Alguien dejó volar a su caballo...
El otoño acaba de abrir sus puertas.
Ya estoy impaciente por alzar la vista y encontrarme con la llegada de un vuelo victorioso, este adjetivo no es baladí, pues el signo de la victoria puede apreciarse de modo ostensible, con su trazo caligráfico, surcando el cielo. Como ya supondréis me refiero a las grullas.
Un dato curioso, me entero de que las grullas a su paso por la capital utilizan el eje de la Castellana como una especie de hito, pues es una de las principales vías de Madrid (atraviesa la ciudad de norte a sur), y esto divisado desde el cielo tiene una interpretación para las aves; las sitúa y orienta en su rumbo hacia Extremadura, fin de la etapa.
Mirar al cielo nos proporciona una sensación de amplitud que la vida a ras del suelo nos niega, dado lo constreñido de nuestra terrenal existencia; nacer, vivir y morir. Uno contempla el cielo, o el mar, y piensa que la vida, su vida, se despliega sobre un lienzo sin límites, deshaciendo en esos instantes la finitud que nos oprime, angustia que tantas vocaciones filosóficas y poéticas ha creado.
Cuando levantamos la mirada en una
noche plagada de estrellas la sensación de expansión es más acusada todavía,
pues el cielo nocturno es insondable y esto es una tentación irresistible para
la imaginación, ejercicio expansivo donde los haya, la noche se nos insinúa con
lo que oculta, así es como se crea también la poesía, al menos Novalis creó sus Himnos a la noche, o la pintura…
Viajar guiándose por las estrellas
ya lo hacíamos desde la antigüedad, que se lo digan a esos magníficos
navegantes sin gps de última generación ni sofisticados satélites, los fenicios
de hace 3200 años.
Pero mucho antes que nosotros ya lo hacían las aves, algunas de apariencia tan frágil como los petirrojos, migrante nocturna (como otras pequeñas aves canoras, evitando depredadores), impresionantes cartógrafos construyendo con las estrellas de la noche su mapa.
Unos llegan y otros se van, ley de vida; como el escribano hortelano (bellísimo nombre, prepararé algún post con nombres de pájaros), que pronto volará a África, siguiendo la estela dejada por las golondrinas.
El cielo diurno se presta menos a
este viaje imaginativo, ahí todo es diáfano, regalado a la vista, es un
estímulo diferente. Las cigüeñas lo prefieren en su periplo.
Dicho esto, es fácil adivinar que
miro al cielo con frecuencia, y si hay nubes errantes mis ojos se abren aún
más, como los de un niño cuando descubre el mar.
Es por ello que al despuntar un nuevo día, me gusta abrir una ventana para observar eso mismo, el cielo. Y los otoñales me atraen sobremanera. Momentos más tarde, si tengo oportunidad, me apresuro a salir al campo cámara en mano, sabiendo que los estorninos, con la fresca y el cielo plomizo, estarán esperándome con sus bandadas sobre los tendidos eléctricos.
El otoño, los estorninos. Fotos, Paco
Castillo.
Y de paso observo las nubes a ver
que me encuentro…
Gaviotas reidoras, casi
inapreciables, disfrutando del invierno madrileño. Foto, Paco Castillo.
Nunca he dejado de mirarlas, y eso
que siendo escolar había algún profesor que otro empeñado en que desistiera:
“Deje ya de mirar a las nubes y aplíquese con la Teoría de Conjuntos. Mañana será el primero en explicarme el Sistema Binario”.
Al día siguiente explicaba con exactitud el Sistema Binario. En lo que respecta a las nubes… Jamás hice caso.
Bueno, el asunto es que mi hallazgo en esta mañana ha sido muy, muy singular, superó todas mis expectativas…
Quiero pensar que esta visión ha
sido el producto de un pacto; el que hicieron una niña y su caballito.
Ella acordó con su amigo que aflojaría las riendas entre sus dedos para que él echase a volar. Y una vez allí arriba, siguiendo el rumbo marcado por el viento, habría de hacerse una idea de como se ven las cosas desde el cielo, en ese mundo silencioso carente de discursos, proclamas y conversaciones callejeras al albur de los telediarios. Todo lo que llega arriba es parodia mímica, teatro mudo.
La promesa es que el caballito, cuando tenga a bien finalizar su aventura, cual Nils Olgersson en su maravilloso viaje, regresará para contarle a la niña como vio las cosas desde allí, meciéndose en las brisas.
No descarto que el caballito
después de subir y subir hasta hacerse brumoso, tenga encuentros insospechados
para quienes estamos abajo. Quien sabe si compartirá confidencias con el
Barón de Munchhausen, que inmortalizó Rudolf Erich Raspe, y como tal
inmortal aún siga volando por acá y por acullá haciendo crónicas de sus
extravagantes lances.
En este punto dejamos al caballito (luego volveremos), y vamos a fijarnos unos instantes en esa historia del Barón Munchhausen para remarcar un aspecto interesante. No olvidemos que el tal Barón fue un personaje real, contemporáneo a Rudolf Erich Raspe, y cuya vida vida fue parodiada por la literatura.
El protagonista vive en una fascinante subversión de la realidad, Rudolf hace toda una oda a la ficción literaria con su personaje, es decir, a la mentira como producto fantástico; pues el Barón era en definitiva la quintaesencia de la mentira, pero elevada a categoría literaria de primer orden.
Así es, la literatura, en esta y
tantas obras, subvierte esa naturaleza negativa de la mentira; uno lee el Quijote
sabiendo que sus andanzas son pura fantasía, una mentira literaria, pero en
este ámbito su efecto no deja de ser sorprendente; cierras el libro del ilustre
caballero andante y el mensaje que trasciende al lector es una incontestable
verdad sobre nuestra condición e idiosincrasia, es una verdad que alcanza de
lleno al lector, que la hace suya, y lo maravilloso es que esa verdad ha
cobrado entidad y se ha elevado desde la pura fantasía. Una verdad que se hace
más aprehensible cuanto mayor es la fantasía que la sustenta. He aquí la huella
genuina de la literatura, su fuerza y su magia, proyectadas sin igual en los
cuentos y relatos, que alguien lea los cuentos de Julio Ramón Ribeyro, de
Cortázar, Karen Blixen, Edgar Allan Poe, Chejov, Emilia Pardo Bazán, etc, etc,
y comprobará esa verdad.
En ese sentido recuerdo un libro
que leí de Julio Cortázar, una recopilación de experiencias en sus
clases de Literatura; en la Universidad de Berkeley. Cortázar fue uno de los
escritores más entusiastas del componente fantástico en su obra, pero el
aclaraba con maestría el tipo de fantasía que exploraba:
“(…) no acepto nunca ese tipo de fantasía, de ficción o de imaginación que gira en torno así misma y nada más (…)
La fantasía, lo fantástico, lo
imaginable que yo amo y con lo cual he tratado de hacer mi propia obra es todo
lo que en el fondo sirve para proyectar con más claridad y con más fuerza la
realidad que nos rodea.”
Foto, Paco Castillo.
No dejo al Quijote, porque
de esa mentira literaria, de la fantasía, parte también el inolvidable
personaje; historias inverosímiles cuyos mensajes encierran profundas verdades,
como decía antes. Por eso no es extraño que el Barón Munchhausen se
encontrase con el Quijote, que fue de gran influencian para esta obra, y
para tantas…
“Iniciamos nuestro galope (…).
Desde allí se extendía ante nuestros ojos un panorama de incomparable belleza;
África ofrecía un color quemado, sometida como está a los rayos inclementes del
sol; España tendía, en cambio, al amarillo, a causa de los campos de trigo
diseminados por todo el territorio; Francia tendía al color de la paja, con
manchas de un verde intenso, e Inglaterra se presentó ante nuestra vista llena
de la más exuberante vegetación. (…)
Me hallaba sumido en estas
consideraciones cuando vi venir hacia mí a un hombre provisto de armadura, con
una lanza en la diestra, a lomos de un brioso corcel. A través de mi telescopio,
que nunca abandonaba, me di cuenta de que no podía ser más que Don Quijote. Y
me pareció que aquel encuentro me proporcionaría grandes diversiones.”
Y doy fe que es así, en el
siguiente capítulo se producen una serie de actuaciones entre el Barón y don
Quijote de lo más hilarantes, todo ello sazonado con otros personajes a la par
de extravagantes.
No me cabe duda, si Rudolf
Erich Raspe, mientras escribía sus memorables Aventuras del Barón de
Munchhausen, se hubiese topado con semejante espectáculo, un caballito
trotando por el cielo otoñal, habría dedicado a este episodio un puesto de
honor en el libro, pues su imaginación se dispararía hasta las mismas alturas
que surcaba el Barón.
Bueno, ¿y el caballito?, pues siendo honestos no tengo mucho más que decir, yo no puedo saber que asuntos le podrá contar un caballo volador a una niña, a su amiga.
Mi única certeza es que todo
aquello que le cuente será un desafío a la realidad cotejable,
Pero todo eso quedará entre la niña y su amigo volador, para ellos dos. Es su secreto.
En fin, esto fue lo que me sucedió hace tres días. Se me ocurrió mirar al cielo y vi un secreto que se llevaba el viento...
Lo cuento hoy porque se presenta el otoño. Y es mi cumpleaños.
Ah, yo me haré un regalazo, la maravillosa voz de Eivør, nuestra amiga feroesa, una clásica ya por este blog desde hace unos años.
Eivør - Natureboy
P. D. Mi pensamiento con los damnificados de Palma, conmocionado por lo que estamos viendo.