“Mefisto”, Klaus Mann (Münich, Alemania, 1906 – Cannes, Francia, 1949)
Libro. Editorial Salvat, 1986. Colección
Novela y Ocio. Traducción de Araceli Castro Martínez. 332 páginas.
A las puertas del Museo de América.
Vistas al Arco de la Victoria. Madrid. Paco Castillo, 2015
Cederé el inicio a la contraportada del
libro, que introduce este párrafo, para que todo lo que venga después encaje
con mayor sentido.
“Escrita en el exilio en 1936, Mefisto,
tras su publicación en Alemania en 1956, provocó uno de los más
significativos procesos literarios de la Alemania de la posguerra. Inspirada en
un personaje real, el actor Gustav Gründgens, que llegó a ser Director General
de Teatro en el III Reich, Mefisto describe la progresiva corrupción y
el oportunismo de un actor lleno de ambición que utiliza para satisfacerla la
palanca del poder nazi. Pero Mefisto es a la vez un vasto cuadro de un
periodo y el análisis de una insatisfacción.”
Un aspecto, que se dará en toda la
narración, se hace notar, la efusividad con la que Klaus Mann ejerce de
fisonomista con sus personajes; entre otros, peinados, frentes, narices, ojos,
orejas, mandíbulas, caderas, barrigas, manos, etc, son objeto de una minuciosa
descripción al más puro estilo expresionista alemán (novela escrita en 1936). Es
decir, una cierta deformación de los rasgos, acentuando el premeditado efecto
caricaturesco (y a la vez manteniendo una siniestra verosimilitud), que rodea a
los personajes, eso sí, indiscutiblemente “reales” en sus personalidades,
acciones y desenlaces.
Si bien tanto celo descriptivo me llegaba
a incomodar, ese peaje ha sido un pago ínfimo cuando al concluir la historia,
me he dado cuenta de todo lo que me ha aportado. Un libro es hijo de su época,
el escritor no puede ser ajeno al arte de su tiempo.
Por otra parte, la prosa de K. Mann
alcanza un lirismo sublime, estremecedor, al narrar el satánico rostro del
ambiente nacionalsocialista. Cuanto más depravado resulta, mayor poesía destila
la descripción. El mal arropado bajo el más exquisito refinamiento.
Quienes tengan reticencias por si se
topasen con un relato trufado de situaciones belicistas, de la guerra en
definitiva, estad tranquilos, eso brilla por su ausencia. Este relato se sumerge
profundamente en las conciencias de aquellos que vivieron la evolución
siniestra de una sociedad que llegó a las mismas puertas del infierno, palabra
esta que tiene un estrecho lazo con el título.
El tímido comienzo que encuentro en esta
historia no me hacía prever la envergadura que alcanzaría. La dramática
intensidad que va adquiriendo provoca que la lectura sea frenética, hasta casi
succionar el aliento, el augurio de que algo grande se está cociendo en las
postrimerías del libro es excitante.
Una primera sorpresa con este relato,
estar basado en hechos reales.
La segunda, que va un paso más allá, el
actor real que inspiró esta historia, Gustaf Gründgens, fue en verdad esposo de
Erika Mann, hermana del propio Klaus. Se da la circunstancia de que Gustaf y
Klaus eran amantes y el embrollo legal que afectaría a la futura publicación de
este libro tiene su origen en la denuncia que interpuso el primero sobre el
segundo. No debemos apresurarnos a decir que
este libro, después de haber sido leído, es un ataque personal de un
amante contra otro, esa sería una visión infantil, el trasfondo de lo que aquí
se cuenta está a años luz de una rabieta entre amantes, es algo mucho más
profundo que no tiene que ver con una persona concreta, sino con una sociedad
entera y su visión del mundo.
De ahí que fuese uno de los episodios
literarios más mediáticos, por los numerosos litigios, en la Alemania de
posguerra.
Gustaf Gründgens. Foto internet
Tercera, y gran, sorpresa al menos para
mí, pues desconocía el dato.
Klaus Mann, un escritor con mayúsculas,
poseedor de un inquebrantable compromiso cívico y político que repudiaba el
nazismo sin doblegarse, su activismo contra los nazis, tanto dentro como fuera
de Alemania fue realmente valeroso, incluso rozando lo temerario. Enemigo del
régimen fascista participó en la Guerra Civil española como corresponsal.
Además se alistó en el ejercito de los EE.UU para combatir a la Alemania nazi.
Tuvo una vida tan intensa como breve,
siempre bajo la alargada sombra de su padre… ¡Thomas Mann! (esa era la sorpresa
para mí), que se extendía allá donde fuera, hiciese lo que hiciese.
Se suicidó en Cannes, tenía 42 años.
Klaus Mann. Foto internet.
Muchos críticos prejuiciosos daban por
sentado la mediocridad literaria del vástago, ser hijo del genio le situaba en
un plano de inferioridad per se. Vacuidades.
Una mirada más actual de la crítica le ha
considerado, no ya uno de los grandes escritores europeos del siglo XX, sino,
con obras como Mefisto, a la misma altura que su padre. Mi impresión,
habiendo ahora leído a los dos, va en esta dirección.
Que para este libro K. Mann escogiese una
compañía teatral, con su rutilante estrella a la cabeza, me parece un acierto
brillante, pues hay una correlación perfecta entre ese escenario literario y la
puesta en escena de Hitler sobre el púlpito, casi irreal, teatral, con un dominio
absoluto en la representación ante la vociferante muchedumbre, absortos por los gestos grandilocuentes del temible Actor-Dictador.
Cuando observamos la figura de Hendrik
Höfgen y sus colegas actores bajo el telón, ¿qué descubrimos? Que K. Mann ha
trasladado brillantemente a las tablas el retrato de una sociedad, la Alemania
nazi, postrada a los pies de Hitler.
Ahora veamos quien es el protagonista,
este Hendrik Höfgen que cincela la mano de K. Mann. El narrador omnisciente se
va intercalando con las voces en primera persona.
Hendrik es un actor perteneciente a un
pequeño grupo teatral de la provinciana Hamburgo, lugar que en esa época y,
sobre todo, comparado con la sofisticada Berlín, epicentro social y cultural de
aquella Alemania, así era contemplado.
Siente sus alas cortadas en ese
asfixiante ambiente hamburgués. Sabe que su deslumbrante talento, que lo tiene,
solo puede ser admirado en la más alta institución artística del país, el
Teatro Nacional de Berlín.
Ante el gran astro orbitan como
estrellitas apagadas sus compañeros de reparto, buenos actores y actrices, sí,
pero cuya luz proviene de los reflejos que altivamente reparte la gran estrella
sobre éstos.
Hendrik vive para, y por, la admiración
desenfrenada del público, para ser aclamado hasta el paroxismo por la alta
sociedad berlinesa, a la que siente, anhela, pertenecer, dado su origen medio
burgués, soterrado por la grisura de la clase media que envuelve a su familia, a
la cual profesa una oculta vergüenza .
La fama, el dinero y el poder son su horizonte vital.
Las divergencias ideológicas entre la
pequeña compañía de actores y actrices no se hace esperar. Hans Mikklas, un
joven mal encarado, con los bolsillos siempre vacíos, brusco y pueblerino, es un
sincero admirador del nacionalsocialismo, cree a pies juntillas que Alemania
está perdiendo su “antiguo esplendor” y que alguien como el Führer es el hombre
que devolverá la grandeza a la patria. Casi todos lo rehuyen, le consideran un
ser antipático y, en cierto modo, un pobre diablo al borde de la indigencia.
Mikklas, el trabajador de férrea convicción
política, con una conciencia de clase hábilmente persuadida por la
propagandística nazi.
Para Hendrik el nacionalsocialismo es un
medio para conseguir el fin. Para Mikklas es la finalidad en sí misma,
íntimamente convencido de que la solución para devolver la honra a Alemania
está en el horror del nazismo. Como tantos miles de obreros lo interiorizaron a
su vez. Simples bestias de carga al servicio de las viciosas y refinadas
élites.
Los engañados se darían cuenta incluso
antes de la derrota del nazismo, Mikklas y millones de “Mikklas” más lo
comprendieron todo, la siniestra y gigantesca pantomima, cruelmente real, la
cima del III Reich como nido de demagogos, comediantes, farsantes, matones,
asesinos, donde todos se miraban de soslayo, desconfiados, conscientes de la
mortífera representación en la que se habían embarcado, y sabedores de que han
de mantenerse en cartelera hasta alcanzar la horripilante gloria que ansían.
Sí, todo eso lo comprendieron las masas defraudadas… Demasiado tarde.
Un día, unos tipos elegantes le volaron
los sesos a Mikklas, se volvió muy protestón contra los gordos poderosos que se
entregaban a la gula en lujosos restaurantes, eso le irritaba al muchacho, varias
veces había tenido que pedir unos marcos prestados para comprarse un bocadillo
en la cantina del viejo Schmitz.
En este giro de la historia, K, Mann
exhibe una jugada digna del mejor maestro ajedrecista. En ese tablero siniestro
de las altas instancias del nazismo, posiciona como indiscutible ganador a
Hendrik. Será su cinismo y falsedad el pasaporte para codearse con los poderosos en la soledad de las alturas, pasearse por la cumbre. Por el
contrario, Mikklas será el peón aniquilado, su compromiso sincero,
aunque manipulado, su determinación ideológica incorruptible con las proclamas
del nacionalsocialismo, su enérgica actitud contra los advenedizos que, con sus insignias y la cruz gamada en la solapa, corrompen los “valores
germánicos”, no solo le supondrán la marginación del nazismo, serán su condena
de muerte.
Que se personifique el fraude del nazismo,
que se descubra su rostro diabólico tras la máscara, en un actorcillo de
tercera categoría, Mikklas, perdido entre la masa, resulta impactante, es otro
de los magníficos hallazgos que nos ofrece este libro.
Mikklas tenía su opuesto idelógico en su
compañero actor, Otto Ulrichs.
Otto es el único que tiene un compromiso
sincero con las ideas revolucionarias del comunismo, suya es la propuesta de
realizar una obra que aúne los valores de esta doctrina. Para ello ha de
implicar a Hendrik, sabedor del talento de éste. La estrella se deja querer
pero la promesa de una colaboración inminente se eterniza en el tiempo. Él
tiene la mirada fija en el lujo y la sofisticación de la siempre codiciada
Berlín.
Me ha parecido ver un guiño del escritor
hacia la importancia que tuvo el teatro como propagador del ideario
izquierdista revolucionario, y aunque K. Mann no lo mencione de forma explícita,
es fácil recordar la relevancia que tuvo una corporación como el Sindicato
Teatral Ruso.
Pozuelo de Alarcón, Madrid. Paco Castillo, 2015
La complejidad psicológica de los
personajes, es decir la que todos tenemos, aleja a estos de lo arquetípico, del
maniqueísmo, tentación siempre acuciante en la que caen tantos escritores.
K. Mann maneja con gran habilidad ese juego
de pares opuestos contraponiendo al protagonista sus antagonistas.
Especialmente las mujeres que se cruzan en el camino de la estrella teatral ponen
de manifiesto, por exceso o por defecto, todos los matices psicológicos que
hacen de Hendrik el ser que es, ahora un tipo seguro y encantador, luego
dubitativo y vulnerable, después pérfido y patético. Al fin y al cabo, un excelente actor.
La reconversión de Hendrik, esperable sin
por ello perder sutilidad, desde sus iniciales escarceos y simpatías por el
comunismo, las proclamas marxistas, acariciando incluso la idea de un proyecto
teatral de corte revolucionario, hasta caer en la aduladora depravación de
inclinarse ante los bárbaros del nacionalsocialismo, siendo el “bufón” de los
más poderosos, y llegar a convertirse en Director General de Teatro en el III
Reich, es desarrollada con una destreza exquisita por K. Mann. Sencillamente
genial.
Hendrik, megalómano impenitente, solo
vive para vanagloriarse de su deslumbrante talento como actor. No tiene reparos
en usar sus seductoras maneras para engatusar a cuantas personalidades se
crucen en su camino, no por ambición política, una mera pose para él, quiere
salvar su pellejo ante el inminente matonismo, que ya todos barruntan, con el
afianzamiento imparable del nazismo. Y así, allanado el camino, entregarse al acto
de contemplar en el universo artístico que lo acoge, el brillo resplandeciente
de su estrella sobre el resto. Sentir el éxtasis de la fama, el poder, el
dinero. En su existencia no cabe la mediocridad, eso sería para él la muerte en
vida.
Si para ocupar su lugar entre la clase
alta ha de casarse con una dama determinada, la enigmática Bárbara, lo hará sin
sopesar las consecuencias de su vacío sentimental, eso son simples daños
colaterales que, en su maquiavélico proceder, están justificados para alcanzar
su objetivo.
O, si tiene que hacer algún gesto, en el
más absoluto secreto, hacia sus antiguos amigos comunistas (ahora invisibles como
fantasmas), lo hará, por simple oportunismo, como salvoconducto por si cambiasen
las tornas. Siempre hay que estar con las espaldas bien cubiertas, eso de las
ideologías queda para los fanáticos, los sesudos intelectuales o algunos locos
románticos.
Sin embargo, un poso de culpabilidad
queda adherido a su conciencia como un remanente, no podrá desprenderse de el.
Ciudad Universitaria. Madrid. Una mirada aterrada
que rehuye a la otra. Paco castillo 2015
que rehuye a la otra. Paco castillo 2015
Con extraordinaria facilidad K. Mann saca
jugo de situaciones más o menos triviales, un cóctel familiar, un paseo por el
jardín, en ellas afloran detalles que muestran de golpe la verdadera dimensión
de los personajes, complejos y contradictorios. Sirvan de ejemplo estas líneas,
cuando el aún provinciano actor es invitado a un lujoso restaurante por el
refutado autor y crítico teatral, Marder, supuesto azote de la sociedad
burguesa, en compañía de dos mujeres, Bárbara (con quien tendría un efímero
matrimonio), y Nicoletta.
“Theophil Marder había invitado a las dos
jóvenes y al actor Höfgen a cenar a un restaurante muy caro, (…)
-
¿Qué le parece estimado Hendrik? –
preguntó al actor con aquella corrección alevosa (…)
Hendrik no tenía nada que objetar. Por lo
demás se sentía inseguro y desconcertado en aquel señorial restaurante. Le
parecía como si el camarero hubiera tasado con desprecio su smoking, lleno de
manchas y, en algunos lugares, muy rozado.
Hendrik se sintió consciente,
superficialmente pero con fuerza, de su convicción revolucionaria. - Mi puesto
no está en un local como éste, para explotadores capitalistas - , pensaba,
iracundo, mientras le llenaban la copa de vino blanco. Ahora lamentaba haber
aplazado la apertura del teatro revolucionario (p. 84)
En los lamparones de una chaqueta se
plasma la rotunda constatación de lo que significa tener conciencia de clase,
al menos en aquel momento. Brillante K. Mann.
Una genialidad que lleva aparejada el
sello de los maestros rusos, Dostoyevski o Tolstoi, por citar a dos que
aparecen, más de una vez, en las conversaciones de los protagonistas. No son
los únicos, una nutrida representación de los clásicos europeos tienen su
momento estelar en boca de los personajes.
Y ese vértigo que se produce al deducir
lo trascendental a partir de lo trivial, que aparezca un detalle crucial en un
acto cotidiano sin apariencia de momento cumbre, te revela el enorme calado de
esta lectura.
El título, Mefisto, tiene un
presencia poderosa, su fuerza simbólica parece que quiere intimidarnos. Lo que
representa esta figura “escupe” la verdadera naturaleza de Hendrik, parapetado
en sus múltiples caretas, hasta ajustarse la más deseable y temible a la vez,
la de Mefistófeles.
Como no podía ser de otra manera, Hendrik
alcanza la gloria artística y social ante la élite nazi, en el Berlín de sus
sueños, con este papel hecho a la medida exacta de su personalidad, Mefistófeles
(Mefisto), el antihéroe por antonomasia de la cultura germánica, el
demonio del folclore alemán catapultado a la fama mundial por el Fausto de
Goethe.
Ese es un papel fácil para Hendrik, no
así el Hamlet de Shakespeare, un reto mayúsculo que le aguarda a la vuelta de
la esquina.
Porque los ínclitos del nazismo no
quieren ver el Hamlet del dramaturgo inglés, no, ellos quieren presenciar un
Hamlet germánico, aquel que pudiera agradar al inestable carácter del Führer,
por la cuenta que les trae a todos, a Hendrik el primero.
¿Cómo depositar la raza y el
genio de la Alemania hitleriana en alma decente de Hamlet?
En su fuero interno, en el corazón
sincero de un hombre que ama a su profesión, ahí donde nadie le puede
descubrir, Hendrik siente rabia, dolor, tristeza, asco hacia todo lo que es,
hacia quienes le rodean.
Ha de traicionar el alma limpia de su
adorado Hamlet. Sabe que hará un mal papel, le preocupa, aunque al día
siguiente todos los periódicos hablen de un triunfo estelar. Sus valedores nazis,
los gorilas que le tienen como bufón y payaso para mitigar en privado su
aburrimiento, son demasiado poderosos.
Arco de la Victoria, Madrid. Paco Castillo, 2015
Arco de la Victoria, Madrid. Paco Castillo, 2015
Un episodio fascinante del libro, ya para
concluir, a raíz del apresamiento de Otto Ulrichs por la SS. Un golpe sentido y
doloroso para Hendrik, tenía sus debilidades, y para otro viejo conocido,
Ihrig, que perteneció a la izquierda radical.
Ambos quedan en un lugar secreto, a ver
que pueden hacer por el bueno de Otto. Hacía poco tiempo que Hendrik le había
sacado de algún apuro serio. Ahora ellos son dos personalidades influyentes,
aclamados por el nazismo, comparten confidencias y cenas privadas en las
mansiones de los más altos oficiales nazis, ya pertenecen, con pleno derecho, a
la élite de la familia nazi.
-
Horrible esa historia de Otto – decía el
imperturbable doctor Ihrig con rostro compungido.
Él había destacado en muchos artículos al
cabaret revolucionario Der Sturmvogel como la única empresa teatral de la
capital con futuro y digna de atención. Otto había pertenecido al más íntimo círculo
del crítico. (…)
También Hendrik Höfgen consideraba que
era horrible. Aparte de esto, no tenían demasiado que decirse. No se sentían a
gusto en mutua compañía. Como lugar de reencuentro habían escogido un café
apartado y poco frecuentado. Los dos estaban comprometidos por su pasado, y
casi podía parecer una conjura si alguien los viera juntos. Callaban y miraban
pensativamente al vacío, el uno a través de sus gafas de montura de concha, el
otro a través de su monóculo.
-
Yo no puedo hacer, de momento, nada por
el pobre muchacho – observó Hendrik.
Ihrig, que iba a decir lo mismo, asintió.
Volvieron a quedar en silencio. Höfgen jugueteaba con su boquilla. Ihrig
carraspeaba. Quizá se avergonzaban el uno del otro. Höfgen pensaba de Ihrig lo
mismo que Ihrig de Höfgen: “Sí, sí, querido, tú eres tan traidor como yo
mismo.” Ese pensamiento lo adivinaba el uno en los ojos del otro. Por eso
sentían vergüenza.
Aquí, K. Mann nos hace plantearnos unas
preguntas, a medio camino entre la fascinación y el horror; ¿Cuántos casos reales hubieron de suceder así
mismo?
¿Cuántos poderosos e ilustres nazis
albergaban en lo más recóndito de su ser, como una íntima y secreta convicción, al comunismo,
el más enconado enemigo del nazismo, temerosos de ser descubiertos algún día?
¿Cuántos hubieron de presenciar,
inmutables bajo un doloroso y oculto llanto, el tiro en la nuca de
antiguos y secretos amigos?
¿Cuántos se llevaron a la tumba esa
insoportable verdad?
Presumo que no fueron pocos.
Quien aborde este Mefisto de k.
Mann está advertido, sus manos sostienen una obra maestra.