P. Castillo

Safe Creative #1802170294390

lunes, 18 de septiembre de 2017


La Montaña del León. Mustapha Tlili (Túnez, 1937)

Libro. Muchnik Editores, 1996. Traducción de Fernando Meler. Ilustración de cubierta: Dos hombres en un paisaje. Óleo sobre tela de Rufino Tamayo. 167 páginas.




Dos libros en tres meses (y unos poquitos textos de poesía). Exiguo balance lector para tan largo paréntesis blogero.

Cosa inaudita si comparo con pasadas épocas estivales. Una concatenación de factores, más el calor implacable que  llevo tan mal, han rebajado mi ímpetu.

Con tal sequía literaria había que afinar en la elección. Y la jugada salió bien.

Eso sí, tiene bemoles que para hacer más soportable la canícula me refugiase en un libro cuyo escenario es… el desierto norteafricano. Y sin salir de África también me adentré en el segundo. De ese ya os contaré.

No me ha ido nada mal en anteriores incursiones narrativas a los desiertos, aún recuerdo “El viajero de la noche” (Maurizio Maggiani), cuyo protagonista evoca desde el bellísimo desierto de Hoggar, en Argelia, su periplo geográfico y existencial.

Quiero empezar por el autor, Mustapha Tlili, porque es un escritor valiente, prueba de ello es que la publicación de este libro fue prohibida en Túnez, su país natal, dominado por el clientelismo y una lacerante corrupción en la década de los 80, y esta obra se editó en el año 88. A las élites políticas de entonces les debió escocer, y mucho, como quedaron retratados los cuerpos de seguridad del estado, las clases dirigentes e incluso una figura tan venerada como la de los imanes. Tlili no dejó títere con cabeza.

Otro dato relevante es que esta novela fue ganadora en Francia del Prix Femina, galardón que tiene un origen interesante.


La Montaña del León.

Texto de la contraportada:

"¿Cuántos años hace que, con la sola compañía de Saad, su viejo sirviente negro, en su casa que se erige en medio de la estepa, Horia El-Gharib, casi adherida a los muros de la terraza, contempla la noche que se cierne sobre la Montaña del León? La luz viaja sobre las rocas color ocre y la arena incandescente. Siempre igual, nunca igual. Desde esa montaña de leyenda, conquistada por sus antepasados, la paz del crepúsculo llega hasta cada uno de sus cansados músculos. Sus hijos se han marchado al mundo: uno, a una América inconcebible; el otro, a una guerra por la libertad. Esa luz vespertina sobre la montaña es todo su consuelo, una promesa de serenidad que se cumple cada tarde. Para siempre. Pero no, Horia se equivoca. Falta muy poco para que ya no pueda ver la montaña, que desaparecerá detrás de un complejo turístico. Horia y Saad defenderán la montaña a punta de metralleta."

Para la vieja y orgullosa Horia, mujer que infunde en sus vecinos tanta admiración como recelo, contemplar la Montaña del León, la mole majestuosa erguida en la desolada aridez, es una necesidad vital como alimentarse,  o tomar su delicioso té con menta.





Cuando su mirada acuosa se clava en aquella Montaña solitaria está ante la memoria de sus antepasados. Jornada tras jornada, a la caída de la tarde, cuando los violentos rayos del sol están desfalleciendo, la vieja apoya su cuerpo menudo en el muro de su blanquísima casa encalada… Y se entrega a lo único que da sentido a su ya larga existencia, apreciar la gran silueta rocosa.

Es una suerte de ritual sagrado, pues la lejanía le devuelve, con esa tonalidad azul pálida de las formas distantes, el recuerdo de sus dos hijos, vivos pero separados por miles de kilómetros, oye retumbar los pasos de sus ancestros, cuando estos formaban parte de antiguos y gloriosos imperios que hundían sus raíces en Al-Ándalus.





La imponente presencia parece un desafío a ese mundo de formas indefinidas y temblorosas que habitan el desierto. Es su Montaña, es su vida. En el reino absoluto de la nada que es el desierto, la visión de la Montaña lo es todo.

Al menos para Horia y, en menor medida, para su fiel ayudante Saad.

El nubio Saad también muestra un profunda admiración por Horia, mujer férrea. El mismo respeto que todos le profesan en el poblado. Ella solo espera morir, pero eso no significa claudicar… nunca se ha doblegado ante nadie, ni siquiera en el brutal patriarcado de los hombres que moran en el desierto. Todos, incluido el Imán, admiran explícita o implícitamente a esa mujer que hace lo que dice.

Sin embargo un conflicto de proporciones desconocidas se está gestando al margen de las miserias y alegrías del poblado. Dos realidades antagónicas; la modernidad y la tradición, que tienen un complicado encaje en este rincón olvidado del mundo.

Esa es la columna vertebral que sostiene la narración de M. Tlili. Dos entidades divergentes que en esta historia constituyen un violento choque de trenes.

Los tentáculos de la modernidad se asoman por el horizonte, y son de hecho una seria perturbación para Horia. No es una fundamentalista religiosa ni nada parecido, eso del “progreso” le traería sin cuidado si no supusiera una amenaza directa, pero lo es. 
No se quedará mirando a las musarañas como el resto. No está en su ADN.

Las autoridades de la región, altos oficiales del ejército e incluso el Imán, se han percatado del magnetismo que desprende la Montaña del León, pues de unos pocos años a esta parte, grupos de turistas franceses, ingleses y alemanes se escapan de sus refugios en la costa tunecina para recalar en este lugar engullido por el desierto…

Llegan para inmortalizar con sus cámaras fotográficas a la montaña, altiva en medio de ningún lugar.

Afluencia que no ha pasado desapercibida para los caciques regionales y sus acólitos. Huele a dinero, ya se frotan las manos. La maquinaria de la corrupción está en marcha, es imparable.

Necesitan la colaboración del poblado para determinadas infraestructuras. Hay que comprar al Imán, solo él puede convencer a los vecinos de esa aldea insignificante, donde Horia tiene su hogar, de los beneficios económicos que para el pueblo supondrá… la construcción de un centro turístico, pero no un complejo cualquiera, una monumental edificación justo enfrente de La Montaña del León.





Sí, se alzará nada menos que en la trayectoria, la única posible, que los ojos de Horia recorren cada amanecer y atardecer para encontrarse con su montaña, que es su memoria, que son sus recuerdos a través del tiempo, que son sus antepasados, que son sus seres queridos, que es su vida.

Todos en la aldea irán cediendo. Todos en la aldea saben que no será así con la vieja Horia y ese loco de su ayudante, Saad, casi tan viejo como ella. No cederán, y es algo que exaspera profundamente a la comunidad, no digamos ya a las autoridades locales, echan humo.

Dicen en voz alta los aldeanos que la vieja está loca. Pero esos mismos, en el silencio de la noche, cuando la soledad es un refugio seguro, dicen otra cosa… que la locura no puede nublar el juicio de quien desprecia el dinero en favor de su dignidad. Saben, aunque lo callarán, que la única causa justa es la de Horia y Saad. Saben que todo lo demás, incluidos ellos, son la verdadera locura.

Horia y Saad no dejan de mascullar, angustiados e incrédulos por la que se avecina. No salen de su asombro al pensar que ni siquiera la II Guerra Mundial, tan devastadora, pudo reducir a escombros su venerada Montaña, y ahora ese lugar sagrado está apunto de recibir la mayor humillación que cabría imaginar; convertir al guardián de sus antepasados, en donde está escrita la propia historia de la aldea, en un grotesco reclamo comercial invadido por una masa de intrusos, hordas de turistas desvirtuando el misticismo de aquella cima. Así lo sienten Horia y Saad.

Y lo que es peor, la megalomanía de esos potentados hará que el mamotreco de hormigón tenga tales proporciones que mutile para siempre la contemplación de esa belleza idílica, privar a Horia del único consuelo que le queda en la vida. Es como quedarse ciega.





“El vasto espacio que mediaba entre Horia y la Montaña permanecía intacto, virgen de cualquier cultivo, vacío de toda construcción antes de la tragedia que cuenta este relato.
Vista desde la casa de Horia El-Gharib, sin impedimento del menor obstáculo, natural o no, la Montaña era de una belleza inagotable.” (p.18)

Horia y Saad, a estas alturas del camino, y con más arrugas que la propia montaña, no tienen nada que perder. El bueno de Saad conoce un zulo cercano, donde hay unas pocas armas de la II Guerra Mundial, él mismo las utilizó en la contienda, oxidadas pero funcionan…

Es evidente que M. Tlili ama su desierto tunecino, y en ese sentido su prosa es como el paraje que admira; sobria, sencilla en su complejidad, desnuda de artificios, por tanto predomina la descripción, zigzageando entre lo poético y lo filosófico pero sin resultar un híbrido extraño, pues nunca perdemos la sensación de estar leyendo una novela. Pero también es como Horia, una escritura que fluctúa según el ánimo de la anciana, una prosa con nervio, vivaz y frenética, y vuelve a bajar decibelios cuando se diluye en la melancolía que embarga a la protagonista.

De todos los alicientes que tiene este libro para brindarte una lectura enriquecedora, yo me quedo con el magnetismo que provoca un entorno como el desierto, escenario rico en metáforas, y resulta paradójico ante la aparente desnudez que muestran.

Sintiéndome tan bien en los ambientes más húmedos, entre el verdor y la lluvia, amante de los otoños, también del invierno…  siempre sucumbo a la fascinación del desierto, su visión me conmueve.

Será porque acaparan de forma grandiosa los dos elementos que determinan el inicio y el ocaso de nuestra existencia; la luz y la oscuridad.

Una luz inabarcable durante el día. Tanta claridad despliegan los desiertos que parecen el lugar en donde nace la luz del mundo.

Y después una oscuridad igualmente contundente durante la noche, como si quisiera negarnos la existencia de todo.




Excepto de las estrellas, pero esas llevan ahí ni se sabe…