Toda la soledad del mundo en la mirada de un
hombre.
Quiero compartiros el texto que precede al cortometraje, resaltando lo que veremos a continuación, pertenece al poeta canario Francisco León. Sus líneas son, en sí mismas, otra joya.
¿Quién es el santo que guardará la memoria de los tiempos en que el hombre hollaba la esperanza en Pedro de Valdivia? Desde el fondo de un cuartucho desvencijado y herrumbroso asciende el soniquete de una radio de música moderna: es la respuesta que esperábamos —y que no se hace esperar—. Es el transistor que pertenece al único habitante de Pedro de Valdivia, Benito Paften, el encargado de guardar la memoria del mundo y, a la vez, si la ira del desierto no lo convierte en estatua de sal, el ojo que ha de ver la venida futura del Edén.
http://miradasdoc.com/mdoc2014/?p=4966&lang=en
Radio Atacama (english) from Taifas Films on Vimeo.
Buscando una
información en internet, me topé con una serie de nombres, sin saber muy bien
por qué, puse el cursor en uno de ellos… puede que me sonara a algo familiar,
vete a saber. Una vez en esa web surgieron múltiples senderos que explorar,
pero yo me fijé en otro nombre, Radio Atacama, allí me fui.
Abierta esa puerta
me encontré con un pequeño enlace, entre los muchos que había, sobre
cortometrajes… escogí dicha ruta.
Y di con esta
maravilla. Una historia verídica.
No es la ficción,
sino la realidad, simple y cruda, la que siempre escribe el libro más
extraordinario.
Cuando vi este documetraje sobre Benito Paften, él
ya llevaba trece años viviendo en la absoluta soledad de una localidad
deshabitada.
Lo crudo de ese abandono es que tuvo que hacerse
con urgencia. La localidad es Pedro de Valdivia, en el desierto chileno de
Atacama. Sus aguas se intoxicaron por la fuga en una planta de salitres
cercana, por ello el rápido desalojo.
Muchas pertenencias de sus habitantes se quedaron ahí,
petrificadas por el viento, la sal, y el silencio… solo roto por la música de
una radio, la de Benito Paften.
No se trata de la soledad en una isla desierta,
en donde la ausencia de civilización, de presencia humana, hace el olvido de
todos y de todo más llevadero.
Aquí hay un pueblo entero, con sus casas, sus
puertas entornadas, su escuela con los útiles escolares, el triciclo de un niño
cubierto de polvo, algún juguete tirado por el suelo, zapatos… ventanas que el
viento árido abre de golpe, y solo hay vacío por dentro y por fuera.
Pero Benito Paften sigue ahí, con su perro, y su
radio…
Quiero compartiros el texto que precede al cortometraje, resaltando lo que veremos a continuación, pertenece al poeta canario Francisco León. Sus líneas son, en sí mismas, otra joya.
Merece mucho la pena dedicar unos minutos a
leerlas y, por supuesto, a ver este extraordinario documento. No puedo dejar de
compartir algo así.
FRANCISCO LEÓN
La metáfora catastrófica de las ciudades o de los
pueblos que, tras años de esforzado poblamiento, son de repente arrasados o
maldecidos, nos avisa del destino incierto de la humanidad. El cine de ciencia
ficción nos ha regalado toda clase de versiones al respecto, imaginativas unas,
disparatadas otras, absolutamente intolerables la mayoría. La gran bomba, el
virus mortífero o el maremoto moderno… todo vale para establecer el nuevo
escenario, el escenario mental en el que un ser ha de recomponer los recuerdos,
o por lo menos preservarlos para una refundación futura.
Los colectivos
humanos, por muy ideal que sea su convivencia, están avisados por los dioses de
la fatalidad: nadie está a salvo de ser volatilizado, descuartizado, nadie
puede apartarse de la ira de los hombres ni ignorar los designios divinos.
Curiosamente, la metáfora segunda, engendrada a partir de la primera y
establecida sobre un paisaje que agoniza resulta aún más abismal: las
superruinas del nuevo Edén, el Edén en que la simbología de lo colectivo muta
en una soledad casi mística y la comunicación del origen en un susurro lejano e
incomprensible que viene desde el fondo fragmentado de la historia.
Radio
Atacama bordea, de la mano de su realizador, Víctor Cerdán, los círculos del
infierno. En este caso, la metáfora del abandono y su trans-producto, las
ruinas santas, no aparecen en la pantalla como la sombra de una ficción de
cartón piedra. Pedro de Valdivia, aparte de un conquistador español empeñado en
colonizar el vacío, es un poblamiento chileno situado en cualquier punto
perdido del gran desierto de Atacama: una ciudadela sin rostro, triturada por
las arenas y sin otro destino que una pausada oxidación.
En 1996 las
autoridades chilenas deciden evacuar este pueblo. Las aguas de Pedro de
Valdivia han quedado contaminadas por una fuga en una planta de salitres muy
próxima. Tras la evacuación, lo que queda en Pedro de Valdivia es ese tipo de
silencio en el que tan sólo pueden sobrevivir los hijos de la locura. Grandes
extensiones de tierras amarillosas, barracones destartalados, muros cuyos
dientes se caen, casuchas podridas, torres de fábricas retorcidas, calles
avasalladas por el polvo, sol aniquilador.
¿Quién es el santo que guardará la memoria de los tiempos en que el hombre hollaba la esperanza en Pedro de Valdivia? Desde el fondo de un cuartucho desvencijado y herrumbroso asciende el soniquete de una radio de música moderna: es la respuesta que esperábamos —y que no se hace esperar—. Es el transistor que pertenece al único habitante de Pedro de Valdivia, Benito Paften, el encargado de guardar la memoria del mundo y, a la vez, si la ira del desierto no lo convierte en estatua de sal, el ojo que ha de ver la venida futura del Edén.
Paften es el santo loco de Radio
Atacama. Cerdán lo sabe, o por lo menos lo intuye. La respiración del santo se
superpone al silencio atronador del desierto. Las escoriaciones de su rostro
requemado son las llagas, los estigmas de su misión, y compiten, en el proceso
de corrupción física, con los muros y las chapas de Pedro de Valdivia.
Macrocosmos (poblamiento) y microcosmos (Benito Paften) y en medio,
envolviéndolo todo el desierto de Atacama, uno de los más tristes y secos de la
Tierra.
El espectador en seguida se pregunta el motivo por el que Paften ha
decidido permanecer en el vacío aterrador.
¿Lo retienen los muertos, la
propiedad de su casa, sus inútiles pertenencias?
En realidad no hay nada
material que ate a Paften al lugar. O por lo menos nada que, para nosotros,
tenga un valor físico.
La santidad en los desiertos exige un grado no pequeño
de locura, de lo que los griegos llamaba hybris. Enfrentarse a los designios y
los fatalismos que imponen los dioses entraña —visto desde fuera— la asunción
de la locura.
Para el espectador Paften está completamente loco, o por lo menos
en vía de volverse chiflado. Vive en ese muladar porque el mismo se ha
excluido. Para Cerdán, Paften bordea un espacio existencial entre la
fantasmagoría, la disolución y la sacralidad. Cerdán sitúa a Paften entre una
realidad que el ojo humano apenas puede abarcar —sólo la cámara logra sugerir
las dimensiones de ese asombroso lugar— y que la mente se niega a comprender.
Para Cerdán, Paften habita entre el cielo, ese cielo de espejismo envuelto en
una música sinfónica, y la materia ruinosa que pugnará durante siglos por
revivir o extraviarse del todo.
La cámara no afirma ni niega, solo muestra; no
se mueve, no busca, no pretende. Lo que aparece ha estado ahí desde tiempos sin
fin. Cerdán se extasía, se queda paralizado ante lo que ve y no termina de
comprender. El párpado se abre y aparece el drama de los dramas: ¿una momia
humana? Nosotros, sin embargo, vemos a un descaminado, un pobre diablo a la
deriva, alguien que no sabe. Cerdán ve al eremita, la oruga que un día se
convertirá en radiante mariposa; hasta tal punto que, como en cierto cuentos de
Borges, se podría afirmar que para Paften, Paften no existe.
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Os dejo con el reportaje, donde reina el silencio, apenas unas débiles palabras, las suficientes...