P. Castillo

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lunes, 18 de junio de 2018


Toda la soledad del mundo en la mirada de un hombre.






Buscando una información en internet, me topé con una serie de nombres, sin saber muy bien por qué, puse el cursor en uno de ellos… puede que me sonara a algo familiar, vete a saber. Una vez en esa web surgieron múltiples senderos que explorar, pero yo me fijé en otro nombre, Radio Atacama, allí me fui.

Abierta esa puerta me encontré con un pequeño enlace, entre los muchos que había, sobre cortometrajes… escogí dicha ruta.

Y di con esta maravilla. Una historia  verídica.


No es la ficción, sino la realidad, simple y cruda, la que siempre escribe el libro más extraordinario.

Cuando vi este documetraje sobre Benito Paften, él ya llevaba trece años viviendo en la absoluta soledad de una localidad deshabitada.

Lo crudo de ese abandono es que tuvo que hacerse con urgencia. La localidad es Pedro de Valdivia, en el desierto chileno de Atacama. Sus aguas se intoxicaron por la fuga en una planta de salitres cercana, por ello el rápido desalojo.

Muchas pertenencias de sus habitantes se quedaron ahí, petrificadas por el viento, la sal, y el silencio… solo roto por la música de una radio, la de Benito Paften.

No se trata de la soledad en una isla desierta, en donde la ausencia de civilización, de presencia humana, hace el olvido de todos y de todo más llevadero.

Aquí hay un pueblo entero, con sus casas, sus puertas entornadas, su escuela con los útiles escolares, el triciclo de un niño cubierto de polvo, algún juguete tirado por el suelo, zapatos… ventanas que el viento árido abre de golpe, y solo hay vacío por dentro y por fuera.

Pero Benito Paften sigue ahí, con su perro, y su radio… 


Quiero compartiros el texto que precede al cortometraje, resaltando lo que veremos a continuación, pertenece al poeta canario Francisco León. Sus líneas son, en sí mismas, otra joya.

Merece mucho la pena dedicar unos minutos a leerlas y, por supuesto, a ver este extraordinario documento. No puedo dejar de compartir algo así.


FRANCISCO LEÓN

La metáfora catastrófica de las ciudades o de los pueblos que, tras años de esforzado poblamiento, son de repente arrasados o maldecidos, nos avisa del destino incierto de la humanidad. El cine de ciencia ficción nos ha regalado toda clase de versiones al respecto, imaginativas unas, disparatadas otras, absolutamente intolerables la mayoría. La gran bomba, el virus mortífero o el maremoto moderno… todo vale para establecer el nuevo escenario, el escenario mental en el que un ser ha de recomponer los recuerdos, o por lo menos preservarlos para una refundación futura. 

Los colectivos humanos, por muy ideal que sea su convivencia, están avisados por los dioses de la fatalidad: nadie está a salvo de ser volatilizado, descuartizado, nadie puede apartarse de la ira de los hombres ni ignorar los designios divinos. Curiosamente, la metáfora segunda, engendrada a partir de la primera y establecida sobre un paisaje que agoniza resulta aún más abismal: las superruinas del nuevo Edén, el Edén en que la simbología de lo colectivo muta en una soledad casi mística y la comunicación del origen en un susurro lejano e incomprensible que viene desde el fondo fragmentado de la historia. 

Radio Atacama bordea, de la mano de su realizador, Víctor Cerdán, los círculos del infierno. En este caso, la metáfora del abandono y su trans-producto, las ruinas santas, no aparecen en la pantalla como la sombra de una ficción de cartón piedra. Pedro de Valdivia, aparte de un conquistador español empeñado en colonizar el vacío, es un poblamiento chileno situado en cualquier punto perdido del gran desierto de Atacama: una ciudadela sin rostro, triturada por las arenas y sin otro destino que una pausada oxidación. 

En 1996 las autoridades chilenas deciden evacuar este pueblo. Las aguas de Pedro de Valdivia han quedado contaminadas por una fuga en una planta de salitres muy próxima. Tras la evacuación, lo que queda en Pedro de Valdivia es ese tipo de silencio en el que tan sólo pueden sobrevivir los hijos de la locura. Grandes extensiones de tierras amarillosas, barracones destartalados, muros cuyos dientes se caen, casuchas podridas, torres de fábricas retorcidas, calles avasalladas por el polvo, sol aniquilador. 

¿Quién es el santo que guardará la memoria de los tiempos en que el hombre hollaba la esperanza en Pedro de Valdivia? Desde el fondo de un cuartucho desvencijado y herrumbroso asciende el soniquete de una radio de música moderna: es la respuesta que esperábamos —y que no se hace esperar—. Es el transistor que pertenece al único habitante de Pedro de Valdivia, Benito Paften, el encargado de guardar la memoria del mundo y, a la vez, si la ira del desierto no lo convierte en estatua de sal, el ojo que ha de ver la venida futura del Edén. 

Paften es el santo loco de Radio Atacama. Cerdán lo sabe, o por lo menos lo intuye. La respiración del santo se superpone al silencio atronador del desierto. Las escoriaciones de su rostro requemado son las llagas, los estigmas de su misión, y compiten, en el proceso de corrupción física, con los muros y las chapas de Pedro de Valdivia. Macrocosmos (poblamiento) y microcosmos (Benito Paften) y en medio, envolviéndolo todo el desierto de Atacama, uno de los más tristes y secos de la Tierra. 

El espectador en seguida se pregunta el motivo por el que Paften ha decidido permanecer en el vacío aterrador. 

¿Lo retienen los muertos, la propiedad de su casa, sus inútiles pertenencias? 

En realidad no hay nada material que ate a Paften al lugar. O por lo menos nada que, para nosotros, tenga un valor físico. 

La santidad en los desiertos exige un grado no pequeño de locura, de lo que los griegos llamaba hybris. Enfrentarse a los designios y los fatalismos que imponen los dioses entraña —visto desde fuera— la asunción de la locura. 

Para el espectador Paften está completamente loco, o por lo menos en vía de volverse chiflado. Vive en ese muladar porque el mismo se ha excluido. Para Cerdán, Paften bordea un espacio existencial entre la fantasmagoría, la disolución y la sacralidad. Cerdán sitúa a Paften entre una realidad que el ojo humano apenas puede abarcar —sólo la cámara logra sugerir las dimensiones de ese asombroso lugar— y que la mente se niega a comprender. Para Cerdán, Paften habita entre el cielo, ese cielo de espejismo envuelto en una música sinfónica, y la materia ruinosa que pugnará durante siglos por revivir o extraviarse del todo. 

La cámara no afirma ni niega, solo muestra; no se mueve, no busca, no pretende. Lo que aparece ha estado ahí desde tiempos sin fin. Cerdán se extasía, se queda paralizado ante lo que ve y no termina de comprender. El párpado se abre y aparece el drama de los dramas: ¿una momia humana? Nosotros, sin embargo, vemos a un descaminado, un pobre diablo a la deriva, alguien que no sabe. Cerdán ve al eremita, la oruga que un día se convertirá en radiante mariposa; hasta tal punto que, como en cierto cuentos de Borges, se podría afirmar que para Paften, Paften no existe.

http://miradasdoc.com/mdoc2014/?p=4966&lang=en

Os dejo con el reportaje, donde reina el silencio, apenas unas débiles palabras, las suficientes...


Radio Atacama (english) from Taifas Films on Vimeo.



domingo, 10 de junio de 2018


Pueblo. Azorín (Monóvar, 1873 – Madrid, 1967)

Colección Austral, impreso en Argentina, 1949. 148 páginas.



Sí, he leído a Azorín, ¿pasa algo?

Jaja.

Ignoro si el enjuto Azorín se hubiera extrañado de que alguien comience comentando uno de sus libros con esa chulería castiza.

La verdad es que sí se habría extrañado, no del macarrismo, sino de tener un lector, a día de hoy.





Mira por dónde, parece haber algún ligero repunte de sus obras en el mercado editorial, según compruebo. Tampoco para lanzar cohetes, sea dicho.


Irrumpo con esa boutade del principio para ilustrar el desencuentro del lector actual, no ya con Azorín, sino con tantos coetáneos suyos, sean sus colegas noventaochentistas u otras figuras del pasado literario español, sin remontarse mucho en el tiempo. 

El caso es que estas personalidades pretéritas, a tenor de sus escasas apariciones en los foros literarios (virtuales o no), brillan por su ausencia.




Aunque conviene hacer un inciso con Azorín. Es verdad que buena parte de la intelectualidad de su época le afeó el gesto de benevolencia que, ya en su madurez, mostró con el franquismo… no le perdonaron que el otrora joven de ideas anarquistas y libertarias, autor de notables e incendiarios artículos contra los estamentos más conservadores, desplegase una simpatía, puede que impostada y por ello patética, hacia la dictadura y sus correligionarios.

En vida del autor disminuyó drásticamente la lectura de sus obras, en cualquier género que se prodigase. Supongo que por entonces, con las heridas tan recientes, esa reacción de lectores anónimos y sobre todo de sus colegas (fueron los que más se alejaron), hasta cierto punto era comprensible.

Pero desde la distancia que supone leerlo en pleno siglo XXI, es saludable desprenderse de algunos prejuicios y centrarse en disfrutar su literatura, hacer mutis por el foro.




Tampoco comparto el viraje ideológico de Vargas Llosa y, no obstante, me entusiasman todos sus trabajos. Por cierto, ya que estamos con Llosa, el discurso que pronunció para su ingreso en la RAE (1996) versaba sobre la figura de… Azorín.

Aquí os dejo un fragmento:

-ELOGIO DE VARGAS LLOSA-

En opinión de Mario Vargas Llosa, que le dedicó su discurso de ingreso en la RAE —Las discretas ficciones de Azorín— en 1996, «Azorín fue un creador más audaz y complejo cuando escribía artículos o pequeños ensayos que cuando hacía novelas».

«La ruta de Don Quijote (1905) es uno de los más hechiceros libros que he leído. Aunque hubiera sido el único que escribió, él solo bastaría para hacer de Azorín uno de los más elegantes artesanos de nuestra lengua y el creador de un género en el que se alían la fantasía y la observación, la crónica de viaje y la crítica literaria, el diario íntimo y el reportaje periodístico, para producir, condensada como la luz en una piedra preciosa, una obra de consumada orfebrería artística», dijo entonces Vargas Llosa.



No es la primera vez que me encuentro con Azorín, había leído hace bastante tiempo otra novela suya, “El escritor”, una obra claramente autobiográfica en donde el protagonista, quien fuera insigne figura literaria, empieza a asumir el olvido de su obra y su persona, desgranando brillantes reflexiones sobre el sentido de su oficio y no exentas de cierto nihilismo. Una foto reciente del libro.




Así que… heme aquí, con este castigado ejemplar de “Pueblo”, como si abrir un libro de Azorín fuera un desagravio, o desacato a la modernidad, ese gran totem con sus luces y sus sombras, que siempre parece exigirte una prueba de claudicación hacia las flamantes novedades, ya sea en la ultimísima serie televisiva, lo último en prendas de moda, el gadget tecnológico más reciente… o lo último que causa furor en los escaparates literarios.


No predico ignorar la novedad literaria, cual dinosaurio, nada de eso. Yo mismo las he adquirido, anunciadas con toda esa pompa mediática que despliega la modernidad. Sin problema.

Pero es bueno que nuestra mente descanse de tanto estímulo novedoso, y serenarse con aquellas palabras que brotan de lo esencial, precisas porque describían una realidad no concernida por lo virtual, porque no se perdían en el laberinto de descifrar la multiplicidad de realidades que engendran hoy las nuevas tecnologías.




Entonces abres el libro, “Pueblo”, y Azorín se pone a escribir sobre una silla, que está en una austera casa labriega, hecha con tosca madera de pino, que tiene cuatro patas y un respaldo.

Y no le hace falta más a Azorín, pues de esa simple descripción material, configurando la imagen humilde de la silla, su prosa sobria, y sin embargo profunda, te lleva lejísimos de dicho artilugio, haciéndote contemplar el aposento, no ya desde las afueras de la casa pobre, sino fuera de este mundo, como si pudiese admirarse el vetusto mueble desde la enormidad rodeada de estrellas y planetas… pues ahí está otra de sus obsesiones, lo inconmensurable, la eternidad que envuelve nuestro paso fugaz por la vida.

Y bajo títulos tan poco pretenciosos como Casita, Costurero, Silla, Resplandor, Candil, Perro, Gallo, Ferial, Refranes, Cayado, Romero y niebla (…), y alguno grandilocuente; El mundoLa conciencia (…), su estilo conciso y cristalino inicia una exploración por el territorio insondable del existir, una visión que solo se deja  entrever para nuestra mirada actual, confusa de tanto impacto visual.





Desde esa descripción humilde de los objetos aludidos nos hace viajar hasta lo esencial, aquello formado por nuestro sedimento vital, cualquiera que sea esa esencia, materia que compartimos con todo lo que nos rodea.

Quienes curioseen  los estudios sobre su obra, encontrarán siempre la mención a su escritura elegante, y digo elegante por sencilla, y una enorme capacidad para observar las cosas,  como pone de manifiesto en esta obra breve. 




A él le gusta detenerse en lo nimio, en lo diminuto, en lo que en apariencia parece intrascendente, en todo lo cotidiano que la mirada suele esquivar… una toquilla, esa humilde silla de pino, una discreta ventanita por la que asomarse al campo yermo, un perro cojo, un gallo… y en la descripción elemental, nada minuciosa, de esas cosas animadas e inanimadas, intenta encontrar y revelar una significación profunda de la vida en el universo, y del universo dentro de la vida.



Otro dato significativo en la biografía de Azorín es su pasión por el cine, hasta el punto de dejar testimonios como este :

«No podré decir dónde encuentro mayor goce estético, si en el libro o en la película. (...) Dicen que el cine es el séptimo arte; yo digo, sin empacho, que es el primero»

(http://hispanoteca.eu/Literatura)

Una agradecida lectura, este Pueblo de Azorín, catalogada para mi extrañeza como novela, pues nada más encarar el libro constato que desestima muchos elementos típicos del género. No hay una trama al uso, es decir, una historia lineal, así que tampoco la secuencia ordenada de un inicio, nudo y desenlace. No existen personajes principales, más allá de los objetos descritos. Cada capítulo corresponde a un tema independiente del anterior, aunque obviamente existe una conexión sutil entre todos ellos, en última instancia reflejan la singular y contradictoria postura de Azorín, como intelectual y hombre de su época.


Esa es la grandeza de Azorín, el universo, misterioso e inabarcable, puede contemplarse desde un insignificante ventanuco labriego, incluso en esa tosca e indefinible pequeñez, frente al espacio, penetra un haz luminoso reflectando viejas telarañas, un rayo cálido que proviene de una remota estrella galáctica, el Sol.




¿Por qué habría de preocuparse el Sol realzando con su luz el desolado contorno de una ventanita labriega, situada a 149 millones de kilómetros del majestuoso astro?

Azorín no lo sabe. Nadie lo sabe.

Pero existe una íntima convicción en el escritor de acercarse más al enigma de todo lo que acontece fuera indagando en sus propios misterios como humano. 

Presiento que tiene una vaga sospecha de hallar en su espíritu alguna respuesta que despeje un poco más el reinante caos exterior, de desentrañar esa entropía universal que hace del desorden el estado natural de las cosas, y que el cerebro ordena mediante una serie de mecanismos tan elementales, y a la par complejos, como el principio de la forma sobre el fondo. Sin esta operación... todo sería flotar en el éter. De facto es así.




Dicho y hecho, musitaría Azorín asomado en su balcón madrileño, próximo al Congreso de los Diputados, bajo ese cielo velazqueño que solo contemplan los pintores y los poetas, más bello cuanto más se le ignora… pues eso, se dice Azorín, una hoja en blanco y a escribir(se).





El Mundo

"El éter; el éter, delgado, sutilísimo, impalpable; el éter que nos figuramos azul de día; de noche negro, intensamente negro. El éter que llena la inmensidad. En la inmensidad,  un puntito como una avellana; como un grano de mostaza; como una cabeza de alfiler. (…)



Rodando por los espacios infinitos. Hacernos la ilusión de que vemos a nuestro planeta desde lejos; desde una lejanía remotísima; confundido entre millares y millares de puntitos brillantes. Nosotros, en la noche, sentados no sabemos dónde; por la inmensidad el puntito refulgente de nuestro mundo. (…)

La angustia de vivir, nosotros, en esa cabecita de alfiler y estar lejos de ella; la sensación de tiempo y eternidad a la vez. El puntito del planeta que rueda y rueda por los espacios inconmensurables, sin que en toda su superficie haya una preocupación por nosotros, que le contemplamos en la noche, desde lejos, rodeados de oleadas del eterno éter.” (p. 17)