P. Castillo

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jueves, 21 de enero de 2016

Guerra y lenguaje. Adan Kovacsics (Santiago de Chile, 1953)

Libro. Editorial El Acantilado, primera edición, 2007. Ensayo. 160 páginas.






Ayer terminé este libro del chileno Adan Kovacsics, si alguien no conoce al autor es posible que se cruzara con su nombre sin advertirlo, pues quien haya leído a algunos de los escritores húngaros o en lengua alemana que forman el catálogo de la editorial Acantilado, o la editorial Minúscula, lo ha hecho gracias a las excelentes traducciones al castellano de este autor, nacionalizado español e hijo de inmigrantes húngaros.

El debate suscitado en cuanto a la reducida capacidad que tiene el lenguaje para representarnos la realidad ya tiene un largo recorrido histórico. La filosofía y la literatura, entre otras disciplinas, han reflejado ampliamente dicha cuestión.

En el transcurso de la cultura europea se han sucedido casos relevantes de intelectuales muy críticos contra el modo de entender el lenguaje y, sobre todo, contra las formas de “pervertirlo” para originar un discurso dominante, y crear corrientes de opinión conniventes con las esferas del poder económico y político.
Bajo el título de “Guerra y lenguaje” Kovacsics ha desarrollado cuatro interesantes ensayos, cuyo contexto abarca, mayoritariamente, el espacio geopolítico de la Europa Central durante la I Guerra Mundial:

Crisis del lenguaje
Matuschka
Guerra y lenguaje
Danubio

Uno de los escenarios principales a donde nos adentra la obra es la  Viena de dicho período, concretamente al Cuartel de Prensa creado por el ejercito austro-húngaro, allí trabajaron escritores elaborando propaganda que ensalzara el esfuerzo de los soldados en el frente. Todo un organigrama para revestir de heroicidad a aquellos seres pusilánimes que morían en el frente sin gloria alguna, a los altos mandos, etc.

También nos presenta diferentes episodios de esta problemática de la lengua, por ejemplo la relación traumática que algunos escritores han tenido con el lenguaje, o la crítica de otros denunciando su manipulación, como si se experimentase con un animal de laboratorio para comprobar sus efectos en terceros, en el estamento periodístico y político. Críticas de algunos escritores hacia aquellos colegas que pusieron su pluma al servicio de la infame propaganda bélica.

Si uno reflexiona sobre la naturaleza de las guerras, la historia que las contempla, constata que las grandes contiendas necesitan crear previamente un discurso ad hoc, no tanto para justificarse ante el mundo, pues todos saben que los señores de la guerra ni tienen ni necesitan justificación, como para crear el mayor números de acólitos en la sociedad, pues de ella misma se nutre la maquinaria belicista.



Es ahí donde interviene el lenguaje, y los que mejor saben persuadir con él son, sin lugar a dudas, los escritores.
Se crea una retórica que tiene el esperpéntico fin de elevar la mentira a la categoría de axioma, de premisa que por considerarse evidente se asume sin necesidad de demostrarla.
En dicho sentido, ¿Os suena la Guerra de Irak y sus armas de destrucción masiva? Lo menciono ya que aparece en el libro como moderno paradigma del tema que nos ocupa.

Y nos viene a la memoria la “opereta” de Colin Powell ante la ONU, mostrando unas fotografías “manipuladas” de “fábricas de armas”, “enclaves estratégicos en el área oeste”, depósitos de arsenales en la región sur” del territorio enemigo. Digo manipuladas porque luego se comprobó que los encabezados de las fotos no se correspondían exactamente con las imágenes (lo refleja Kovacsics). El caso era sencillo, los encabezados (titulares) de las fotos ya estaban creados antes de las propias fotos, de tal suerte que la cuestión no era buscar un título para cada fotografía, sino preparar una fotografía para cada titular. Así funcionan las guerras, todo empieza con una mentira, la historia está escrita con montones de ellas.

En cuanto a las crisis de algunos intelectuales con el lenguaje, extraigo del libro el caso de Ingebor Bachmann (contiene algunos más), una célebre poeta austriaca, para muchos la más brillante de su generación, que padeció una verdadera crisis de identidad literaria, hasta el punto de abandonar este género (se centró en la narrativa, sobre todo), y de considerar la poesía, supongo que su poesía, una vía muerta para la expresión del lenguaje.
Veamos lo que dice referente a un poema «Ihr Worte»  («Vosotras las palabras») :

“Lo escribí después de que durante cinco años no me atreviera a escribir un poema, no quisiera escribir ninguno, me prohibiera crear una estructura llamada poema. No tengo nada en contra de los poemas, pero debe imaginar usted que de repente una lo puede tener todo contra ellos, contra cada metáfora, cada sonido, cada obligación de juntar palabras, contra ese gesto absoluto y dichoso de hacer aparecer palabras e imágenes. Que dan ganas de asfixiarlo para volver a revisar qué hay en ello, qué es, qué debería ser. Todavía sé poco sobre los poemas, pero a lo poco que sé pertenece la sospecha. Sospecha bastante de ti misma, sospecha de las palabras, del lenguaje, me decía a menudo, profundiza en la sospecha para que algún día pueda surgir, quizá, algo nuevo. Si no, que no surja nada más" (p. 31).




Pero el pasaje del libro que me ha resultado más fascinante tiene que ver con las referencias a dos autores, el austríaco Karl Kraus y el alemán Walter Benjamin, feroces acusadores del maniqueísmo de la prensa, especialmente K. Kraus, por la vil instrumentalización del lenguaje.
También K. Kraus es al que más párrafos ha dedicado Kovacsics, muy merecidos sin duda.
La reacción de ambos intelectuales frente a las proposiciones de colaboracionismo con el ejército austro-húngaro fue el silencio como respuesta intelectual. Mal entendido por algunos coetáneos y críticos al interpretar con ello irresponsabilidad cívica, ausencia de compromiso, encubrimiento, entre otras afirmaciones.

En alusión a la alianza entre lenguaje y guerra, nos apunta Kovacsics unas consideraciones que esclarecen la posición de K. Kraus y W. Benjamin :

(…) se había producido una avalancha de un determinado lenguaje, que exigía una respuesta precisa. Expresarse en contra sin más no era tal vez la fórmula más adecuada. Habría significado añadir una voz más al discurso. La percepción a la que se debía el silencio  era que hasta el eje de la lengua se había movido. Callar debía definirse, en consecuencia, como la respuesta de quien se apartaba ante el alud. (…)
El silencio: el lugar donde se guarda y se protege el verbo ante el arrasamiento, el cajón donde se esconde el tesoro ante las tropas (p. 70).

En sus escasas apariciones públicas Karl Kraus (siempre fue un azote para las instituciones del poder), se expresaba en estos términos, en donde el silencio era una reacción al:

 «Tiempo ruidoso que retumba por la horrenda sinfonía de los actos que generan informaciones y de las informaciones que generan actos»

Y denuncia la alianza entre escritura y guerra de esta manera tan poética:

«Las plumas se sumergen en sangre y las espadas en tinta»

O alude a la relación entre palabra y acción (acción bélica):

«Quien alienta las acciones, profana la palabra y la acción y es doblemente despreciable. La vocación a ello no se ha extinguido. Los que ahora nada tienen que decir, porque la acción tiene la palabra, siguen hablando. Quien tiene algo que decir, ¡que dé un paso al frente y calle! (p. 70).

K. Kraus mencionará la figura de Henrich Heine como ejemplo del uso literario que repudia, es decir la literatura entregada al discurso periodístico. Si bien, reconoce la  genialidad del poeta alemán.
En el libro también se menciona a Stefan Zweig y Rainer Maria Rilke, ya que ellos si pusieron su talento a trabajar para El Cuartel de Prensa del ejército austro-húngaro, sea por sus convicciones personales, o sin ellas, suponen la antítesis de lo que pensaban y hacían K. Kraus y W. Benjamin, para quienes ponerse al servicio del ejército era como claudicar ante la mentira por antonomasia, la guerra. En una época en la que el pacifismo era mal visto y censurable no se amilanaron en defender su ideal.

Otro nombre célebre que acapara algunas líneas es ludwig Wittgenstein, aunque el filósofo vienés si participó en la Gran Guerra, de hecho se alistó voluntario, fue plenamente consciente de la banalización rápida e imparable que el lenguaje estaba padeciendo como consecuencia de doblegarse ante la guerra. Desde esa conciencia angustiosa L. Wittgenstein escribe su Tratactus, centrándose en el sentido que tienen las palabras y su uso u omisión en el lenguaje, una obra que sigue la estela de K. Kraus, autor a quien el propio L. Wittgenstein admiraba y leía profusamente.

Hay párrafos que no me resisto a mostrarlos:

"El periodismo se ha apropiado de la literatura, constata Kraus. Y la guerra se apropia del primero y, de paso, también de la creación literaria. La campaña militar necesita exaltadores, divulgadores y portavoces, necesita la propaganda, necesita a los escritores. La literatura debe convertirse en medio. El fin: la difusión positiva del esfuerzo bélico propio (y de sus razones) y la negativa del ajeno. (…)
Previa a la palabra existe una voluntad, que declara qué es lo bueno y qué lo malo, quién es el amigo y quién el enemigo, (…)"
(p. 80).

O este otro:

"Una guerra es, además de sus actos y sufrimientos, un torrente de palabras. Quien lo percibe no puede menos de sentir un escalofrío. A la crueldad se suma la frivolidad verbal, que impregna hasta a quien la escucha, mancha incluso a quien piensa sobre ello" (p. 124).

Entre pasaje y pasaje salgo a dar un paseo y me pongo  a pensar sobre la asociación del lenguaje y el discurso político. No tardo en encontrarme con ciertas "señales" :



¿Es eso lo único que nos piden los políticos para votar? Poca actitud reflexiva nos reclaman. Y con poco parece que nos conformamos.


Extraigo un mensaje claro en este ejercicio de reflexión que supone  leer estos valiosos ensayos; las palabras tienen la capacidad de “encajarnos” en su realidad cuando quien las utiliza es un mero propagador de conceptos ( esto no es otra cosa que una persona indiferente a la cultura, los libros, el saber…), y hay que fijarse bien en esto, las palabras han de tener un sentido para la realidad que salga desde nuestro pensamiento, desde nuestra reflexión, uno ha de ser sujeto activo con el uso del lenguaje, debe de haber un diálogo interno y fluido entre nuestra mente y nuestro lenguaje, la incomunicación de ambos nos suele convertir en seres teledirigidos, más de lo que ya estamos.

Los políticos se han apropiado el discurso social… “Los españoles han hablado en la urnas…”, “Los españoles han dicho que quieren el consenso político”, “Los ciudadanos han apostado por las políticas sociales…”. Eso dicen todos los políticos.

Pero me temo que millones de españoles no han dicho absolutamente nada, solo han recorrido unos centenares de metros hasta el colegio más cercano, han depositado unas papeletas en las urnas, y se han largado de ahí, de la misma forma mecánica con la que han acudido, sin más.
Si los políticos se apropian con tanta facilidad de nuestro discurso tal vez sea porque no tengamos ningún discurso… Solo unos centenares de metros que recorrer, de ida y vuelta.


sábado, 9 de enero de 2016

Julio Cortázar  CLASES DE LITERATURA   Bekerley, 1980.
Edición y prólogo de Carles Álvarez Garriga
Libro. Editorial Punto de Lectura, 2014 Alfaguara Grupo Editorial. Imagen de cubierta: Cortázar en Bekerley, 1980. Foto de Carol Dunlop. 305 páginas.








Imaginad que tenéis la oportunidad, apelando a vuestra imaginación, de meteros en la piel de un estudiante en  la Universidad de Bekerley, para asistir a un curso universitario sobre literatura que impartirá Julio Cortázar durante dos meses, allá por 1980.

Pues esas experiencias, la convivencia en las clases con sus alumnos, las preguntas que éstos le hacen, las respuestas que él da… o lo que se le ocurre comentar sobre el jazz, la política, su obra o su vida está fielmente reflejado en este emocionante libro, y cuando digo fiel no bromeo:

ALUMNO: ¿ Y Luis Buñuel? No ha hablado nada de Buñuel.

- Mira, la lista de las personas de quienes no he hablado parecería la guía de teléfonos de Oakland. Claro Buñuel… Vi que en el campus dan estos días La edad de oro.

ALUMNO: Esta noche.
  
- ¿Esta noche? Ojalá estuviera yo aquí esta noche porque creo que la volvería a ver por décima o vigésima vez (p. 272).

Quiero que este comentario empiece  ya a tomar cuerpo con esta anécdota, la cita Cortázar en relación al componente fantástico en la literatura:

“(…) el desconcierto que me produjo una vez que le presté una novela a un compañero de clase a quien quería mucho.
Debíamos tener doce años y la novela que le presté (…) me había dejado absolutamente fascinado, una de las menos conocidas de Julio Verne El secreto de Wilhelm Storitz (…)
Se la presté a mi compañero y me la devolvió diciendo: «No la puedo leer. Es demasiado fantástica», me acuerdo como si me lo estuviera diciendo en este momento. Me quedé con el libro en la mano como si se me hubiera hundido el mundo, porque no podía comprender que ése fuera un motivo para no leer la novela” (p. 50).

Los que denostan el cuento, porque su método de pervertir y fantasear con la realidad les resulte poco serio, han de saber que muchas veces es la clave más seria concebida por el autor para situar la realidad y, claro está, revelarse ante ella. Él lo sintetiza así:

(…) no acepto nunca ese tipo de fantasía, de ficción o de imaginación que gira en torno así misma y nada más (…)
La fantasía, lo fantástico, lo imaginable que yo amo y con lo cual he tratado de hacer mi propia obra es todo lo que en el fondo sirve para proyectar con más claridad y con más fuerza la realidad que nos rodea (p.108).

De ese sentimiento devastado que refería Cortázar en la anécdota de su infancia se desprende, al menos para mí, la actitud ideal de un lector, alguien que no pretende del libro que sea éste quien se adapte a su cosmovisión, no, lo fascinante del libro es aceptar su invitación y adentrarte en la propuesta de realidad que te ofrece.

Hay muchas reflexiones que hacer según vas leyendo.

A veces la “realidad” que muestran determinados periódicos o medios de comunicación, es mucho más fantástica que el relato más delirante de Cortázar.
La inmersión de lo fantástico en la realidad y viceversa le sirve a Cortázar para cuestionarse (y cuestionarnos) la inapelable racionalidad y pasividad con la que asumimos la realidad, el estado de cosas que nos es dado por decreto, como dogma indiscutible.
Y sin embargo lo metafísico convive con lo lúdico en su obra sin aparentes fricciones, se entremezclan y retroalimentan. El juego, desde su infancia, ha sido un factor determinante en la vida del autor.
Así pues, la lectura atenta de sus historias siempre premian al lector con un mensaje valioso. Unos textos de corta extensión que preceden a una profunda reflexión, a mí eso me resulta una experiencia intelectual muy excitante.

Cortázar también reivindica la legitimidad que ampara al escritor para no confinar su creación literaria a los límites del compromiso ideológico, o político, si no lo siente así. Aboga por la literatura, ante todo, como un espacio en donde el autor, desde su intimidad, ha de dar rienda suelta a su imaginación, creatividad e intelecto sin que tales aspectos tengan por qué estar supeditados a ensalzar un ideal político.
Afirma que en primer lugar la escritura es una manifestación cultural al servicio de la libertad creadora del autor. Ahora bien, cada uno es libre de tomar partido con su escritura según le dicte su conciencia, Cortázar mismo se mueve en ambas posiciones, igual que la mayoría de escritores. La escritura es, como tantas cosas, un estado de ánimo.

Y me gusta que deje las cosas claras en esta cuestión, ya que tengo la impresión de que algunos autores, a la mínima oportunidad, se suben la carro de agitador de opiniones (algo muy válido cuando se asume sin imposturas), sobresaliendo más el ruido mediático que la sinceridad… En mi mente tengo algún escritor, de reconocida calidad, que suele meterse en estos berenjenales para generar cierta expectación, podría nombrar a M. Houllebeck, por lo demás un excelente escritor. Ahí lo dejo.

Dice el amigo Cortázar que algunos de sus cuentos más memorables han surgido en momentos de absoluta distracción, de estar ensimismado mirando al infinito mientras iba en el metro, por ejemplo.

En ese “no estar en el tiempo”, en el mundo aparte que usa como refugio, desde el cual observa, siente, toca, huele y escucha, ya está empezando a escribir un cuento.
Y me pongo a pensar en esto, pues ¿Quién no busca un “pasadizo secreto”, como hacíamos de niños, para huir del tiempo? ¿Acaso no es la escritura un pasadizo secreto? ¿O soñar? ¿O leer? ¿O…? Pasadizos secretos, no dejemos de buscarlos.

Por lo tanto se nos presenta una obsesión universal, planteada desde la innumerable diversidad cultural que nos conforma, pero siempre centrada en un mismo hecho para todos, el transcurrir del tiempo. Algo a lo que nuestro autor argentino ha conferido esa “denominación de origen cortazariana” tan genuina a través de su obra. Y cita su relato “La Isla del Mediodía” como un magnífico exponente de esa obsesión.

Habla de sus cuentos realistas, nunca pueden quedarse en la mera anécdota, han de llevar al lector mucho más allá del escenario que le presentan. Para ello pide al lector que lo analice, lo piense, lo viva por debajo. En definitiva refleja la actitud que debería adoptar cualquier lector, la que supongo que adoptamos todos.
La literatura, en todas su variedades, es fascinante por la forma imprevisible con que alumbra esas recónditas oscuridades que tiene la vida. Un cuento o relato de Cortázar lo puede hacer con una fuerza demoledora, porque con casi nada se revela casi todo.

No soy muy lector de novela negra, pero recuerdo una entrevista a Maj Sjöwall en la que afirmaba, más o menos, que la escritura de este género le ha hecho entender, mejor que cualquier disciplina, el carácter y la naturaleza de sus compatriotas suecos. Salvando las distancias, algo así se puede decir con la obra del argentino y de muchos más.

Cortázar, que no deja de sorprenderme en este libro, cuenta que en su escritura se suceden dos niveles paralelos; los aspectos estrictamente literarios (personajes, voz narrativa, el mensaje, la historia, etc) y, a la vez, su escritura se desliza en un nivel más profundo que de forma implícita llega al lector… Porque todos tenemos un sentido del ritmo, más o menos desarrollado, que está ahí. Hablamos de la musicalidad, el otro plano de su escritura. Pero, advierte, no se refiere a esa musicalidad que buscaban los escritores del pasado, o los poetas simbolistas, mediante repeticiones de vocales, aliteraciones o rimas internas. Nada tiene que ver con eso según Cortázar:

"Estoy hablando de una prosa en la que se mezclan y se funden una serie de latencias, de pulsaciones que no vienen casi nunca de la razón y que hacen que un escritor organice su discurso y su sintaxis de una manera tal que, además de transmitir el mensaje que la prosa le permite, transmite junto con eso una serie atmósferas, aureolas, un contenido que nada tiene que ver con el mensaje mismo pero que lo enriquece, lo amplifica y muchas veces lo profundiza.
(…) de una manera que por ejemplo me lleva a no poner coma donde cualquiera que conozca bien la sintaxis y la prosodia la pondría porque es necesaria. Yo no la pongo porque en ese momento estoy diciendo algo que funciona dentro de un ritmo que se comunica a la continuación de la frase y que la coma mataría" (p.151).

Hay otra palabra omnipresente en este libro, el Humor. Cuyo importancia ensalza Cortázar y le otorga el valor que muchos críticos y autores le han escatimado.
Y asiento convencido ante tal consideración. No es ninguna nadería el humor. ¿Por qué? Si con sentido del humor la humanidad está como está… ¿Os imagináis dónde estaríamos sin él? Da miedo siquiera pensarlo.
Por eso aplaudo que dicha palabra atraviese desde la primera a la última página. Me ha provocado el efecto de contemplar un arcoíris de un extremo al otro del horizonte.
Deja clara la distinción entre comicidad y el humor, algo que no tengo que explicar pues todos conocemos perfectamente la amplitud y el sentido de uno y otro.

Os pongo un fragmento:

ALUMNA: Habló de la música y el humor juntos, y me gustaría saber qué influencia hay de Boris Vian en su escritura.

- Hoy es el día de las muy buenas preguntas (…). No creo que se pueda hablar de influencia; cuando comencé a leer a Boris Vian creo que estaba viendo mi camino con suficiente claridad como para hablar de influencias. (…) Desgraciadamente murió muy joven (…). Durante mucho tiempo nadie lo tomó en serio; es lo que pasa con los humoristas: la gente tiende a no tomarlos en serio hasta que finalmente un día descubre que en el fondo ciertos humoristas estaban hablando mucho más en serio que muchos escritores autocalificados de serios.
(…) paralelamente con poemas comenzó a escribir novelas. Escribió cinco o seis en donde la influencia de la música – comprendo el sentido de su pregunta- y específicamente del jazz es muy fuerte.
Era músico de jazz, tocaba la trompeta y si lo buscaran podrían conseguir un disco en el que toca la trompeta con una formación de jóvenes de su tiempo en París; por cierto que tocaba muy bien y cultivaba un estilo tradicional, el llamado Dixieland. (…) hospedó en su casa, se hizo entrañable amigo de músicos como Louis Armstrong al que cita tantas veces en sus obras.

Desde su visión de la literatura Cortázar invitaba a sus alumnos a fijarse en el valor humorístico que atesoraban algunos escritores, como su colega francés, aunque sea humor negro, humor es.

Pensarán algunos que han sobrevivido bien sin apenas sentido del humor, que han llegado en perfecto “estado de salud” hasta dónde están. Yo me pregunto si tal hazaña no se debe, en un porcentaje importante, a estar rodeados de personas que sí lo tenían, a buscarlo incluso de forma inconsciente. Es más, creo que el sentido del humor ha curado en este mundo tantas, o más, dolencias que los propios antibióticos convencionales.

Fijarse en lo leído, que decía Cortázar.

Leer es hacer un alto en el camino y pensar en el trayecto recorrido, y en los itinerarios que se abren ante nosotros conforme avanzamos. Leer para hacerse preguntas, también así, afirma Cortázar, concibe la literatura.








Otro aspecto excitante ha sido descubrirnos que hay detrás de una novela como “Rayuela”, que impulsos motivan la creación de los “Cronopios”.

Y probablemente suceda que después tengas una gran tentación de leer (o releer) esas obras. Sobre todo cuando descubres que la particular naturaleza de esas propuestas no son consecuencia de sesudos experimentos metaliterarios (como hacía Unamuno, por ejemplo), sino que responden a situaciones mucho más triviales de lo que algunos imaginan, lo que no implica que el proceso pasara por ciertas fases de complejidad.

Afirma el autor que utilizó la creación de Rayuela, entre otras cosas, para cuestionar las pautas convencionales que rigen nuestra vida y ordenan nuestra realidad. Su personaje, Oliveira, fue un vehículo perfecto.
Y todo en esta novela pasa por el tamiz crítico del autor. Sin ir más lejos la cruzada que emprende Oliveira contra el idioma estandarizado, aquel que está colonizado por incontables “muletillas” para moldear la realidad según el interés de instituciones, gobiernos, etc.

Hasta que punto una lectura como Rayuela tiene sentido, valor y profundidad en su contenido.

En este orden de cosas pienso que leer para encontrar una justificación de nuestro parecer es lícito, todos lo hacemos. Pero leer para que te cuestionen y desordenen tu realidad no solo es aconsejable, es además necesario para someterte a una saludable “descontaminación intelectual”. Hay que abrir las ventanas del cerebro para airearlo. Entregarse exclusivamente a todo aquello que te justifica, aparte de aburridísimo, empacha el ego, lo sobrealimenta.

Por eso me resulta imposible escribir sobre un libro (leerlo) sin aludir a otras cuestiones más allá de la historia que nos cuenta. ¿Cómo disociar un libro de la vida?

Fijaros que curioso, escribo los párrafos de arriba, cuando aún no había concluido el libro, quedaba muy poco, y unas páginas más adelante me topo, mira por dónde, con esta afirmación de Cortázar:

(…) el autor de Rayuela es un escritor que pide lectores cómplices; no quiere lectores pasivos, no quiere el lector que lee un libro y lo encuentra bueno o malo pero su apreciación crítica no va muy lejos y se limita simplemente a aprovechar todo lo que el libro le da o a sentirse indiferente si el libro no le gusta, pero sin tomar una participación más activa en el proceso mismo del libro (p.222).


Un título muy recomendable, un libro en el que se capta muy bien la humildad con la que se veía a sí mismo Cortázar, siempre reticente a las medallas y los honores, una persona algo tímida y solitaria (pero no distante en el trato) que sentía pudor, y cierto asombro, cuando se referían a él como genio de la literatura.
Uno de los intelectuales más cultos de su generación que nunca alardeó de ello. Eso sí, admite haber perdido la cuenta de los libros que ha leído en su vida, pero cree que antes de los treinta ya eran más de mil. En todo caso hay en la mirada de Cortázar, en su prestancia, una aureola que irradia sencillez. Y no es casual porque la genialidad suele brotar de lo más sencillo.

Bueno, ¿Qué me han transmitido todas estas páginas?

Pues el día en que la lectura me parezca mero entretenimiento, no constituya para mí un hecho vital, un lugar en donde no quepa la posibilidad de soñar despierto, un acto que prive a la imaginación de emprender un viaje fantástico, que trascienda esta espesa y previsible realidad que me constriñe, entonces los libros habrán perdido, al menos para mí, parte de su alma, leer será una acto ausente de emoción, carecerá en gran medida de sentido.

Necesito que Cortázar me tienda una mano, o Maupassant, o Monterroso, o Oscar Wilde, Saint- Exupéry, o…

Necesitamos, seamos conscientes o no, que a través de sus relatos nos rescaten de la fealdad de este mundo, respirar fuera de esas boinas contaminantes que nos rodean y asfixian, surcar el mar y llegar a una isla misteriosa, que un niño nos rescate en mitad del desierto, atravesar la nieve y, por qué no, las estrellas.

Yo sé que CUENTO con un refugio allá… en algún lugar, en algún libro.