P. Castillo

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martes, 28 de junio de 2016

Retrato del artista adolescente. James Joyce ( Dublín, Irlanda, 1882 – Zúrich, Suiza, 1941)



Libro. Título original: A portrait of the Artist as a young man. Edición: Biblioteca El Mundo,  2002. Traducción: Dámaso Alonso. Prólogo de Eduardo Chamorro. Narrativa, 306 páginas.





El entusiasmo de Laura (blog U-TOPÍA) por el escritor James Joyce motivó mi retorno a este viejo “conocido”, el entrecomillado significa que atribuir "conocido" peca de presuntuoso, pues solo he leído, y hace demasiados años, un título del célebre irlandés, “Dublineses” , y fuera a causa de mi insolencia veinteañera, o vaya usted a saber, el caso es que esos relatos no me dejaron gran poso.

De las sinergias que se generan entre los diferentes blogs siempre se obtienen jugosas recompensas, aparte de autores recién descubiertos, son un acicate inmejorable para reavivar viejos idilios literarios que dormitaban en la memoria, o alientan un intento de reconciliación ante el desencuentro que supuso este o aquel libro.

Y las segundas oportunidades hacia un libro ya casi olvidado pueden ser sorprendentes, no tanto por el libro, pues sus expresiones son las mismas, sigue con los puntos y las comas exactamente donde estaban, como por tus experiencias vitales acumuladas con los años, éstas despojan a las palabras de aquella ingenuidad con la que uno se asomaba al mundo, y la lectura se abre ante ti con otras sendas que explorar. Un libro no tiene edad pero te hace repensar la tuya.

Para situarnos extraigo un fragmento del conciso prólogo que hace, para esta edición, Eduardo Chamorro:

"La primera novela de James Joyce, Retrato del artista adolescente, también es, además de la más legible, ya que aún no se lanza abiertamente a explorar los límites del lenguaje para reconstruir lo que le rodea, la más autobiográfica, porque nos conduce por el Dublín donde vivió este orfebre de la palabra. El portentoso escritor irlandés retrata la niñez y la mocedad de Stephen Dédalus, un rebelde apegado a la vida pero que quiere alejarse de su familia, su religión y su patria."

Igual que ocurrió en la vida del autor, nos mostrará la vicisitudes de Stephen Dédalus en el opresivo entorno de un colegio jesuita y su vida familiar en Clane, un pueblo situado a treinta y pocos kilómetros de Dublín. Y las descripciones de las campiñas, los acantilados, las apacibles casitas ornamentadas con rosas, la fragancia de la tierra empapada de lluvia, los frescos atardeceres costeros, el trayecto del lechero por las solitarias carreteritas… son deliciosas.




“Trabó amistad (Stephen) con un chico llamado Aubrey Mills y fundó con él en la avenida donde vivía una cuadrilla de aventureros. (…)
La partida realizaba incursiones en algunos jardines de solterona o bajaba al castillo y libraba batallas en las rocas erizadas de hierbajos para regresar por fin a su casa como cansados vagabundos, con las narices llenas de los olores fermentados de la marisma y las manos y los cabellos impregnados de espesos jugos de algas de mar.” (p.77)

Los olores del pueblo.

“Había en la capilla un frío olor a noche. Pero era un olor santo. No era el olor de los aldeanos viejos que se ponían de rodillas a la parte de atrás en la misa de los domingos. Aquél era un olor a aire, a lluvia, a turba, a pana.” (p.23)




Paradójicamente para asimilar la incandescencia de este espíritu adolescente que nos presenta Joyce, viene bien el ánimo reposado que dan los años, pues cuando uno está sumergido en plena vorágine de una realidad nunca termina de verla.

No voy a descubrir nada si digo que el pensamiento de Joyce resulta tan desconcertante como compleja es su personalidad, impresiones que ya manifestaron sus propios colegas de profesión, fueran contemporáneos o actuales. Incluso obras consideras con un grado de complejidad menor, como ésta, te exigen que no vayas con el “paso cambiado” a la hora de leer, si te descuidas lo mínimo es factible perder la sintonía con Joyce.

Joyce no escribe considerando el entendimiento del lector como una prioridad. Lo diré de otra manera, Joyce no ha desarrollado su personaje, el adolescente Stephen Dedalus, para epatar con el lector, o generar complicidad con él, no.

Joyce no va al encuentro del lector, esa no es su cruzada, Joyce va el encuentro de sí mismo. El carácter autobiográfico de la narración, pero sobre todo, su tono introspectivo ya adelantan la idea de un libro que el autor escribe para él, para “leerse” él. De nuevo, la escritura como catarsis de quien escribe.

Así que la andadura por esta obra está lejos de ser un camino de rosas… a pesar de que las haya en las casitas de los caminos, las de Clane, su pueblo.





Siendo así, no me extraña que muchos lectores al abrir un libro de Joyce estén a la defensiva, y esa fama de escritor difícil puede erigirse como un muro entre el autor y sus potenciales lectores. También esa dificultad puede ser un tentador incentivo para  otros.

Lo que está fuera de duda es la contradicción y el desconcierto de Joyce respecto a cuestiones como la religión, institución que para un irlandés de entonces  equivalía al resto de cuestiones; identidad nacional, política, cultura, visión del amor, etc.

Tales contradicciones joycianas tan pronto le llevaban a exaltar con sincero fervor religioso las grandes proclamas del catolicismo para, después, abominarlas.

Estas fricciones existenciales forjaron su imagen de escritor, persona en definitiva, complejo. Para que cada lector saque sus conclusiones, ahí están sus obras. Realmente uno suele verse así mismo, en lo esencial, no muy diferente de los demás. La marejada ideológica de Joyce, fruto de su aparente incoherencia, me hace pensar en él como un auténtico intelectual, aquel cuyo pensamiento, lejos de estancarse, fluye por no aferrarse al dogmatismo, y el dudar hasta de sí mismo.

Por tanto no solo voy a referir el desafío intelectual que plantea su lectura, también el físico… 

Porque, oye, adentrarte en la aridez de ciertos pasajes joycianos cuando la canícula exterior marca 35 grados positivos a la sombra, os confieso que acelera la deshidratación, uno suda lo suyo para salir, sin la mente descolocada, del intrincado mundo que constriñe los anhelos y angustias de Stephen.




Retornando a la obra, es evidente que hay una equidistancia insalvable entre el hecho religioso del que participa Joyce, a través de su alter ego, Stephen Dédalus, y mi postura sobre dicha cuestión, situada en las antípodas de cualquier exaltación divina.

No siento implicación hacia la vehemencia religiosa que rezuma parte de esta narración, el énfasis con que se expresa Joyce en el terreno religioso, que sucumbe a un estado de paroxismo en ciertos pasajes, me ha exigido buenas dosis de voluntad, ya que no he leído estos párrafos someramente.

Y es que en tales escarceos de catolicismo ambivalente, ahora a favor de la corriente, ahora en contra, residen algunas claves para entender, al menos en parte, la dificultad de este escritor, a juicio de muchos estudiosos, y por extensión el significado de su obra. No procede ningunear esas líneas, conviene escarbar en la tierra para llegar al cofre.

Además, sitúan el contexto social de aquella Irlanda de principios del s. XX, profundamente arraigada a su fe católica, y aún hoy, pues muchos irlandeses se apoyan en esta heterodoxia; la Irlanda católica frente a la Inglaterra protestante para acentuar lo diferencial, lo que les separa frente a sus vecinos, y convertirlo en valor sui géneris del ser y el sentir irlandés.








Retrato del artista adolescente es un libro fundamental en este sentido, pues aquí ya tenemos al imberbe Stephen Dédalus despertando a los primeros embates de la vida, dando los pasos iniciales que acabarían llevándolo desde este libro hasta la obra cumbre del irlandés, Ulises. Así que acompañar a Stephen en la senda iniciática que va de un libro a otro, cuando ya nos encontramos al otrora mozalbete convertido en un joven escritor, puede redundar en una lectura más vivificante de sus libros posteriores.


Un estamento tan arraigado en la cultura irlandesa como los colegios o internados  católicos, que suelen ser castillos y abadías de una belleza apabullante, son sin embargo escenarios sombríos de puertas adentro. Joyce refleja el ambiente opresor y dominante que los rectores mantenían con los estudiantes, quienes vivían bajo el temor de ser castigados con dolorosos varetazos, para escarnio público, al menor indicio de desacato o simple holgazanería. Algunos fragmentos describiendo el pavor del estudiante ante el inminente correctivo, y las secuelas posteriores, son sobrecogedores, Joyce logra que sienta los dedos de Stephen, amoratados y entumecidos por los golpes, como si fueran los míos.

Es en la parte central del libro cuando llegamos a esa exaltación religiosa, al paroxismo que apuntaba más arriba. Stephen se ha entregado a los placeres del sexo con una prostituta, él nada menos, un alumno modélico en muchos aspectos. El sentimiento de culpa, tan siniestramente instaurado por las escrituras judeocristianas, será un peso insoportable para el devastado Stephen, se entrega a todo tipo de ensoñaciones y desvaríos, se contempla rindiendo cuentas el día del juicio final, se consume de horror imaginando los eternos sufrimientos que le esperan en el infierno. Y uno acaba algo exhausto leyendo esos textos enardecidos, cuesta mantener la atención. El juicio de Dios (admito mi tentación de escribirlo en minúscula, pero respeto el texto) sobre los acólitos, sean pecadores o buenos cristianos, atenaza el alma de Stephen… y yo leo algo exasperado, quiero respirar…




Pero extraigo una lectura, valga la redundancia, de estas páginas, y es hasta que punto el hecho religioso penetra en alma de un país y dirige sus pasos. Inquieta pensar en ello.

Es significativo que Joyce, este católico irlandés al menos en apariencia, no exalte las mieles que esperan a los elegidos al paraíso, de eso nada, el escritor se recrea en los tormentos infinitos del infierno, en el sufrimiento eterno que espera a los que ultrajaron a Dios. 

De tal forma, y esto es relevante, que Joyce parece manifestar lo que en realidad nutre el corazón de los fieles, “los hijos de Dios”, no es la bondad desinteresada hacia el prójimo, el amor sincero, sino el inmenso pavor que albergan estas almas ante las cuentas que tengan que rendir el día final. Así que la religión adoctrina a sus súbditos bajo la amenaza de un sufrimiento sin fin, a quien ose traicionar a Dios, el “Todopoderoso” que también resulta “Todobondadoso”. 

Pero, se preguntaría Joyce, ¿Cómo puede existir dentro de lo Todopoderoso lo Todobondadoso? ¿Uno no excluye a lo otro? Esos viejos axiomas, mejor aún, los misterios del Señor, supongo.





Con toda esta convulsión actual del Brexit británico, su salida de la Unión Europea mediante el referéndum, leo estas líneas del libro, que Joyce escribió en 1914, y constato estupefacto que era un visionario:

“Dédalus, usted es un ser antisocial, un ser envuelto en su propio egoísmo. Yo no. Yo soy demócrata y he de trabajar en favor de la libertad social y de la igualdad  de clases y de sexos en los Estados Unidos de la Europa futura.” (p.213)

Ahí queda eso. Los clásicos nunca pierden actualidad.

Llegamos al cándido protagonista.

Stephen Dédalus es un alma transida por la duda… Andar libremente los caminos al son de los grandes poetas, y dejarse llevar por la visceral pasión del amor, o postrarse al gran señor en una existencia de acato y juramento. Más aún, porque llega a ser una posibilidad plausible para el joven, convertirse en ministro de la iglesia y contemplar él mismo al rebaño arrodillado ante sus pies. 

La idea le seduce, pero el dulce gusto de ese poder es tan efímero como larga es la oscuridad en el claustro año tras año. Asomarse al acantilado y pensar en lo terriblemente difícil que es vivir mientras contempla, no sin envidia, la facilidad con que las golondrinas abandonan un hogar para habitar otro que, a su vez, quedará desolado cuando asome el gélido invierno… el otoño es una suerte que disfrutan los meridionales, cruzando el océano en compañía de las nubes.

“Descorazonado, levantó los ojos hacia las nubes que derivaban lentamente como vellones marinos. Viajaban a través de los desiertos del cielo, como un ejército de nómadas en camino; viajaban por encima de Irlanda, con rumbo a Occidente. Y Europa, de donde venían, yacía, lejos, al otro lado del mar de Irlanda; Europa, la de las extrañas lenguas, con sus valles y sus bosques y sus ciudadelas, con sus razas dispuestas y atrincheradas.” (p. 201)




Y a raíz de este párrafo, yo que observo tanto al cielo, me acuerdo perfectamente de algo peculiar que ocurrió hace años; se cubrió todo el cielo de nubarrones con ese tono gris antracita que anuncia lluvia inminente, fue mirar al cielo y de repente advertí una gota de lluvia, una solamente, un segundo antes de estrellarse en mi rostro, reitero lo de una gota, porque hasta varios minutos después no cayeron las restantes. Al menos no las vi mientras caminé un buen trecho. 

Y me quedé tan alucinado por esta gota errabunda que, al contemplar el nubarrón, me preguntaba que porción de mar viajaba sobre mi cabeza; si llueve con tormenta estival ¿Me empaparán las gotas del Mediterráneo, las del Atlántico robadas en los peligrosos caladeros del Gran Sol, del mar de las Azores? 

¿ A qué lugares irá ese vapor de mar? 






Tendría que recitar algún poeta, me digo, que la lluvia al empaparte la piel es el mar acariciándote. Si llueve en estos días veraniegos saldré a que me acaricie el mar, seguro.

El escritor, pertinaz observador de nuestras miserias y grandezas, contrarresta esa claustrofobia del internado católico con el afán de camadería que reina entre los muchachos, a pesar de las rencillas inevitables entre adolescentes. De esta manera el libro exhala ese aire quieto y viciado del internado, y nosotros respiramos también.

Pero ¿qué digo yo? Lo que acabo de indicar en el párrafo superior, esa respiración saludable del libro, lo vuelve a repetir Joyce de una forma que ya no admite superación por ninguna otra… La lluvia.




Desconozco si otros lectores de la obra habrán reparado en ello, pero la lluvia es la gran salvadora de Stephen, de James Joyce y de mí mismo.
Cuando se barrunta la tragedia, y también después… la lluvia aparece providencial.

Llueve en la narración, en el rostro de Stephen, en el de Joyce, y por supuesto en el mío. Llueve en el corazón angustiado del propio libro. La Lluvia, que limpia el ambiente de impurezas, siempre retorna triunfal cuando parece que todo se aviene a la fatalidad. No sé si Joyce introduce estos fragmentos de forma deliberada, para que su escritura, en creciente tensión, se diluya al son de las gotas y su repiqueteo, cuando lentamente se escurren de la hojas al finalizar el chaparrón, y es que en el libro, como en la vida, después de la tempestad vuelve la calma.

Sí, creo que la lluvia la han inventado los irlandeses para escribirla:

“Cuando el malestar hubo pasado, caminó con dificultad hasta la ventana (…) La lluvia había cesado y entre movibles masas de vapor de agua, la ciudad estaba hilando de luz el delicado capullo de una neblina amarillenta. El cielo estaba tranquilo y tenía una vaga luminosidad. Y el aire resultaba grato al pulmón como en una arboleda bien calada a chaparrones. Y, en medio de aquella paz de las luces temblorosas y la quieta fragancia de la noche, Stephen hizo un pacto con su corazón.”




Y me animo con otro, más olor a tierra mojada, así aprovecho esta palabra que ya puse alguna vez, y encuentro tan bella; geosmina (del griego «aroma de la tierra»), esa sustancia química que determinadas bacterias y hongos, a ras del suelo, desprenden y se hacen perceptibles con la tierra húmeda, al llover por ejemplo.

"Los árboles del parque estaban cargados de lluvia. La lluvia caía incesante sobre el lago, gris como un escudo de metal. Pasaba una manada de cisnes, y el agua y la margen estaban manchadas de un légamo blancuzco y verdoso. Y, ellos, se abrazaban dulcemente excitados por la luz pluviosa y gris, por los árboles húmedos y silenciosos, por la presencia del lago" (…)




Si la lectura de un libro, éste u otro, se convierte también en un reto intelectual, como señalaba al comienzo, llegar a su última palabra, “FIN,” proporciona una sensación de dulce victoria, pues salir bien parado del lance, no digamos ya si es con Joyce en pleno estío, sienta de maravilla al ego lector… Para que nos vamos a engañar.




Ah, he ojeado el tiempo para estos días… dan lluvia en Irlanda, que se preparen los poetas.



miércoles, 8 de junio de 2016

El balcón en invierno. Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948)


Libro, Maxi Tusquets editores, 2016. Ilustración de la cubierta: Francisca y Luis hacia 1965. Archivo familiar de Luis Landero. 245 páginas.







El que este pequeño tesoro, El balcón en invierno estuviese apretujado en la impersonal estantería de un supermercado hace que me interrogue, con más incredulidad si cabe, por qué un libro así estaba en un lugar como ese y, lo más inaudito, por qué yo fui a un lugar como ese a buscar un libro así.
Ya que después de darle muchas vueltas a la cabeza, una vez leído, creo que no fui allí a llenar la cesta de la compra… algo me dice que en realidad fui a por el libro.

Ya veis, el flechazo por un libro puede suceder en un entorno tan opuesto al encanto de una librería como es una gran superficie comercial, de cuyo nombre, francés para más señas, no quiero acordarme… Parafraseando el comienzo de una ilustre obra que todos sabemos como empieza, de forma literal, y casi ninguno como acaba…

Así sucedió con este ejemplar, cuando andaba haciendo el acopio mensual de mis bebidas de arroz, pues hace años que no tomo leche de vaca (pero sí Kéfir de cabra… manías mías).

Me topé con dicho título, y decidí librarle de soportar por más tiempo la horterada del hilo musical, un híbrido de géneros tecno-disco que no es ni lo uno ni lo otro.

Aunque  también puedes sacudirte estas estridencias escuchando una suerte de jazz chill out, bastante agradable, cotilleando en las tiendas de complementos del hogar, pertenecientes al imperio textil del magnate gallego que ya todos conocemos por estos lares, una música cuyo efecto relajante no me incentiva a comprar, sino a sentarme sobre uno de esos cojines bordados con medias lunas orientales y escuchar la música, sea como sea uno no aguanta mucho por estos sitios, por aquí sí...






El libro tuvo un elemento determinante para atraer mi atención, la fotografía de la portada, es el propio Luis Landero, antes de cumplir los veinte años, acompañado de su abuela, Francisca, esmerada contadora de cuentos. Fue cruzarse en mi camino y no pude resistirme a tomarlo  entre mis manos, e ignorar las demás estanterías.

Yo hago muchas fotografías, cuando me encuentro con algunas viejas instantáneas (qué paradoja, viejas instantáneas…) de personas, observo con fijeza la expresión de sus rostros, de sus ojos, qué sé yo… todos lo hacemos.

Especialmente reparé en la mirada de la abuela Francisca, que parece estar ausente, lejísimos,  de ese momento petrificado ( imaginad ya de este), como si estuviese perdida en recuerdos remotos, como si esa mirada no quisiera recrearse en aquel presente (ya pretérito) y buscase con ansia el retorno hacia tales recuerdos, instantes de vida que el tiempo no puede convertir en polvo, porque aquellos aromas, voces, sonidos, imágenes, etc, siguen tan nítidos en su ser como lo fueron hace, quizás, setenta años, qué cosas…

Rememorar una pequeña escena infantil que, a lo mejor, duró cuatro minutos, (perseguir un polluelo de gorrión, escuchar el sonido de la locomotora aproximarse, el bullir de una cafetera y el aroma del café, quien sabe) setenta años después, sin perder ni un detalle de lo que aconteció en esos cuatro minutos… sí, setenta años después, qué cosas…

¿Tiene esa mirada de anciana setenta años?

¿Tiene edad esa mirada…?

¿Qué misterio encierra esa mirada que retorna a no se sabe dónde?





Prefiero imaginarlo a la certeza de saberlo, es mucho más bonito, y la palabra “bonito” es aquí perfecta, la utilizan los niños.





Luego me centré en la contraportada y empecé a leerla, un minuto después la bebida de arroz, las conservas de atún, el papel de cocina y el detergente para la lavadora me importaban un carajo, los necesito claro, pero no me provoca ningún sentimiento tenerlos.

El libro era otro asunto, considerándolo ya mío, sentía cierta excitación y un hormigueo en el cuerpo anticipando momentos de grata lectura. Veamos el apremio por llevármelo, dice así la contraportada:


“Este libro es la narración emocionante de una infancia en una familia de labradores en Alburquerque (Extremadura), y una adolescencia en el madrileño barrio de la Prosperidad. Es también el relato –sincero, humorístico, siempre bellísimo- de por qué oscuros designios del azar un chico de una familia donde apenas había un libro logra encontrarse con la literatura y ser escritor. Y de sus vicisitudes laborales en comercios, talleres y oficinas, mientras estudiaba en academias nocturnas, empeñado en ser un hombre de provecho, tal como le prometió a su padre, pero dispuesto a tirarlo todo por la borda y vivir como artista de la guitarra (así como suena, fue guitarrista profesional). Y en ese universo familiar, entre la sombra, entre la sombra ominosa del padre exigente y el apoyo de una madre comprensiva, entre los cuentos orales de la abuela Francisca y los ingeniosos proyectos del primo Paco, surge un divertidísimo caudal de historias en el que se reconoce nuestro pasado reciente.

Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) se dio a conocer en 1989 con “Juegos de la edad tardía” (Premio de la Crítica y Nacional de Narrativa 1990). Traducido a numerosas lenguas, Landero se ha convertido ya en uno de los más destacados narradores españoles de las últimas décadas.”


Tenemos ya una idea de lo que encontraremos, la propia historia de Landero, la niñez en su familia de labriegos, en esa tierra humilde y de hostil belleza que es Extremadura. Su vida primera es la del campo, y la sabiduría que éste otorga a todo devoto observador de sus misterios, de todos los dramas, pequeños o colosales, y la épica que acontece en lo agreste de su entorno desde que despunta el alba hasta el anochecer plagado de estrellas.

Así que sus pasajes me han tenido en candilejas por dicho aspecto que, tal vez, pueda ahuyentar a otros. Pero hay mucho más en estas páginas.




Ha sido una lectura muy emotiva, si hubiese querido decir sensiblera no hubiese puesto… emotiva, aclarado queda.

Vuelvo a ella, a la mirada de la abuela. No imagino a Luis Landero leyendo esto, pero me pregunto que le vendrá a la cabeza cuando se observa a sí mismo, en otro tiempo y lugar, y todavía más me intriga que piensa al contemplar a su abuela, es de suponer que la respuesta, o parte de ella, subyace entre las páginas del libro, sugerida en mil matices.

El balcón en invierno se ha dejado leer con fluidez, la prosa de Landero no es la de un sofisticado urbanita (podría serlo, es filólogo,  ha sido profesor de literatura, además casado con filóloga), aunque resida en Madrid ( a donde emigró con su familia, siendo adolescente), sino la de un fervoroso observador del campo y conocedor de su “lenguaje”, un estilo diáfano y cercano que se gana la complicidad del lector.

Por lo tanto, la narración muestra el profundo apego del escritor por la vida sencilla, o austera, en el campo. Existencia que él refleja sin escorarse en demasía hacia la melancolía, ha equilibrado bien la balanza, de dicho ingrediente añade la cantidad justa, pues uno no se aviene a un pasado que le complace recordar sin cierto asomo de nostalgia, al fin y al cabo no ha escrito un tratado de estadística, sino sus experiencias vitales que, ya adulto, intenta comprender para comprenderse a sí mismo.




Por eso se busca en aquel chiquillo entusiasmado al soltar las gallinas, nada más despuntar el día, para picotear libremente entre las jaras y las retamas. La misma expectación que mostraba esperando la profunda oscuridad de las noches agrestes, cuando ese largo silencio nocturno era suavemente resquebrajado por el primer croar de un sapo, al que seguirían rítmicamente otros tantos, y de nuevo la sinfonía ancestral de aquellos parajes rurales, el coro melodioso de grillos y otros seres que, desde el principio de los tiempos, hacen compañía al silencio de la noche.








O también la gélida relación con el padre, y el intercambio de miradas ausentes de afecto entre los dos. Es obvio que la relación con el progenitor, más allá de su temprana e imprevista muerte, es un lastre sentimental que Landero asume con la incertidumbre de una culpa sin dueño, sin un claro merecedor.

Si se pudiera establecer una semblanza de Landero a partir de las palabras con las que ha escrito su vida, El balcón en invierno, mi primera impresión es la de estar ante un hombre campechano, e intentado descubrirle algo más a través de su escritura, veo en Landero ese tipo de erudición que, lejos de apabullar, seduce.

Porque su sabiduría es la de algunos niños y niñas que, criados en el campo, dejaron su mente permeable a un sinfín de estímulos y señales, acostumbrados a descifrar un código comunicativo, el de la naturaleza, que no admite titubeos, es lo que es, cruel y hermosa, trágica y cómica, claridad y oscuridad, donde lo intrascendente para quienes jugaban entre el cemento de la urbe, era profundamente revelador para quienes miraban al cielo alertados por las grullas migratorias, y llegaban a casa cubiertos de espigas y olor a lavanda con el sonido de los graznidos atenuándose en la lejanía… ahí, mirando a cielo abierto o husmeando debajo de los troncos, entre el detritus, extraían alguna enseñanza que revelaría su valor a lo largo de la vida.

“La vida campestre estaba llena de curiosidades e imprevistos. Un día apareció una cigüeña en el gallinero, cosa digna de ver. Se había dañado un ala, sus compañeros habían migrado y ella, deambulando a pie en busca de cobijo, se encontró con el gallinero y debió pensar: Aquí me quedo. Las gallinas, los pavos, los patos y los gansos, el perrillo, sin la menor extrañeza ni reparo, la aceptaron como a uno más. Allí pasó el invierno, haciendo vida doméstica, acudiendo dócilmente cada tarde a comer su salvado, su grano, su verdura, hasta que un día de primavera levantó el vuelo y desapareció (p.182).




Sin embargo los campesinos, mayores y niños, parecen vivir de espaldas a esa belleza  del campo:

"Más tarde comprendí que los campesinos, como también les ocurre a los niños, no saben lo que es la belleza campestre. Donde otros ven un paisaje, ellos solo ven un sembrado, una dehesa, un erial bueno para cabras, un cerro o un barbecho. No se han parado a contemplar la naturaleza, sino que viven revueltos, confundidos con ella. Recuerdo mi estupor y mi alegría cuando leí en los libros de texto los primeros fragmentos literarios donde se describía la belleza del campo, y las ganas locas que sentí de ver a mis padres y a mis abuelos y a mis tíos y a mis primos mayores para contarles lo bonita que era la naturaleza, sus muchos colores y tonalidades, el horizonte, el canto de los pájaros al amanecer, la paz y el silencio, el rumor del arroyo.
Ahora sé que se hubieran reído de mí, del mismo modo que ahora, cuando recuerdo los campos de mi niñez, por encima de la belleza, se me revela ante todo un paisaje hecho de historia; es decir, de tiempo y de dolor” (p.183).

Por eso me gusta que Landero no se limite a decir, por citar un ejemplo, que en tal rivera se podían admirar imponentes árboles, sino que ahí se pueden contemplar sauces, encinas, álamos, olmos y fresnos, son nombres hechos con palabras hermosas, y enriquecen el texto con tonalidades, texturas, aromas e incluso sonidos, porque las hojas de un sauce cimbreadas por el viento tiene su música particular, diferente a la que tiene un castaño en las mismas circunstancias, lo sé, yo mismo he grabado esa danza de las ramas con sus hojas mecidas en algún fresno.




Permitidme este inciso. Ya que he mencionado la palabra viento, me encanta escuchar, por ser nombres bellos, la “Tramontana” que sopla en el Mediterráneo, el “Cierzo” que se origina en el Valle del Ebro, la “Galerna” que conocen bien por el Golfo de Vizcaya, y hablando de esa sinfonía que producen las hojas cimbreadas, he aludido al castaño, pues bien, el Ábrego, un viento atlántico que nace cerca de las Azores y las Canarias para viajar al norte peninsular, es conocido en Cantabria como Viento Castellano, pero en Asturias se le llama Aire de las Castañas, porque al soplar violento provoca la caída de dicho fruto.

Está bien eso de las palabras a favor del viento… jeje.








Y la suerte para el lector es que Landero, ya un hombre maduro, sintiera el irrefrenable impulso de allegarnos la sensación de ser parte y observador de tal naturaleza, haciéndolo a través de la escritura, una literatura cimentada en la observación profunda de la vida, majestuosa o diminuta, que nos circunda. Ya sea en el campo o en la capital madrileña.

Pues resulta que aquel escritor en ciernes, siendo un adolescente entregado a la causa perdida de la poesía, dejó atrás aquella vida, de efímero bucolismo, para recalar toda la familia, con gallinas y pavos incluidos, en lo que antes era un arrabal más de Madrid y hoy es un barrio casi céntrico, el barrio de la Prosperidad.

¿Existiría para un clan de recios campesinos un lugar más idóneo, habida cuenta del nombre? Prosperidad…

Madrid, amplificador  de grandezas y miserias, de triunfos y fracasos será el otro cincel que vaya dando forma al futuro hombre y escritor, los retoques que ya se perfilan definitivos.

Aquí tenemos el trasiego por mil trabajos, las horas ganadas al sueño en academias nocturnas para estudiar, la providencial aparición de un profesor que le abrió los ojos a los Borges, V. Inclán, García Márquez, Kafka, Flaubert, Melville, Scott Fitzgerald… y algunos más que va repasando.

El libro está estructurado en una serie de capítulos, todos anclados a una fecha.
Por ejemplo este que alude a la poesía con un Landero adolescente:

Ignonimia
Septiembre de 1964

Y luego, un día, no sé de qué manera, dejé de creer en Dios y me encontré creyendo en Gustavo Adolfo Bécquer. En aquel tiempo yo solo tenía un libro en propiedad. (…) Las mil mejores poesías de la lengua castellana. (…) un día entré por primera vez en una librería y me lo compré. Ya al abrirlo, al olerlo, al leer un verso aquí y otro allá, al ver que el tomo tenía setecientas páginas (…) me sentí admirado, incrédulo ante el prodigio de aquel libro fuese mío. Aquello era un auténtico tesoro, y yo la persona más afortunada del mundo. Durante mucho tiempo yo fui feliz con aquel libro, feliz acaso como nunca en la vida. Fue un verdadero idilio, el más hermoso que uno se pueda imaginar. Aquel libro era mi amada y yo su amado, (…), (p.85).

Y un elogio a la palabra:

“(…) el milagro de la portentosa fecundidad entre las palabras y las cosas. Ah, las palabras. A veces ocurría que me enamoraba perdidamente de una palabra hasta entonces desconocida y durante varios días vivíamos un amor turbulento, excluyente, febril, y yo escribía poemas donde esa palabra era la protagonista, la estrella invitada, y las demás hacían de teloneras. Palabras como errabundo, cénit, heliotropo, inefable, éxtasis, madreselva, doliente, iridiscente, plenitud, taciturno… “


En estas líneas, que pertenecen a un capítulo tan evocador como “Breve viaje sentimental por mi biblioteca, 2013”, me consta que más de una y uno se reconocerán…

"Esta última frase está subrayada a lápiz (se refiere a una que aparece en Madame Bovary), porque yo soy uno de esos lectores impertinentes que siempre lee con un lápiz en la mano y que no para de subrayar, de escribir notas en los márgenes, de trazar flechas, de enmarcar palabras, de remitir a otras páginas, (…)

Una vez pensé por qué no escribo un libro que se titule algo así como Breve viaje sentimental por mi biblioteca. Y es que hay días que no tengo ganas de leer pero sí de releer, o más bien de hojear, de pasearme entre mis libros y buscar en ellos fragmentos subrayados o anotados, lo cual equivale en efecto a hacer un viaje sentimental por mi pasado imaginario, por mi memoria de lector. En muchos libros encuentro líneas o párrafos resaltados a lápiz con una pasión que a veces todavía comparto pero que en otras me resulta ya extraña y como ajena. ¿Por qué quise destacar esa frase, esa escena, atesorarlas con tanto fervor, defenderlas contra el olvido, dejar allí constancia de mis desvelos como lector? No lo sé, no lo sé" (p. 114-115).

Teniendo en cuenta el espíritu viajero de quienes me visitáis, no me resisto a destacar esto:

"El viaje a Zaragoza fue el único de importancia que hizo mi abuelo Luis  en toda su vida. Asombra pensar en como ha cambiado el mundo en tan poco tiempo y en cómo los viajes, incluso a lugares exóticos, se han convertido ya en una rutina y un capricho. Quién me iba a decir a mí que iba a viajar tanto (…)

Y es curioso. Al cabo de los años, mis mejores viajes, los que recuerdo con más emoción, y los más llenos de aventuras y experiencias, son los que hacía de niño entre el pueblo y el campo. (Landero vivía en pleno campo, e incluso el pueblo se le antojaba ya un “sitio grande”)

Viajes aquellos comparables en mi corazón a las andanzas míticas de la antigüedad, las de Odiseo, las de Moisés y su pueblo elegido, las de Marco Polo (…) o Ahab y la ballena, o los viajes científicos de Humboldt o de Darwin… Como lector sigo conservando el mismo incansable y gozoso espíritu viajero que alguna vez tuve en la infancia.

Nuestra finca, Valdeborrachos, dista unos quince kilómetros del pueblo. Aquella distancia entonces era mucha, porque entonces el viaje se hacía casi siempre en caballerías, o en carretas de bueyes o de mulas, y a veces a pie, con la chaqueta al hombro. (…)

Uno no dormía pensando que al día siguiente habría de emprender ese viaje extraordinario. Y cuando se ponía en camino, ah, qué maravillas nos salían al paso a cada instante. Entre dos piedras una araña había urdido su tela, que con las gotas del rocío prendidas en los hilos brillaba lejos como la plata viva de los cuentos, Al pasar el vado, una pequeña rana verde se lanzaba al agua y dejaba un surtidor de burbujas sucias de fango (…)

Esa alondra que con vuelos cortos se toma una y otra vez la delantera en el camino (…) De pronto, el salto y el fogoso pataleo de huída de una liebre encamada. ¡Ahí va, ahí va! Ladrar y correr de perros, gritos y risas de ánimo, la alegría joven, incomparable, del camino" (p.153).




Pues sí, amigo Landero. Ah, las palabras… leer su libro ha sido, utilizando una expresión que ahora se escucha bastante, y que a mí me gusta…

PURA VIDA.