Poéticas paradojas…
Sigo a
lo mío, en mis trece, por el camino agreste que me tiende la primavera, intentando desentrañar
sus mensajes, pues para descifrar los que nos arroja la funesta actualidad; con
sus guerras, pandemias, las idas y venidas de los políticos patrios y foráneos,
la carestía energética, la perplejidad y queja colectiva… ya hay heraldos de sobra; “Los
heraldos negros” que escribiera César Vallejo:
Ni sé para quién es esta amargura!
Oh, Sol, llévala tú que estás
muriendo,
y cuelga, como un Cristo
ensangrentado,
mi bohemio dolor sobre su pecho.
El valle es de oro amargo;
y el viaje es triste, es largo.
(…)
El valle es de oro amargo;
y el trajo es largo… largo…
(…)
Pero yo transito por el valle de oro florido, lejos de exaltaciones verbales y el multitudinario paroxismo religioso en estos días de cuaresma, y me entrego al ceremonial panteísta del campo, pues no me reclama más dogma de fe que observar y pensar; pensar y observar...
Para quien guste de acompañarme y admirar esa
flor
erguida con estoica determinación frente al horizonte tormentoso. Sabe que su
paciencia, su invocación, proveerá el bien esperado; algún haz solar
atravesará tímidamente el cielo turbulento y derramará su cálido, vital, abrazo
sobre ella, aterida ahora en la penumbra del alba, en un escenario sereno y
silencioso de oscuridad barroca digno de Rembrandt.
El astro rey también tiene vicios mundanos, como los dioses de La Ilíada, y la flor intuye que el sol está desperezándose tras las montañas, sacudiéndose la modorra y a punto de asomarse por encima de los aún nevados riscos, cuando la sombra de Rembrandt ceda ante la claridad de Monet, pongamos por caso.
Poco después, un caracol va dejando el surco de su existencia sobre la vereda. De dónde viene y hacia dónde va es un relato que puedo leer, siguiendo en la senda el leve peso de su vida.
Detrás suyo veo que ha abandonado unos juncos lustrosos que danzan con la brisa. Los caracoles son diminutos oráculos que presagian la lluvia.
Por delante todo es para él campo
inabarcable, su huella irá desapareciendo y surgiendo entre la incertidumbre que
siempre lo acecha. Esa misma que se cierne sobre todos.
Un zarpazo furtivo rasga al silencio, pues al mismo paso del caracol irrumpe el estruendo de un avión en el cielo, altísimo. Me consta que sus pasajeros también han dejado cosas atrás, historias vividas. E imagino a esas personas cual caracoles, parapetados en sus conchas, e igual que el pequeño molusco, con todo un relato detrás, más otro por delante que está por escribir o, mejor dicho, se está narrando sobre la marcha, puede que para algunos la tinta esté casi extinta…
Soy invisible para ellos, y no pueden adivinar que un semejante los recrea allá abajo junto a un caracol, en ese mosaico de tonos variopintos que es la tierra vista desde el gran pájaro de hierro.
Así es, una
persona ajena a esos viajantes del cielo que los convierte en una metáfora del
propio animal arrastrándose en la arena. A ellos, flotando entre
nimbos y cúmulos, recluidos en sus caracolas, dejando a sus espaldas un mar
de nubes y cruzando, ya sin nubes, un inmenso desierto azul en donde solo se
extienden puntos suspensivos frente a lo que habrán de escribir, si les queda
tinta suficiente en el tintero.
Se me antoja que las 397 toneladas del avión en el cielo son más ligeras que los 5 gramos del caracol reptando en la tierra, aunque la velocidad de uno y del otro hacia el destino que sea me parece idéntica durante unos instantes de espejismo visual, en todo caso son paradojas de una naturaleza poética.
Pongo tierra de por medio (asumo mi imposibilidad de poner el cielo), apresuro los pasos antes de que la lánguida luz del atardecer desfallezca y reine la oscuridad, “el dulce y amable sol de la Noche" que proclamaba Novalis en sus himnos (nótese que Novalis escribe sol con minúscula y Noche con mayúscula, toda una declaración…).
Eso sí, pienso en el estupor de Novalis esperando HOY el reino de la Noche en un firmamento huérfano de estrellas, nuestra modernidad las ha desterrado a confines remotos, pues eso que llamamos “progreso” exige sus tributos. Si veo una estrella fugaz creo que en realidad está huyendo en dirección contraria al progreso humano, en esas; ¿qué himnos a la Noche iba a cantar ahora Novalis?, ¿a dónde exiliamos la Noche inundándola con millones de luces artificiales?
Bueno, me guardo del poeta germánico y su romanticismo amigado con lo tenebroso, y hecho mano de unos antiquísimos poemas chinos para decir adiós
a las flores, el caracol, las montañas.
Surgió este relato con el alba y va concluyendo con el inminente crepúsculo...
Atestiguando el tránsito del tiempo con ese reloj pétreo y colosal
que son, como siempre, las imperturbables montañas y la luz mutable que las va
avivando o apagando, haciendo de ellas una poesía muda, como las ascuas de un fuego primitivo, brillando o atenuándose.
Ahí están, como Siempre, las montañas y su luz cambiante; me digo en la Fugacidad de mi
existencia.
Marcho, y siento que nado en un mar de contradicciones...
Aspiramos
al Siempre desde el Instante que es nuestra vida.
En el borde
de los charcos nacen al sol nuevas florecillas, y a la vez son la trampa en
donde perecen ahogadas las hormigas.
Las efímeras mariposas, de aleteo veloz y vertiginoso, están atentas al lento deambular del caracol, saben que al descubrirlos pronto llegarán las charcas donde obtendrán los minerales y la sal... “la sal de la vida” para un vuelo tan breve.
Qué
poéticas son tantas paradojas…