas líneas de Martín Fierro junto a las pasifloras, para oler la soledad de aquellos lejanos llanos patagónicos.


Otro párrafo junto a una retama que observo un tanto afligida, impregnándome de la angustia que asola al gaucho.


Con la aquiescencia del campo detengo la lectura, es bueno observar el entorno, el paisaje mustio, divisarlo con ojos de caminante; es decir, hay que mirarlo con palabras, con algunas que salen del corazón herido y justiciero de Martín Fierro.





No somos conscientes de la cantidad de veces que observamos un paisaje a través de las palabras, del pensamiento, más que con la mirada.


Al hacerlo así, el alma de libro se acomoda en las briznas de hierba, en las pocas hojas que permanecen en los árboles, en las retamas, en las urracas, en los juncos, en unos gorriones con el plumaje rechoncho por las heladas.


En todas estas cosas se asienta el espíritu de los gauchos, como Martín Fierro.




Gorriones molineros. Fotos, Paco Castillo.


Campos que se asemejan a una ausencia, y en cuya desolación es donde encuentro su belleza, por tanto no se hallará en el ánimo de todos, así que unos la ven y otros no.

Eso es Martín Fierro, una pasiflora rodeada de ausencia en estos páramos, sin miradas que la contemplen.

No sé muy bien porqué, pero leyéndolo me hizo rememorar mi niñez haciendo la catequesis, era lo que se llevaba antes, y hubiera sido bueno que en vez de darme un catecismo para empaparme de justicia celestial, me hubiesen puesto sobre las manos el Martín Fierro de José Hernández; aunque solo fuera para saber que la justicia tiene poco de divino, no mana del cielo sino de los hombres, con todo lo bueno y malo que conlleva. Y también que no es algo que te encuentres por ahí al nacer, pues es un logro erigido sobre la sangre de otros que lucharon por obtenerla, y que hay que continuar peleando cada día.

Regreso a la pasiflora, al campo... 

¿Quién iría a pasear a estos eriales ennegrecidos, envueltos en la niebla?

A mí me gusta vagabundear por esos parajes baldíos con un libro en la mano; pongamos el gaucho Martín Fierro, y hacer del silencio que nos rodea un refugio para sus palabras.



Para palabras como estas, al son de una guitarra que suena melancólica...





viernes, 10 de enero de 2020

Siento empezar así el año…







Jamás, desde que la Humanidad tiene registros históricos, hemos visto un incendio (incendios) tan devastador como el que está reduciendo a cenizas a Australia. Incluso los catastróficos y recientes fuegos en California, o los peores aún de la Amazonía, de una enorme extensión, se quedan en una menudencia comparado con lo que observamos en Oceanía.




Un continente que está en nuestras antípodas. Muchos pensarán que esa catástrofe es algo que nos queda demasiado lejos. 

Gravísimo error, las consecuencias están siendo tan apocalípticas, muchas ya irreversibles en tierra australiana, que las va a padecer el resto del planeta.


Sobre el terreno ya se están viendo datos terribles. Víctimas humanas fallecidas en el incendio. Miles de personas sin hogar.


Bosques prehistóricos, de incalculable valor ecológico, reducidos a ascuas.

Científicos cuantifican que la fauna australiana ha perdido cerca de mil millones, repito, MIL MILLONES, de diversos ejemplares, dramática es la situación del Koala y otras especies.
Unos datos que aporta la comunidad científica internacional para valorar la dimensión:

“El número de personas fallecidas está aumentando (25 en el último recuento) y todavía falta conocer el paradero de las personas desaparecidas. Solo en Nueva Gales del Sur se han perdido más de 1.500 hogares.

Los medios de comunicación hablan de una superficie afectada de 8,4 millones de hectáreas, un área del tamaño de Austria. Para tener perspectiva de la magnitud del problema, en los incendios masivos de la Amazonia en 2019 se quemaron 900.000 hectáreas, y en los incendios en California casi 800.000.

Ecologistas de la Universidad de Sídney estiman que casi 1.000 millones de animales han muerto, incluidos miles de koalas, que luchan por escapar.






Pues eso, 8 millones de hectáreas calcinadas, y sumando a cada segundo…





Mucha literatura actual en España, la que inauguró la cercana crisis económica, se hizo eco de la precariedad laboral, de los nuevos emigrantes del siglo XXI, etc. 

Ahí estaba el gran Chirbes y otros recogiendo el testigo de la situación para trasladarlo a la literatura, al fin y al cabo la narrativa es hija de su época, y se nutre de ella.


Pero creo que no tardando mucho empezará a surgir un tema literario de primer orden; “el cambio climático”.

Pues ahora mismo no hay mayor desafío para la humanidad que afrontar esa realidad, e intentar frenar el desastre que se nos viene encima, que ya está aquí, la verdad. Una degradación de la que somos responsables.



Aunque este problema no parece ser tal para tantos de nuestros políticos, tradicionalmente la derecha siempre ha intentado minimizar, cuando no ningunear la gravedad del asunto. 

Ahí tenemos las declaraciones de Isabel Ayuso, toda una presidenta de la Comunidad de Madrid, afirmando que "la contaminación no mata”, que la gente en Madrid no muere de esas cosas...

Un mentira tan descarada, grave y flagrante, que deja a la representación política de la Comunidad de Madrid en un espantoso ridículo.

La comunidad médica ya la ha puesto en su sitio, si no sabes de lo que hablas... mejor cállate.

Porque en Madrid todo es superguay y los coches han de tener prioridad sobre el medio ambiente y patatín, patatán…

Angustia me da que alguien así esté capitaneando el presente de Madrid.

Y aquí estamos, en la corrala ibérica, mirándonos el ombligo, echando el grito al cielo con no sé qué coaliciones, que si viene el comunismo, que si llega Vox y la ultraderecha, que si Sánchez miente, que si Casado miente el doble, que si Pablo Iglesias es un llorón, que si viva el Rey, que si viva la República catalana, ¡chimpún! etc, etc.

Todo eso es mierdecilla, sí, mierdecilla.

¿Qué es algo así cuando nos estamos muriendo lentamente de respirar puro veneno?

¿Cuando la tierra y el mar se están degradando hasta lo nunca visto?

¿Cuando están desapareciendo numerosas especies animales por la degradación ambiental?

¿Cuando están muriendo millones de personas a consecuencia del cambio climático (sequías, hambrunas, aires irrespirables, pérdida de ecosistemas, carestía de recursos naturales…)?

Bah, eso no importa.

Lo determinante para el futuro inmediato (siempre nos quedamos en lo inmediato), lo que importa ahora, es eso; los pactos de investidura, que si Cataluña exige esto, que si Vox denuncia aquello, que si Sanchez dijo, que si Casado no dijo…

Bla, bla, bla.

Mientras acabo de escribir esto, en los minutos que he estado redactando estas líneas, las hectáreas quemadas en Australia habrán aumentado a varios centenares más (tal vez miles). Y, muy lamentablemente, habrá crecido la cifra de víctimas humanas… La Tierra habrá enfermado más.