Tumbarse junto a los charcos…
Hace
poco más de un año escribí lo que viene a continuación. Fue una de tantas anécdotas
reales en mis andanzas campestres.
A veces paseando me tumbo junto a los charcos con la intención de fotografiarlos. Especialmente los de lluvia recién caída desde el cielo, obvio… de donde iba a ser, al no ser pisados su agua tiene una delicada y límpida transparencia.
En ocasiones los he visto con hormigas a la deriva, náufragas entre restos de espigas, dientes de león, sin faltar alguna pluma de urraca ondulando de una orilla a otra.
En ocasiones los he visto con hormigas a la deriva, náufragas entre restos de espigas, dientes de león, sin faltar alguna pluma de urraca ondulando de una orilla a otra.
Un día, mientras hacía una foto al
charco de tal guisa, tendido, se cruzó por el solitario sendero un señor entrado en años.
Nos saludamos:
"Una Aldea", Ivan Bunin
“Hola, qué hay”. Dije.
“Buenas”. Contestó el caminante.
Fijándome en su mirada furtiva
adiviné la extrañeza que le causaba mi acción, tirado junto a un charco,
cámara en mano, manchado de barro.
Volteé la cabeza para verlo
alejarse…
Tiene bemoles que me considere
estrafalario. Él, que rondaría los 80, sin camisa y en
pantalón corto, desafiando unos fresquitos 10 grados positivos mediado marzo.
Él sí que era para
sorprenderse, pensé recostado junto al barro, cual libélula mimetizada con los
elementos.
Eso sí, procedí cuidadoso para no dañar a las pequeñas verónicas, las centaureas y tantas
flores silvestres rodeándome…
Uno de mis imprescindibles.
Y al delicado musgo verdísimo, o al
llamado musgo rojo, que en realidad no es musgo, sino la Tillaea muscosa (Crassula
tillaea),
que cuando encuentra tierra inerte la resucita con una transfusión de sangre
vital, tapizando de rojo su avance.
Fotografía de Paco Castillo
Gente rara sin más, mascullé hacia
la silueta del intrépido paseante, difuminándose entre las retamas.
El diente de león continuaba su
vaivén ante las desafortunadas hormigas.
Una curiosidad sobre el humilde musgo rojo; la mayor intensidad de su tono carmesí lo alcanza ya al final
de su ciclo, que irónicamente coincide con la eclosión primaveral, tan vivificante todo… y me digo, ¿por qué hay elementos que adquieren su gran esplendor
en el ocaso de la vida?, ¿qué mensaje, o aprendizaje nos querrán legar en esos
instantes últimos?
No sé… hay personas que acuden a misa y leen la Biblia
con el consuelo de hacer más llevadero este enigma de nuestra existencia, de
esclarecerlo un poco, lo respeto absolutamente.
La investigación, Stanislaw Lem
Yo, desde que tengo uso de razón, sustituí
la lectura de la Biblia por la de la tierra. A la tierra la puedes tocar
con las manos, acariciarla con los dedos, tumbarte con ella, y no encontrarás
en su “alfabeto” palabras como lascivia o pecado.
Fotografía de Paco Castillo
Intento leer los granos de arena,
leo al musgo rojo admirando esa viveza del color cuando está
cerca de su finitud… pero ignoro la lección a extraer, aunque jamás su belleza,
seguramente es un aprendizaje para no ser verbalizado, y sin embargo es tan
profundo… creo que esa es la enseñanza; sentir. Hacer perceptible tu ser a
partir de la otra presencia, reconocerte en ella, advertir esa íntima conexión.
“El libro de la almohada”, Sei Shōnagon
Seguimos. Yo estaba a lo mío,
echado sobre la tierra para fotografiar a ras del suelo, intentando
captar reflejos de las nubes en el charco, encuadrando un trozo de
cielo para dejarlo en mi escritorio… qué pretenciosos somos los humanos,
llevarnos una porción de cielo.
"La canción de Salomon", Tony Morrison
Recuerdo estar al inicio
de la primavera por varios detalles, pero resaltaré éste; al llegar a casa y
despojarme del abrigo, había una margarita adherida a mi chaquetón verde, se
había escondido en la capucha, acurrucada entre el borrego sintético del forro,
supongo que no encontró lugar mejor.
Me gusta llevarme este chaquetón
en los días frescos y montaraces. Tiene unos bolsillos generosos para meter libros,
la cámara y otras cosas. Alguna vez he tocado las cáscaras de una mandarina, ya
con la textura del pedernal, que merendarían mis hijas y allí fosilizaron cual
trilobites.
Ya digo, son
estupendos para meter libros. Luego hago esas fotos que publico en las entradas;
un ejemplar cerca de un charco, arrimado a un escarabajo, encima de la hierba o
el musgo, según me ofrezca el entorno y la imaginación...
"Cuentos", Julio Ramón Ribeyro
"La habitación pintada", Inger Christensen
"La inteligencia de las flores", Maurice Maeterlinck
"Carpe Diem", Saul Bellow
"España, aparta de mí ese cáliz", César Vallejo
"Ehrengard", Isak Dinesen
Llegué a casa y dejé a la margarita por
la librería, con la intención de guardarla entre las páginas de un
libro.
Y supongo que lo haría, pues noté
semanas más tarde, ya olvidado el asunto, su ausencia.
Esta idea de conservarla dentro de una novela tiene su origen en La Cuesta de Moyano, donde hace ya años compré un libro, Amiel, de Gregorio Marañón,
y permaneció en mis estantes sin abrirlo ni se sabe el tiempo. Transcurridos
muchos otoños me dio por ojearlo y allí encontré una flor, tal
cual observáis, parece una pequeña rosa, pero dudo.
Pensé fascinado en la historia real que podría esconderse tras la flor y el libro. Ahí sigue, aprisionada
en las cuitas del profesor suizo Henri-Frédéric Amiel.
El “Diario íntimo” es una
extensa autobiografía en la que este misterioso intelectual (poeta, filósofo,
escritor, profesor universitario, crítico literario y traductor, como leeréis
en la Wikipedia) se dedicó a desmenuzar buena parte de su vida, casi hasta
llegar a la muerte, y que fue objeto de ensayos, como el de Gregorio
Marañón, seducido por ese amargor que Amiel reflejó en sus notas. Unamuno y Tolstói también eran unos entusiastas de estos escritos que plasmó el suizo.
En cuanto a mi margarita, desconozco
que libro la custodiará, ni entre que fragmentos estarán retenidos sus pétalos.
Cualquier día lo abro y me
encuentro la flor prensada, entonces regresaré a esa mañana, cuando me
tumbé en la hierba junto al charco… y un abuelo descamisado en el frío matinal me sorprendió capturando un trozo de cielo, mirándome
intrigado, quien sabe si para tomar nota y hacer lo propio
en cualquier oportunidad, gozoso ante un feliz descubrimiento en la cima de su vida; es posible llevarse unas pocas nubes a casa.
Ese recuerdo me lo regalará un
libro que ahora no encuentro, ni tampoco el charco que reflejaba un pedazo de
cielo que secuestré.
Saldré por ahí a sisar más nubes,
y tener algo de lo que escribir.
"Pueblo", Azorín
Y ahí paré. Refería al comenzar el hecho de
recuperar estas experiencias campestres de hace un
año, o poco más.
Era primavera, como la que nos
acaba de dejar, pero no he salido a hurtar nubes, ni me he tumbado junto a un
charco de lluvia recién caída, y tampoco me he topado con un intrépido
abuelo desafiando al frío.
Ayer, hoy, mañana, pasado mañana…
son adverbios de tiempo sin tiempo al que asirse en esta angustiosa primavera
ya conclusa.
Buena parte la he
intuido asomado a mi ventana, contemplando desde el confinamiento la libertad de
los gorriones, y constatando como el paso de las horas lo marcaban cúmulos o
cirros desfilando sobre la sierra de Guadarrama.
Me he familiarizando con algunos
gorriones, hay un macho que todos los días se posa en un cable de la luz. Es un
cable grueso y feo, pero al gorrión, también a las palomas torcaces, les agrada
posarse ahí, frente a mí.
He imaginado que vigilan el paso
de la luz bajo sus cuerpos, como si quisieran impedir a la oscuridad reinar
tras las ventanas... de algún modo lo han logrado.
Voy acabando, quiero asomarme, seguro que está Curro, ya le he puesto nombre a mi amigo, el
gorrión.
Y luego miraré si guardé la
margarita en "Muerte de un apicultor", de Lars Gustafsson que, leído en lejano 89
o 90, va mereciendo una relectura, o en "Alfanhuí" de Rafael Sánchez
Ferlosio, no es mal refugio, además tiene querencia por las flores silvestres.
"Muerte de un apicultor", Lars Gustafsson
O vete a saber en que dramas narrativos
o poéticos reposará…
No descartaría sorprenderla en un
cuento de mis hijas, acudo bastante a ellos, me atraen por no someterse al
cansino imperativo de calcar la realidad, hay momentos, con una novela en las
manos, en los que padezco sobredosis de realidad, pero tengo el antídoto a unos
metros de mis librerías, en la habitación de mis hijas.
Sí, quizás esté por uno de ellos,
no sería descabellado, cuando abro uno sé que todo puede suceder;
uno de Gorki, "Samovar" comenzaba así:
"Esto que os voy a contar sucedió una noche de verano..."
Ya es hora de regresar por donde he venido...
Os
dejo con esta bellísima pieza de Chopin; Spring Waltz.