P. Castillo

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miércoles, 22 de septiembre de 2021

 


Alguien dejó volar a su caballo...


El otoño acaba de abrir sus puertas.

Ya estoy impaciente por alzar la vista y encontrarme con la llegada de un vuelo victorioso, este adjetivo no es baladí, pues el signo de la victoria puede apreciarse de modo ostensible, con su trazo caligráfico, surcando el cielo. Como ya supondréis me refiero a las grullas.


Grullas, llegada triunfal. Foto, Paco Castillo.

Un dato curioso, me entero de que las grullas a su paso por la capital utilizan el eje de la Castellana como una especie de hito, pues es una de las principales vías de Madrid (atraviesa la ciudad de norte a sur), y esto divisado desde el cielo tiene una interpretación para las aves; las sitúa y orienta en su rumbo hacia Extremadura, fin de la etapa.


Desde la Casa de Campo, panorámica distritos norte de Madrid, Paseo de la Castellana y otros. Foto, Paco Castillo. 

Mirar al cielo nos proporciona una sensación de amplitud que la vida a ras del suelo nos niega, dado lo constreñido de nuestra terrenal existencia; nacer, vivir y morir. Uno contempla el cielo, o el mar, y piensa que la vida, su vida, se despliega sobre un lienzo sin límites, deshaciendo en esos instantes la finitud que nos oprime, angustia que tantas vocaciones filosóficas y poéticas ha creado.


Al fondo la Sierra de Guadarrama, intimidada y empequeñecida ante la majestuosidad del cielo. Foto, Paco Castillo.


Foto, Paco Castillo.

A veces el firmamento confiere al paisaje una fantasmagórica belleza. Foto, Paco Castillo 


Cuando levantamos la mirada en una noche plagada de estrellas la sensación de expansión es más acusada todavía, pues el cielo nocturno es insondable y esto es una tentación irresistible para la imaginación, ejercicio expansivo donde los haya, la noche se nos insinúa con lo que oculta, así es como se crea también la poesía, al menos Novalis creó sus Himnos a la noche, o la pintura…


Últimas golondrinas revoloteando nerviosas antes de partir. Foto, Paco Castillo.


Viajar guiándose por las estrellas ya lo hacíamos desde la antigüedad, que se lo digan a esos magníficos navegantes sin gps de última generación ni sofisticados satélites, los fenicios de hace 3200 años.

Pero mucho antes que nosotros ya lo hacían las aves, algunas de apariencia tan frágil como los petirrojos, migrante nocturna (como otras pequeñas aves canoras, evitando depredadores), impresionantes cartógrafos construyendo con las estrellas de la noche su mapa. 

Unos llegan y otros se van, ley de vida; como el escribano hortelano (bellísimo nombre, prepararé algún post con nombres de pájaros), que pronto volará a África, siguiendo la estela dejada por las golondrinas.


           Petirrojo. Foto, Paco Castillo.

Con una de mis guías de pajáros. Foto, paco Castillo.

El cielo diurno se presta menos a este viaje imaginativo, ahí todo es diáfano, regalado a la vista, es un estímulo diferente. Las cigüeñas lo prefieren en su periplo.


Foto, Paco Castillo.


Dicho esto, es fácil adivinar que miro al cielo con frecuencia, y si hay nubes errantes mis ojos se abren aún más, como los de un niño cuando descubre el mar.

Mirando al mar con mi hija, hace algunos años. Foto, Paco Castillo.

Es por ello que al despuntar un nuevo día, me gusta abrir una ventana para observar eso mismo, el cielo. Y los otoñales me atraen sobremanera. Momentos más tarde, si tengo oportunidad, me apresuro a salir al campo cámara en mano, sabiendo que los estorninos, con la fresca y el cielo plomizo, estarán esperándome con sus bandadas sobre los tendidos eléctricos.



 


El otoño, los estorninos. Fotos, Paco Castillo.


Y de paso observo las nubes a ver que me encuentro…

Gaviotas reidoras, casi inapreciables, disfrutando del invierno madrileño. Foto, Paco Castillo.


Nunca he dejado de mirarlas, y eso que siendo escolar había algún profesor que otro empeñado en que desistiera:

 “Deje ya de mirar a las nubes y aplíquese con la Teoría de Conjuntos. Mañana será el primero en explicarme el Sistema Binario”.

Al día siguiente explicaba con exactitud el Sistema Binario. En lo que respecta a las nubes… Jamás hice caso.

Bueno, el asunto es que mi hallazgo en esta mañana ha sido muy, muy singular, superó todas mis expectativas…

Un simpático caballito volador, dejémoslo ahí… Foto, Paco Castillo.

Quiero pensar que esta visión ha sido el producto de un pacto; el que hicieron una niña y su caballito.

Ella acordó con su amigo que aflojaría las riendas entre sus dedos para que él echase a volar. Y una vez allí arriba, siguiendo el rumbo marcado por el viento, habría de hacerse una idea de como se ven las cosas desde el cielo, en ese mundo silencioso carente de discursos, proclamas y conversaciones callejeras al albur de los telediarios. Todo lo que llega arriba es parodia mímica, teatro mudo.

La promesa es que el caballito, cuando tenga a bien finalizar su aventura, cual Nils Olgersson en su maravilloso viaje, regresará para contarle a la niña como vio las cosas desde allí, meciéndose en las brisas.


No descarto que el caballito después de subir y subir hasta hacerse brumoso, tenga encuentros insospechados para quienes estamos abajo. Quien sabe si compartirá confidencias con el Barón de Munchhausen, que inmortalizó Rudolf Erich Raspe, y como tal inmortal aún siga volando por acá y por acullá haciendo crónicas de sus extravagantes lances.

Foto, Paco Castillo.

 

En este punto dejamos al caballito (luego volveremos), y vamos a fijarnos unos instantes en esa historia del Barón Munchhausen para remarcar un aspecto interesante. No olvidemos que el tal Barón fue un personaje real, contemporáneo a Rudolf Erich Raspe, y cuya vida vida fue parodiada por la literatura.

El protagonista vive en una fascinante subversión de la realidad, Rudolf hace toda una oda a la ficción literaria con su personaje, es decir, a la mentira como producto fantástico; pues el Barón era en definitiva la quintaesencia de la mentira, pero elevada a categoría literaria de primer orden.

Así es, la literatura, en esta y tantas obras, subvierte esa naturaleza negativa de la mentira; uno lee el Quijote sabiendo que sus andanzas son pura fantasía, una mentira literaria, pero en este ámbito su efecto no deja de ser sorprendente; cierras el libro del ilustre caballero andante y el mensaje que trasciende al lector es una incontestable verdad sobre nuestra condición e idiosincrasia, es una verdad que alcanza de lleno al lector, que la hace suya, y lo maravilloso es que esa verdad ha cobrado entidad y se ha elevado desde la pura fantasía. Una verdad que se hace más aprehensible cuanto mayor es la fantasía que la sustenta. He aquí la huella genuina de la literatura, su fuerza y su magia, proyectadas sin igual en los cuentos y relatos, que alguien lea los cuentos de Julio Ramón Ribeyro, de Cortázar, Karen Blixen, Edgar Allan Poe, Chejov, Emilia Pardo Bazán, etc, etc, y comprobará esa verdad. 

En ese sentido recuerdo un libro que leí de Julio Cortázar, una recopilación de experiencias en sus clases de Literatura; en la Universidad de Berkeley. Cortázar fue uno de los escritores más entusiastas del componente fantástico en su obra, pero el aclaraba con maestría el tipo de fantasía que exploraba:

 “(…) no acepto nunca ese tipo de fantasía, de ficción o de imaginación que gira en torno así misma y nada más (…)

La fantasía, lo fantástico, lo imaginable que yo amo y con lo cual he tratado de hacer mi propia obra es todo lo que en el fondo sirve para proyectar con más claridad y con más fuerza la realidad que nos rodea.”


                                          Foto, Paco Castillo.

No dejo al Quijote, porque de esa mentira literaria, de la fantasía, parte también el inolvidable personaje; historias inverosímiles cuyos mensajes encierran profundas verdades, como decía antes. Por eso no es extraño que el Barón Munchhausen se encontrase con el Quijote, que fue de gran influencian para esta obra, y para tantas…

 

“Iniciamos nuestro galope (…). Desde allí se extendía ante nuestros ojos un panorama de incomparable belleza; África ofrecía un color quemado, sometida como está a los rayos inclementes del sol; España tendía, en cambio, al amarillo, a causa de los campos de trigo diseminados por todo el territorio; Francia tendía al color de la paja, con manchas de un verde intenso, e Inglaterra se presentó ante nuestra vista llena de la más exuberante vegetación. (…)

Me hallaba sumido en estas consideraciones cuando vi venir hacia mí a un hombre provisto de armadura, con una lanza en la diestra, a lomos de un brioso corcel. A través de mi telescopio, que nunca abandonaba, me di cuenta de que no podía ser más que Don Quijote. Y me pareció que aquel encuentro me proporcionaría grandes diversiones.”




Y doy fe que es así, en el siguiente capítulo se producen una serie de actuaciones entre el Barón y don Quijote de lo más hilarantes, todo ello sazonado con otros personajes a la par de extravagantes.


No me cabe duda, si Rudolf Erich Raspe, mientras escribía sus memorables Aventuras del Barón de Munchhausen, se hubiese topado con semejante espectáculo, un caballito trotando por el cielo otoñal, habría dedicado a este episodio un puesto de honor en el libro, pues su imaginación se dispararía hasta las mismas alturas que surcaba el Barón.

Bueno, ¿y el caballito?, pues siendo honestos no tengo mucho más que decir, yo no puedo saber que asuntos le podrá contar un caballo volador a una niña, a su amiga. 

Mi única certeza es que todo aquello que le cuente será un desafío a la realidad cotejable, él viene de trotar, volar mejor dicho, por lo inmensurable; un territorio que conocen bien los pequeños.

Pero todo eso quedará entre la niña y su amigo volador, para ellos dos. Es su secreto.




En fin, esto fue lo que me sucedió hace tres días. Se me ocurrió mirar al cielo y vi un secreto que se llevaba el viento...




 Lo cuento hoy porque se presenta el otoño. Y es mi cumpleaños.

 

Ah, yo me haré un regalazo, la maravillosa voz de Eivør, nuestra amiga feroesa, una clásica ya por este blog desde hace unos años.

                                    Eivør - Natureboy




P. D. Mi pensamiento con los damnificados de Palma, conmocionado por lo que estamos viendo. 





                


lunes, 13 de septiembre de 2021

 

Luces distantes…




Allá están, esas luces en la lejanía arropadas por la noche y las montañas, podrían ser luciérnagas del campo, pero no, dentro de esas luces hay personas, vidas, historias, lo sé, cualquiera que las mire desde la distancia lo sabe.




Allí adentro hay gente, existiendo en los remotos puntos dorados.

Camino, y mis ojos se dirigen hacia aquellas vidas que mi mente intuye, esas vidas a las que imagino historias.

Es verdad que la lejanía confiere a esas llamaradas suspendidas en la oscuridad una dimensión de irrealidad, fijando los ojos en aquellas luces, ves una cosa pero miras otra, y acaba imponiéndose esa que no ves… 



 

Viene a ser eso que está por encima y por debajo de la “banda media”; tal cual manifiesta el genial Edgar Morin:

Caminando con Edgar Morin hacia las luces lejanas...


LA BANDA MEDIA

"Todo mi trabajo, mis artículos, mis libros, mis verdades tienen que ver con la banda media, el sector intermedio de la existencia, digamos el campo antropológico-histórico-sociológico-político. Digamos también que es el campo de la verificación empírica, en el que el conocimiento se basa en la percepción.

Pero lo que se sitúa encima o debajo de la banda media, el «resto» -ahí donde la percepción casi no tiene sentido, la parte metafísica de las filosofías, la parte poética de las literaturas, la parte musical, secreta, insensata de la existencia-, ese «resto», apenas si lo he evocado en mis prefacios y conclusiones.

El «resto» vive en mis angustias (y como les sucede a muchas otras personas, la angustia es el leimotiv más constante en mi vida). El resto me sobrecoge cuando camino por la ciudad, cuando camino por la noche, cuando me voy a dormir o me despierto. Me cuestiona desesperadamente (lo que significa sin desesperar nunca). No hay noche estrellada en la que no suplique, mirando al cielo, empezar otra vez desde cero, hacer todo lo posible para intentar comprender. Y agito mis sueños, cosmogónicos, hasta dormirme. Aunque sepa que es una locura, a menudo me invade de nuevo la sensación de que es necesario que me decida a tratar de descifrar el enigma de mundo."

Edgar Morin. “En carne viva. Meditación”

 





Tal vez, en aquella luz situada más a la izquierda, una chica de veintitrés o veinticuatro años está escribiendo un WhatsApp en el grupo de amigas, las dice que llegará una hora más tarde al parque, quiere ver su serie de Netflix, el capítulo de hoy promete, pueden empezar el botellón sin ella.

Los botellones están llenos de universitarios. Ella acaba de licenciarse brillantemente en Ingeniería de Sistemas, nada menos, el cuerpo le pide desenfreno…


Entre la luces de más abajo, hay una en la que vive un chico de unos cuarenta y tantos años, solo, quizás divorciado.




Es profesor de secundaria, habla por el móvil con una colega; mañana todos se reunirán con la directora, deben repasar el protocolo sanitario, dichoso covid, y no dejar un cabo suelto ante el comienzo del curso.

Han quedado un rato antes para tomarse un café y ponerse al día.

Acaba la conversación y se va a la cocina, rellena el cuenco con pienso para su gata, ella maúlla agradecida y él le acaricia la nuca.

Se mete en la cama amagando con encender la televisión… finalmente aparta el mando y abre un libro que lleva por la mitad; “La delicadeza” de David FoenkinosHace tres semanas que su doctora le ha retirado el Lormetazepan para dormir, en vista de que su crisis de ansiedad ha remitido considerablemente. Se ha mantenido firme y no ha vuelto a la pastilla, está satisfecho… aunque todavía le imponga un poco acostarse y apagar la luz. De ahí que vaya de la mano de un libro hacia el tránsito onírico, benditos libros. Y bendita gata ronroneando a sus pies...




En una lucecita de arriba vive un matrimonio ya anciano. Estarán viendo el telediario.

Entre ellos flota un silencio que, de vez en cuando, es alterado por un “Ayyy, señor”.

O posiblemente vean uno de esos programas del corazón, con todos los tertulianos desgañitándose a la vez en un galimatías esperpéntico.

En el mueble de la televisión reposan varios retratos de los hijos y de los nietos. En la cima de ese mueble hay una enciclopedia; Enciclopedia Universal Sopena, que compraron, no sin esfuerzo, allá por los 70 para sus hijos.

Y junto a los libros una estatuilla con el símbolo de Nueva York, La Estatua de la Libertad. Jamás han pisado la Ciudad de los Rascacielos, fue un detallito de la hija pequeña cuando estuvo por allá con el novio. La benjamina ya se casó hace 16 años.

El telecotilleo continúa, cumple su función para los dos ancianos… matar el tiempo (aunque siempre sucede al revés), y llenar la casa silenciosa con el vocerío, de jaleo.

Hace mucho que el abuelo no les cuenta a los nietos sus historias, siempre se lo pedían, sobre todo cuando faenó como pastor con cientos de ovejas por tierras extremeñas, siendo muy joven, 17 o 18 años. Luego él y su prometida (la que ahora es su esposa), huirían a los madriles en busca de una vida más cómoda. Entró de aprendiz en un taller de cerrajería donde se jubiló.

Aún se acuerda claramente de sus perros pastores; Rastro, Rubio y Bruja, de eso han pasado nada menos que 66 primaveras, ya ha llovido… pero el recuerdo de estar al raso con sus fieles compañeros se mantiene con una intensidad inextinguible, bastante más vivo que lo acontecido hace unas semanas, digamos.

“Viajar” hacia aquellos momentos le otorga una sensación de plenitud. Su mujer no sabe, nunca se lo contó, que antes de cerrar los ojos doblegado por el sueño… él ya no está en la cama, sino en las enormes dehesas extremeñas, mientras Bruja descansa la cabeza apoyada en su regazo, y él la mima contemplando sus ovejas en lontananza.




Claro, él también ignora los secretos en los que se acurruca su mujer cada noche. Uno y otra hacen su “viaje”. Necesitan huir a su lugar escondido, ese que nadie más conoce. Así ha de ser.




Y yo, por supuesto, también estoy ahora dentro de una luz, viviendo ahí, existiendo en la mirada de alguien tal vez, en esta noche ya dominante.



Me pregunto desde donde me habrá hecho existir mi observador distante. Es posible que desde un avión, o desde un tren, o vagando sin destino. Da igual, en cualquier caso muy lejos de mí.

Ese observador se imagina (me imagina) a un hombre maduro, pasados los cincuenta, escribiendo en el ordenador, seguramente un padre de familia. Y aventurándose todavía más, imagina que esa persona deja de escribir y se asoma al balcón, cuando la noche profunda lo inunda todo, y su mirada se pierde en las minúsculas y temblorosas luces, allá lejísimos, mirando aquello que no ve. Quién sabe lo que pensará…




Sigur Rós - Varúð