P. Castillo

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jueves, 25 de junio de 2015

Confesiones de un inglés comedor de opio. Thomas de Quincey (Manchester, 1785 - Edimburgo, 1859)

Libro. Alianza Editorial, 1987. 115 páginas. Traducción de Luis Loayza.




Tengo muchas cuentas pendientes que saldar con viejos libros, siempre eternos aspirantes a una cita que nunca parece llegar a consumarse.
En favor de algunos diré que tal vez no me consideraba un acompañante a la altura de mi partenaire.
Uno de esos pretendientes era “Confesiones de un inglés comedor de opio” (1821), escrito por Thomas de Quincey. Un libro de apenas ciento dieciséis páginas que permanecía olvidado, como tantos otros, en algún rincón de mis estanterías.
El caso es que empecé a leerlo hace más de dos semanas, junto con "Adolfo" de B. Constant, simultaneaba ambas lecturas.
El desamor de "Adolfo", las más de las veces, para la sobremesa, un poco de té por aquí, algún paseo por allá. El Opio, de Thomas de Quincey, para la noche salvo excepciones, con algún receso, y como no conviene abusar de las sustancias psicotrópicas lo he consumido en pequeñas dosis, dos o tres páginas cada anochecer, cuando salen los vampiros y a la espera de que Morfeo me entregara al sueño.

El título anuncia de forma explícita lo que vamos a encontrar, la confesión de un opiómano que además es escritor, un intelectual de refinada cultura, Thomas de Quincey.
A pesar de la admiración de Baudelaire, Borges y otros autores por esta obra, como señalan las distintas biografías, no me ha provocado un entusiasmo excesivo. La prosa de T. de Quincey es impecable, lo que no implica que sea arrebatadora, pero en defensa del autor debe decirse que no pretendía hacer una exhibición literaria con esta narración, solo eso, confesiones.
El libro se estructura en dos partes. La primera consta del periplo juvenil que protagoniza el escritor, primero como brillante estudiante de literatura y lenguas clásicas y después, falto de estímulos por su superior erudición sobre los profesores, nos describe su fuga del claustro académico y sus posteriores andanzas en la campiña galesa, para concluir deambulando por las calles londinenses, entre los zarpazos del hambre y el encuentro con determinadas personas que dejaron una profunda huella en su vida. Ahí destaca con luz propia Ann, una prostituta londinense con quien mantuvo una entrañable amistad, T. de Quincey no llega a pronunciar “amor platónico”, pero su forma de describirnos los fugaces momentos de complicidad y cuidados que ambos compartieron nos hace pensar que así fue, un amor imposible.

A estas alturas de mi vida lectora, admito sin reparos que esta parte se me ha hecho algo tediosa, pues no he hallado pasajes reveladores de lo que uno espera tras ese título. Aquí el autor nos narra una sucesión de episodios juveniles, a saber; el encuentro con las gentes y costumbres de la campiña, sin más trascendencia que mostrar un fresco sobre la vida y maneras en dicho entorno, así como con pinceladas descriptivas de sus experiencias londinenses, muchas interesantes claro está, pero sin desvelar nada sustancial en cuanto a la materia prima que acaparó mi atención inicial, el opio y él, él y el opio.  
Esta primera parte viene introducida por el título “Al lector”. Es el propio escritor quien asume la voz narrativa para contarnos su historia. Que nadie espere en estas cuarenta y ocho páginas iniciales unas andanzas adolescentes al estilo del “Oliver Twist” de Dickens. T. de Quincey no llega al talento literario del primero, pero una vez más diré que el autor que nos ocupa puso más encomio en su labor investigadora y de estudio, centrada sobre todo en la filosofía y, con especial encono, en la figura de Kant. Esa era su obsesión, más que deslumbrar al lector con su estilo literario, impecable aunque sin la magia narrativa que si me provocaron otros autores análogos.
Por fin llega la segunda parte del libro, organizado bajo estos capítulos:
“Los placeres del opio”, “Introducción a los dolores del opio” , “Los dolores del opio”.
Concluye en un apéndice aclaratorio del autor acaparando las páginas finales.
Ni que decir tiene que esperaba con cierta impaciencia saciar mi morbosa curiosidad ante el poder de invocación que suscita el matrimonio formado por T. de Quincey y el opio.
El escritor empezó a consumir la sustancia para calmar los dolores estomacales que sufría con regularidad, lo que comenzó así pasó a convertirse en una gran adicción, que ya solo buscaba el mero placer físico y mental, afición que se prolongó durante dieciocho largos años (desde los veintiocho hasta los cuarenta y seis), en los que apenas hubo un atisbo de remordimiento, más bien al contrario.
Aquí mi condición lectora se ha sentido más complacida, hay fases del libro que encontré brillantes, pero en otras el brillo rutilante se iba extinguiendo lentamente. Algunos pasajes explicando los principios de economía política, ya en plena vorágine opiácea, se me antojaban la explicación de un anodino catedrático de ciencias, viendo que se prolongaban durante una página más me las he saltado.
Veamos algunas comparaciones que hace el autor entre diferentes vías de estímulo:

“El placer que da el vino va siempre en aumento y tiende a una crisis, pasada la cual declina; el del opio, una vez generado, se mantiene estacionario durante ocho o diez horas; el primero, según la distinción técnica utilizada en medicina, es un placer agudo, el segundo es crónico; el primero es una llama, el otro un resplandor constante y uniforme. Pero la diferencia fundamental estriba en esto, que mientras el vino desordena las facultades, el opio, por el contrario (si se toma de manera apropiada), introduce en ellas el orden, legislación y armonía más exquisitos. “

Hay referencias a sus amigos intelectuales, el poeta Coleridge por ejemplo, que a todo lector de buena literatura le satisface encontrar, y lo mismo se puede decir de las  frecuentes alusiones a los clásicos griegos.

Otro apunte que le agradezco sinceramente a T. de Quincey es descubrirme que no era tan inepto (yo) cuando afirmaba la dificultad de entender un párrafo entero, ¡no ya un libro! De Kant. Mi gratitud señor Quincey:

“Ahora volvía a ser feliz: tomaba solo 1.000 gotas de láudano por día y ¿qué era eso? Una primavera tardía ponía término a la estación de mi juventud; mi cerebro cumplía sus funciones con la salud de antes; otra vez leí a Kant y otra vez lo entendí o creí entenderlo (…)”

Creo de veras que el libro cumple el cometido que se había propuesto el autor, revelar de primera mano el impacto del opio en una mente portentosa, como así mismo se atribuye T. de Quincey.
He disfrutado bastante más la segunda parte, la prosa en varias ocasiones se ha manifestado poderosa, como si estuviese imbuida del efecto narcotizante del opio, luego el efecto se iba diluyendo y el relumbrón narrativo también.
La única e insalvable contrariedad es que el cometido que yo me había propuesto, viajar al mundo habitado por las ensoñaciones opiáceas, se ha quedado en un destello que pasó fugaz ante mis ojos.
Yo no consumo opio, a lo sumo una copa de un buen Rivera del Duero o Rioja. Si hay una reelectura, seguro que sí, lo haré con la copa más llena de lo habitual... por aquello de meterme un poco más en el papel. Conseguir opio está complicado, y mi ánimo tampoco está por la labor.


martes, 16 de junio de 2015

Adolfo. Benjamin Constant (Lausana, 1767 - París, 1830) 
Libro, Editorial Planeta, 1983, 128 páginas. Traducción de Gabriel Oliver.





He pretendido hacer de Benjamin Constant y su célebre “Adolfo” (1816), un postre (pues corta es su extensión), con la misión de facilitar la digestión de un plato tan exótico y especiado como fue Clarice Lispector.
Si la autora brasileña encaja bien en esa técnica gastronómica que hace de la “deconstrucción” su seña de identidad, en “Adolfo” (o Adolphe, según la editorial de que se trate), todo se aviene a la pregnancia, es decir, el principio de estabilidad, simplicidad y equilibrio de las formas.
Pero esta novela se ha revelado como un primer plato de exquisita elaboración.

Que se aborde la historia de una conflictiva relación sentimental puede parecer tan poco original como afirmar que “la primavera es un estallido de vida y de color”. En honor a la verdad no es un tema original.
Y sin embargo esta obra es considerada una pequeña joya de la literatura clásica europea.

El perfil autobiográfico que discurre por sus páginas es evidente , algo que afirmaba tanto la crítica de la época como personas cercanas a B. Constant. Aunque él  se apresuró a desacreditar tales afirmaciones no se pueden obviar muchos paralelismos entre la obra y el autor; la naturaleza de la relación paternofilial en esta ficción guarda un notorio parecido con la real.
Tampoco se puede creer la desfachatez de que Adolfo sea en sí mismo el señor B. Constant, eso sería caer en el absurdo de reducir algo irreductible como es la compleja personalidad del escritor, o de quien sea.

Hay un hecho en la vida de B. Constant que acaparó un protagonismo casi absoluto, el tumultuoso romance que mantuvo con la enigmática y no menos compleja Baronesa de Staël Holstein, conocida por todos como Madame de Staël. Una relación que se inició en 1794, a la edad de 28 años él y 27 ella.
Una mujer cuyo ingenio y vasta cultura rivalizaban con la de los intelectuales contemporáneos, incluido el propio B. Constant, algo que por lo visto le seducía tanto como le exasperaba. Sin duda M. de Staël, cuando proceda, merece otro extenso comentario.
La relación amorosa, traumática y apasionada, entre estas dos arrebatadoras personalidades constituye, según la opinión general, la columna vertebral de la obra.

Adolfo es un joven que, recién acabados sus estudios en la Universidad de Gotinga, se muestra ansioso por seguir respirando aire fresco, lejos de la incómoda presencia del padre, un alto funcionario del gobierno francés.
Éste, aunque persona de nobles principios y siempre indulgente con su hijo, es un ser cuya patológica timidez ha provocado que sus sentimientos paternos queden aprisionados en la esfera de su ensimismamiento.

“ Mi padre era para mí no un censor, sino un observador frío y cáustico
que, primero sonreía con irónica comprensión e, inmediatamente, daba por terminada la conversación dando muestras de impaciencia. Durante mis primeros dieciocho años, no me acuerdo de haber sostenido con él una conversación que durara una hora. Sus afectuosas cartas estaban llenas de consejos, eran razonables, sensibles; pero apenas nos hallábamos el uno frente al otro, adivinaba en él una falta de naturalidad que no acababa de explicarme, y que actuaba en mí de forma negativa y penosa.”

Así es, ese terreno de la ternura y el afecto que tantos padres dejan inexplorado por considerarlo insustancial. Esa es la relación de Adolfo y su padre, cordial pero sin sustancia afectiva. Con dicho “abono vital” crecerá el joven protagonista.
Atendiendo al deseo de independencia de Adolfo, su padre le enviará por una larga temporada a la casa de un conde alemán, amigo de la familia.
Y ahí se cruzarán los destinos de Adolfo y Ellénore. Ella, otrora perteneciente a una prestigiosa familia polaca asolada por la ruina, es la amante consentida en el círculo social del conde, éste no estaba esposado legalmente a ninguna mujer, se enamoró de la bella Ellénore y ella obtuvo la protección y seguridad  que le fueron esquivas desde su infancia.
Adolfo quiere experimentar ese extraño sentimiento que es estar enamorado, asiste fascinado a la transformación que tal estado provoca en un amigo. Está firmemente decido a vivir algo así, cuanto antes. Ellénore, diez años mayor que él, será el objetivo de sus ínfulas sentimentales.
Lo que en principio se convierte en un reto amoroso, fruto de la impetuosa irresponsabilidad juvenil, acabará siendo un vía crucis para ambos.
No sin esfuerzo, el retraído e indeciso Adolfo logra vencer la reticencia inicial de Ellénore.
Adolfo se siente pletórico, no por haber conseguido su propósito, sino porque en verdad la pasión le ha desbordado.

“¡Desgraciado del hombre que al iniciar una relación amorosa no cree que será eterna!
¡Desgraciado del que, incluso en el primer beso, conserva una funesta lucidez, y sabe que es posible que todo se acabe!“

La secreta y ardiente pasión inicial a la que se entregan los nuevos amantes en estos primeros meses irá diluyéndose ante una certeza que no ha dejado de atormentar a Adolfo desde el princio, él no la ama. Ella está dispuesta a morir por él.
La compasión será lo que impida al insensato de Adolfo abandonar a Ellénore. Fatídica elección.
Cuando Ellénore está junto a su pretendido, quien a pesar de no amarla la colma de atenciones y ternura, es ella misma, se libera de fingir amabilidad y gratitud hacia una clase social que siendo en todo exquisita y amanerada con la misma pérfida elegancia la desprecia.
Ellénore ama con locura a Adolfo, de hecho es la primera vez que ama a un hombre, y piensa que su amor es correspondido de igual modo.
Él, consciente del inmenso dolor que su confesión causará a Ellénore va postergando indefinidamente el fin de la relación. Adolfo considera que el sufrimiento padecido por aguantar esta unión, que solo le reporta la privación de su libertad, es más soportable que asistir al hundimiento de la bella Ellénore.
El deber ético que uno mismo se impone para impedir el dolor de otro, es la única razón, extinguidas las demás, para sustentar la relación. El fracaso está asegurado. La compasión hacia ella es una forma sutil de sufrimiento para ambos.
El protagonista se ha metido en un endiablado laberinto, arrastrando a su vez a Ellénore, del que no ve manera alguna de salir.
El mundo libre y la tranquilidad de espíritu que anhela están de puertas afuera, cuando parece que tiene la salida a su alcance vuelve a enredarse en ese amor imposible. Vive con la terrible angustia de perder la libertad cada vez que está a punto de alcanzarla.
Ellénore aún no es consciente de la peligrosa trayectoria que ha tomado la relación, pero lo será, por supuesto. Y cuando llegue ese momento se desvivirá, más si cabe, por él, hasta el punto de que Adolfo se maldiga a sí mismo por su desamor, desea amarla con todas sus fuerzas pero su corazón dice que no. Imposible salir bien parados de semejante situación.

Benjamin Constant construye un intenso relato narrado en primera persona por el protagonista, mediante esa prosa elegante que, en torno al amor, solo los autores franceses saben destilar.
B. Constant maneja con maestría la hondura psicológica de los personajes, y es capaz de mantener la tensión del lector sin recurrir a la mención explícita de sexo, algo que solo está al alcance de los grandes.
Esos complejos resortes psicológicos que actúan sobre los amantes para comportarse de la forma que lo hacen están expuestos con la clarividencia que suelen brindarnos los autores clásicos.

Ya he dicho que la historia no es original, pero las reflexión que suscita en cuanto a la dificultad de conciliar amor y personalidad me ha resultado de enorme interés, y al ser cuestiones intemporales nunca dejan de ser actuales.

Me hubiera gustado un poco más de recorrido en el personaje de Ellénore, pero teniendo en cuenta el carácter autobiográfico de la trama es lógico que el peso narrativo recaiga sobre Adolfo. Aunque la novela no se resiente por el “pero” que expongo, ni mucho menos.
Queda patente la imagen de la mujer, a través de Ellénore, como reflejo fiel de la época, es la de un ser absolutamente desvalido fuera de la protección dominante del hombre.

Hay un mensaje claro de B. Costant. El triunfo de la hipocresía social, una postura que se sustenta en la falsedad, sobre un sentimiento verdadero, la pasión de un amor incondicional. La falsedad se reproduce en la medida que la autenticidad no hace sino acrecentar su extinción.
El trágico final de la novela duele, porque lo auténtico, que siempre parece mostrarse en toda su plenitud, puede ser tan frágil como una gota de lluvia.






miércoles, 10 de junio de 2015

Un soplo de vida. Clarice Lispector, (Chechelnik , Ucrania, 1920 -  Río de Janeiro, Brasil, 1977) 




“Digo lo que tengo que decir sin literatura”

Con esa sentencia de la propia autora, quien afronte la lectura de Clarice Lispector no ha de esperar que ésta le guíe de la mano por el recorrido del libro.
Los libros de Clarice no tienen avenidas principales por las que transitar, no tienen una geometría rectilínea por la que discurra la prosa; inicio, nudo, desenlace. Sus libros no se acaban porque la primera página podría ser la última y ésta última el principio de todo. La historia huye de un mundo sin formas.

Página primera:

“Vivir es una especie de locura que la muerte comete. Porque en ella vivimos, vivan los muertos”

Antes de continuar… he de decir que esas palabras las he grabado a fuego lento en la memoria. Ese enunciado puede tener más profundidad que algunos libros enteros.
Al abrir el libro por curiosidad, en un lugar cualquiera de Madrid, me crucé con esa frase. No me hizo falta leer más, me lo compré. Tuve el libro de Clarice entre mis manos y éste me hizo ser como ella, impulsivo e imprevisible como el aleteo de una mariposa. A veces suceden esas cosas.

Sigo.

¿Veis? Yo hubiese firmado ahora mismo que esa frase de Clarice es el final del libro. Pero a ella le apetecía  que la muerte estuviese escrita en el principio.
Iluso de mi, pensaba que la vida era el comienzo de todo, no el final.

Las historias se deshacen en sensaciones que van flotando por el libro. Ha sido escrito por impulsos de inspiración. Su escritura no es literaria, es sensitiva. Lo sensitivo es inasible y la complejidad reside ahí, en afrontar la libre interpretación del mundo sensorial de Clarice.
Búscate la vida, parece decirte ella:

“Éste es un libro silencioso. Y habla, habla en voz baja.
Éste es un libro flamante: recién salido de la nada. Se toca al piano, delicada y firmemente al piano, y todas las notas son límpidas y perfectas, unas separadas de las otras. Ésta libro es una paloma mensajera. Escribo para nada y para nadie. Si alguien me lee será por su propia cuenta y riesgo. No hago literatura: solo vivo al paso del tiempo. El resultado fatal de que yo viva es el acto de escribir. Hace tantos años que me perdí de vista que vacilo en intentar encontrarme. Me da miedo comenzar. Existir me da a veces taquicardia. Me da tanto miedo ser. Soy tan peligroso. Me pusieron un nombre y me apartaron de mí “ (pag. 16)

Eso no es el prólogo, ya es la obra en pleno desarrollo.

El libro es una encrucijada de caminos, sin direcciones definidas, complejo, un adjetivo que siempre va asociado a esta autora:

“Ángela: Ayer el mundo me expulsó de la vida. Hoy la vida nació. Ventolera, mucha ventolera. ¿Por qué siempre se dice: lo dejamos para la semana que viene? Yo estoy aquí, aquí, esperando. Vivo ahora y el resto que se vaya a la puta mierda. Y mi perro que no ha hecho nada. Solo es. Yo también soy: sí. Yo con la bandera echa jirones.
Hay viejos que mueren en primavera: no soportan la germinación de la tierra.
Quiero una muerte elegante. Por otra parte, ya he muerto y no lo supe. Soy mi fantasma inquietante.” (pag.150)

De ascendencia judía, nacida en Ucrania pero criada en Brasil.
El Amazonas es Clarice. La prosa de Clarice es amazónica, sus palabras son exuberantes y frondosas como la flora del gigantesco pulmón verde.
En la selva hay belleza que te arrebata, también mosquitos que te desquician, y la luz pasa tamizada a través de la oscuridad. La lectura de Clarice te arrebata y te desquicia, te ofusca y te libera.
No pocas veces hay que apartar las raíces, lianas y demás vegetación para avanzar en esa “prosa amazónica”, en ocasiones acabas agotado. Su lectura me alienta y tiempo después puede fatigarme. Lo dejo entonces, me voy a tomar un té, leo un cuento a mi hija, salgo a pasear por un campo solitario cerca de casa. Al regresar veo el libro en la mesa del salón, titubeo, pero esa frase tremenda es mucho más poderosa que yo, me vence y sigo leyendo. Y luego volveré a parar. Y así continuamos el libro y yo.

Un soplo de vida es lo que le quedaba a Clarice cuando finalizó este libro, murió poco después. Ella misma afirmó que fue “escrito en agonía”, según nos dice Olga Borelli, su secretaria personal, en la escueta presentación de este título.
Clarice transmite su peculiar “horror vacui” en cada párrafo, éstos son una especie de abismos que se precipitan al vacío.

Una narración gestada en  lo intrincado de indagar sobre si misma y en la persona que su propia escritura  le ha revelado.
El ejercicio de introspección al que se sometió Clarice, desde los inicios de su trayectoria literaria, parece llegar al culmen en este “collage literario” que supone “Un soplo de vida”.

De nuevo me encuentro una no-estructura igual de caprichosa que los vaivenes de una cometa al viento.

Lo ha escrito para preguntarse sobre el sentido que tiene su vida, si es que lo tiene. Sobre el sentido que para ella tiene escribir, si es que lo que tiene. Para ello ha creado dos personajes que, claro está, son su álter ego:

Él, escritor, a quien simplemente llama Autor, además ha querido que sea hombre.
Ella, la propia protagonista del Autor, Ángela. Ella ha nacido de un sueño que tuvo el Autor, y él, a su vez, fue un “destello” onírico de Clarice.
Así habla El Autor de su creación, Ángela:

“No sé que esperar de ella: ¿tendré solamente que transcribirla? Debo tener paciencia para no perderme dentro de mí: vivo perdiéndome de vista. Me hace falta paciencia porque soy varios caminos, aun el fatal callejón sin salida. Soy un hombre que eligió el gran silencio. Crear un ser que se contraponga a mí es posible dentro del silencio. Clarinete en espiral. Violonchelo oscuro. Pero consigo ver, aunque a duras penas, a Ángela de pie junto a mí. Hela ahí que se acerca un poco más. Después se sienta a mi lado, se cubre el rostro con las manos y llora por haber sido creada. La consuelo haciéndole entender que también yo padezco la vasta e informa melancolía de haber sido creado. Ojalá hubiese permanecido en la inmanencia sagrada de la Nada. Pero hay una sabiduría de la naturaleza que me hace, después de creado, moverme sin que yo sepa para qué sirven las piernas. “  (pag. 27)

“ (…) también yo padezco la vasta e informe melancolía de haber sido creado” … ufff !

No lo digo yo, lo dice ella claro y alto:

“Si alguien me lee será por su propia cuenta y riesgo”

Acepto el envite, señora Clarice, después de todo hace años que la sigo en silencio.
Adelante con los retos, fuera con la mediocridad. Una proclama que parece gritármela ella.

¿ Y por qué leo a Clarice?

- Porque cuatro o cinco frases suyas contienen más profundidad que las trescientas o cuatrocientas páginas de muchos libros. Si para hallar ese tesoro tengo que abrirme paso por sendas farragosas y no pocos obstáculos, asumo el esfuerzo, en la medida que cuesta llegar a algo percibes la plenitud del gozo final.

- Porque siento que vuelvo a nacer como lector, porque una lectura suya es una transfusión de sangre nueva, que me limpia y descontamina de mil lecturas anteriores.

Esto es válido para mí, cada uno que decida el o el no en función de su naturaleza.

Cuando lees un libro que te remueve por dentro, tú mismo eres ese libro andante, eres todo eso que has leído durante unos días, tu vida se expande más allá de la piel porque el libro usurpa tu alma, después todo vuelve a desvanecerse.

Iba a decir que había algo que buscaba en esta lectura, descubrir esas palabras que se aferran al último aliento de vida, que habitan en el paisaje íntimo del yo cuando se ha llegado al final del camino, sin embargo siento que han sido ellas las que me buscaron a mí.

Página final del libro, últimas palabras:
“ Por mi parte, estoy. Sí.
  Yo… yo… no. No puedo acabar.
  Creo que… “

¿Veis? Los libros de Clarice no acaban…


jueves, 4 de junio de 2015


La poesía y la música también se cruzan en el tiempo, se entregan a un romance lorquiano, se entrelazan, se besan, se abrazan como si no existiese un mañana… y se deshacen, otra vez, en el tiempo. 

Camarón de la Isla (Cádiz, 1952 - Barcelona, 1992)

Hay algo enigmático y salvaje en la presencia de Camarón, en su voz, que me pone los pelos de punta, ni siquiera se trata del flamenco que, como el frío, a veces me gusta y otras no. Él es como un remolino de viento que rompe la abrasadora quietud del mediodía veraniego, apareciendo repentinamente y fugándose con la misma prisa, dejándonos el resonar de puertas y ventanas que golpean briosas, como los palmeros flamencos.

Lorca cantando a través de la voz y el cuerpo de Camarón puede ser ese sueño que va flotando sobre el tiempo o… no importa lo que sea, solo hay que sentirlo.

Camarón, “la leyenda del tiempo” (basada en el poema de García Lorca)



El sueño va sobre el tiempo 
Flotando como un velero 
Nadie puede abrir semillas 
En el corazón del sueño 

El tiempo va sobre el sueño 
Hundido hasta los cabellos 
Ayer y mañana comen 
Oscuras flores de duelo 

El sueño va sobre el tiempo 
Flotando como un velero 
Nadie puede abrir semillas 
En el corazón del sueño 

Sobre la misma columna 
Abrazados sueño y tiempo 
Cruza el gemido del niño 
La lengua rota del viejo 

El sueño va sobre el tiempo 
Flotando como un velero 
Nadie puede abrir semillas 
En el corazón del sueño 

Y si el sueño finge muros 
En la llanura del tiempo 
El tiempo le hace creer 
Que nace en aquel momento 

El sueño va sobre el tiempo 
Flotando como un velero 
Nadie puede abrir semillas 
En el corazón del sueño 

El sueño va sobre el tiempo 
Flotando como un velero 
Nadie puede abrir semillas 
En el corazón del sueño