Confesiones de un inglés comedor de opio. Thomas de Quincey (Manchester, 1785 - Edimburgo, 1859)
Libro. Alianza Editorial, 1987. 115 páginas. Traducción de Luis Loayza.
Tengo muchas
cuentas pendientes que saldar con viejos libros, siempre eternos aspirantes a
una cita que nunca parece llegar a consumarse.
En favor de algunos
diré que tal vez no me consideraba un acompañante a la altura de mi partenaire.
Uno de esos
pretendientes era “Confesiones de un inglés comedor de opio” (1821), escrito por
Thomas de Quincey. Un libro de apenas ciento dieciséis páginas que permanecía
olvidado, como tantos otros, en algún rincón de mis estanterías.
El caso es que
empecé a leerlo hace más de dos semanas, junto con "Adolfo" de B. Constant,
simultaneaba ambas lecturas.
El desamor de "Adolfo", las más de las veces, para la sobremesa, un poco de té por aquí, algún
paseo por allá. El Opio, de Thomas de Quincey, para la noche salvo excepciones, con algún receso,
y como no conviene abusar de las sustancias psicotrópicas lo he consumido en
pequeñas dosis, dos o tres páginas cada anochecer, cuando salen los vampiros y
a la espera de que Morfeo me entregara al sueño.
El título anuncia
de forma explícita lo que vamos a encontrar, la confesión de un opiómano que
además es escritor, un intelectual de refinada cultura, Thomas de Quincey.
A pesar de la
admiración de Baudelaire, Borges y otros autores por esta obra, como señalan
las distintas biografías, no me ha provocado un entusiasmo excesivo. La prosa
de T. de Quincey es impecable, lo que no implica que sea arrebatadora, pero en
defensa del autor debe decirse que no pretendía hacer una exhibición literaria
con esta narración, solo eso, confesiones.
El libro se
estructura en dos partes. La primera consta del periplo juvenil que protagoniza
el escritor, primero como brillante estudiante de literatura y lenguas clásicas
y después, falto de estímulos por su superior erudición sobre los profesores,
nos describe su fuga del claustro académico y sus posteriores andanzas en la
campiña galesa, para concluir deambulando por las calles londinenses, entre los
zarpazos del hambre y el encuentro con determinadas personas que dejaron una
profunda huella en su vida. Ahí destaca con luz propia Ann, una prostituta
londinense con quien mantuvo una entrañable amistad, T. de Quincey no llega a
pronunciar “amor platónico”, pero su forma de describirnos los fugaces momentos
de complicidad y cuidados que ambos compartieron nos hace pensar que así fue, un
amor imposible.
A estas alturas de
mi vida lectora, admito sin reparos que esta parte se me ha hecho algo tediosa,
pues no he hallado pasajes reveladores de lo que uno espera tras ese título.
Aquí el autor nos narra una sucesión de episodios juveniles, a saber; el
encuentro con las gentes y costumbres de la campiña, sin más trascendencia que
mostrar un fresco sobre la vida y maneras en dicho entorno, así como con
pinceladas descriptivas de sus experiencias londinenses, muchas interesantes
claro está, pero sin desvelar nada sustancial en cuanto a la materia prima que
acaparó mi atención inicial, el opio y él, él y el opio.
Esta primera parte
viene introducida por el título “Al lector”. Es el propio escritor quien asume
la voz narrativa para contarnos su historia. Que nadie espere en estas cuarenta
y ocho páginas iniciales unas andanzas adolescentes al estilo del “Oliver Twist”
de Dickens. T. de Quincey no llega al talento literario del primero, pero una
vez más diré que el autor que nos ocupa puso más encomio en su labor
investigadora y de estudio, centrada sobre todo en la filosofía y, con especial
encono, en la figura de Kant. Esa era su obsesión, más que deslumbrar al lector
con su estilo literario, impecable aunque sin la magia narrativa que si me
provocaron otros autores análogos.
Por fin llega la
segunda parte del libro, organizado bajo estos capítulos:
“Los placeres del
opio”, “Introducción a los dolores del opio” , “Los dolores del opio”.
Concluye en un apéndice
aclaratorio del autor acaparando las páginas finales.
Ni que decir tiene
que esperaba con cierta impaciencia saciar mi morbosa curiosidad ante el poder
de invocación que suscita el matrimonio formado por T. de Quincey y el opio.
El escritor empezó
a consumir la sustancia para calmar los dolores estomacales que sufría con
regularidad, lo que comenzó así pasó a convertirse en una gran adicción, que ya
solo buscaba el mero placer físico y mental, afición que se prolongó durante
dieciocho largos años (desde los veintiocho hasta los cuarenta y seis), en los
que apenas hubo un atisbo de remordimiento, más bien al contrario.
Aquí mi condición
lectora se ha sentido más complacida, hay fases del libro que encontré
brillantes, pero en otras el brillo rutilante se iba extinguiendo lentamente.
Algunos pasajes explicando los principios de economía política, ya en plena vorágine
opiácea, se me antojaban la explicación de un anodino catedrático de ciencias,
viendo que se prolongaban durante una página más me las he saltado.
Veamos algunas
comparaciones que hace el autor entre diferentes vías de estímulo:
“El placer que da
el vino va siempre en aumento y tiende a una crisis, pasada la cual declina; el
del opio, una vez generado, se mantiene estacionario durante ocho o diez horas;
el primero, según la distinción técnica utilizada en medicina, es un placer
agudo, el segundo es crónico; el primero es una llama, el otro un resplandor
constante y uniforme. Pero la diferencia fundamental estriba en esto, que
mientras el vino desordena las facultades, el opio, por el contrario (si se
toma de manera apropiada), introduce en ellas el orden, legislación y armonía más
exquisitos. “
Hay referencias a
sus amigos intelectuales, el poeta Coleridge por ejemplo, que a todo lector de
buena literatura le satisface encontrar, y lo mismo se puede decir de las frecuentes alusiones a los clásicos griegos.
Otro apunte que le
agradezco sinceramente a T. de Quincey es descubrirme que no era tan inepto
(yo) cuando afirmaba la dificultad de entender un párrafo entero, ¡no ya un
libro! De Kant. Mi gratitud señor Quincey:
“Ahora volvía a ser
feliz: tomaba solo 1.000 gotas de láudano por día y ¿qué era eso? Una primavera
tardía ponía término a la estación de mi juventud; mi cerebro cumplía sus
funciones con la salud de antes; otra vez leí a Kant y otra vez lo entendí o creí
entenderlo (…)”
Creo de veras que
el libro cumple el cometido que se había propuesto el autor, revelar de primera
mano el impacto del opio en una mente portentosa, como así mismo se atribuye T. de Quincey.
He disfrutado
bastante más la segunda parte, la prosa en varias ocasiones se ha manifestado poderosa, como si estuviese imbuida del efecto narcotizante del opio, luego
el efecto se iba diluyendo y el relumbrón narrativo también.
La única e
insalvable contrariedad es que el cometido que yo me había propuesto, viajar al
mundo habitado por las ensoñaciones opiáceas, se ha quedado en un destello que
pasó fugaz ante mis ojos.
Yo no consumo opio,
a lo sumo una copa de un buen Rivera del Duero o Rioja. Si hay una reelectura,
seguro que sí, lo haré con la copa más llena de lo habitual... por aquello de meterme un poco más en el papel. Conseguir opio
está complicado, y mi ánimo tampoco está por la labor.