El espía que surgió del frío. John le Carré (Dorset, Inglaterra, 1931)
Círculo de Lectores, Colección Alta Tensión, 1988. Traducción de Nieves
Morón. Novela publicada en 1963. Nº de páginas, 257. Portada, fotograma de la
película homónima (1965).
El 9 de noviembre de 1989 viajaba en un autobús Alsa que cubría la ruta
Madrid-Avilés. Lo recuerdo muy bien, a pesar de haber transcurrido veintinueve
años de aquello.
Al sintonizar en mi “walkman” alguna emisora, escuché una de esas noticias
que retienen un instante de tu existencia para siempre, como los trilobites de
las profundidades marinas petrificados en la cima del Everest.
También me acuerdo que ya era de noche.
“Están derribando el Muro de Berlín”.
¿He oído bien?
Una multitud de berlineses se ha congregado junto al Muro, … y
lo están derribando a martillazo limpio, convirtiendo la vergüenza en escombros.
Apertura Muro de Berlín. 1989. Fotos internet
Un funcionario había propagado la noticia de la apertura del Muro… y ya no
se pudo contener a la ciudadanía.
A mis veintidós años había crecido, como tantos, con un goteo continuo de
noticias sobre el Muro, las fricciones entre las dos Alemanias, etc. Así era en
plena Guerra Fría.
Me quedé impactado, consciente del efecto que tendría un hecho así.
Sucedió cuando ya estábamos en tierras asturianas, casi al final del viaje,
en una heladora noche de cristales empañados.
Cuento esto porque la lectura de El espía que surgió del frío, me ha
devuelto ese retrato de un Berlín sumido en la bruma perenne, bajo un cielo
gris, mientras hombres y mujeres caminan con el rostro hundido en los “shapka-ushanka”,
esos típicos sombreros rusos de piel con orejeras flexibles, que todos hemos
visto en las crónicas de los corresponsales televisivos.
Son las imágenes que me acompañaron en mi infancia y buena parte de la
juventud, las que veía de refilón en casa cuando mi padre ponía las noticias.
Por entonces tenía la impresión de que aquella atmósfera grisácea pertenecía a
un mundo infinitamente lejano del mío. La ingenuidad infantil nos blindaba de
muchas preocupaciones.
Con la caída del Muro se dio carpetazo, en buena medida, a uno de los
periodos históricos más herméticos y oscuros de la Europa reciente, con la
Guerra Fría en forma de amenaza permanente.
El Telón de Acero era un mundo enigmático para los europeos occidentales, con
agentes secretos, asesinatos selectivos, espionaje, contraespionaje, etc.
Aunque esto también era moneda de cambio en el bloque occidental.
Desde aquí observábamos dicho escenario con cierta aureola de romanticismo,
en parte debido al ambiente recreado por el cine y la literatura. Escritores y
cineastas disponían de una valiosa materia prima extraída de la realidad.
Un escenario tan inverosímil que la propia ficción no es capaz de superar. Y
acaba pidiendo con desesperación transfusiones en vena de la vida misma.
Con ese material sustraído la ficción establece un juego, llamado
literatura, nos presenta su baraja y reparte las cartas, y a nosotros los
lectores-jugadores solo nos queda aceptar el envite.
Nos enfrascamos en una partida que saca a relucir toda la verdad que hay en
la mentira. Y que nos hace pensar en la verdad con la sospecha de estar ante
gran patraña. Es un juego de doble cara. Así es la literatura, porque así es la
realidad que la nutre.
En cuanto entiendes bien las reglas del juego, éste se hace adictivo, más
aún, se vuelve fascinante. Eso es leer libros como éste.
Esta no es una obra dada a florituras estilísticas, no es “Cien años de soledad”,
ahí sí tendrían su lugar para brillar. Pero en esta novela jugarían en terreno
equivocado, pues procede la concisión, el lenguaje seco y directo de los
agentes secretos. Estamos con espías de la vieja escuela, como el protagonista
Alec Leamas, agente británico, y la frialdad, el mantenerse impasible y dominar
los sentimientos es un salvoconducto para preservar la vida. Todo se torna
gélido. Un entorno hostil para sutilezas narrativas.
En ese sentido, la historia se sustenta en la arquitectura tradicional del
inicio, nudo y desenlace. Es el andamiaje que necesita esta novela, otorgándole
su solidez.
Nos adentraremos en una época de la historia que nunca ha dejado
de fascinarme.
El inglés Alec Leamas es uno de los espías más eficientes del Servicio Secreto
británico, con una hoja de servicios jalonada de logros difícilmente superable,
operaciones sumamente delicadas en el Bloque del Este que solo son confiadas a
este agente con temple de acero, al mando de sus hombres.
Pero Alec ya ha rebasado los cincuenta años y es perro viejo. El servicio
de Inteligencia considera su jubilación, quieren dejarle fuera de circulación
procurándole un retiro a la altura de su valía.
Pero, ¿qué retiro se le ofrece a un depredador como él?
Es es el problema. Alec lo sabe, desde luego.
De hecho sabe demasiado. Si fuese un agente de tercera categoría se le
buscaba un trabajo decente en una oficina de correos, o en una biblioteca pública
cualquiera y a envejecer relajadamente.
Pero con Alec el asunto no funciona así… los mandamases, esos burócratas de
rostro invisible, manejan soluciones que no contemplan la vejez. Veamos unas líneas
de la contraportada en esta fotografía que os pongo:
Más allá de las intrigas con los espías de un bloque y del otro, mucho más
allá diría, J. le Carré nos situará ante una profunda reflexión sobre la
perversidad perpetrada por diferentes gobiernos a uno y otro lado del Telón.
Estrategias recurrentes como utilizar a personas pertenecientes al propio
aparato estatal, ya fueran funcionarios o agentes secretos, cual peones de
ajedrez, o cobayas, sacrificándolos sin miramientos en operaciones suicidas,
debidamente encubiertas para que el agente de turno mordiera el anzuelo tendido
por sus superiores, amos y señores de ese tablero humano.
Esa es la trágica paradoja que nos muestra J. le Carré de aquel periodo;
como el poder político, que ha de velar por la seguridad de sus ciudadanos, no
duda en traicionar a quien considere de sus leales colaboradores para obtener
una oscura recompensa, pues casi nunca suele redundar en un beneficio tangible hacia la ciudadanía, sino que las intenciones pasan por averiguar la fórmula secreta
para fabricar una bomba más mortífera que la de sus rivales, por ejemplo.
Por ello J. le Carré narra con un estilo contundente, con el peso de una
sentencia condenatoria, y nos lo deja bien clarito, ya en las primeras páginas,
en torno a su protagonista:
“Leamas no era hombre reflexivo ni especialmente filosófico. Sabía que
estaba eliminado: era un hecho de la vida con el que tenía que apechugar en
adelante, como quien debe vivir con cáncer o en prisión.
Sabía que no había
ninguna clase de preparación que pudiera tender un puente sobre el abismo entre
el antes y el ahora. Había encontrado el fracaso como un día encontraría la
muerte, probablemente con resentimiento clínico y con la valentía de un
solitario. Había durado más que la mayoría; ahora, estaba derrotado.”
No se corta una cala J. le Carré. Nada de eufemismos. Una lección magistral
de lo que significa ir al meollo del asunto, y dejar al lector impactado a las
primeras de cambio.
Leamas es un personaje rotundo. J. le carré ha creado uno de esos
protagonistas que su sola presencia se come a la historia, al libro… casi a
nosotros mismos. Alec Leamas tiene un gran magnetismo.
Un ser en constante huida hacia la soledad. Nadie le espera al llegar a
casa, ni él lo desea. Ni siquiera tiene un hogar.
No se detiene en el pasado porque es un apátrida de la nostalgia. No piensa
en el futuro porque no se alimenta de sueños. Al margen de sus misiones
secretas, su objetivo es levantarse cada mañana y ver como se las apañará hasta
el día siguiente, whisky mediante. Nadie sabe lo que hay tras esa frialdad.
Es un magnífico espía por todo lo deficitario como ser humano, social, carente de empatía.
Ese es el gran acierto de J. le Carré, hacerle grande en una parte mediante
todo lo pequeño que resulta en otra.
Así es Alec Leamas.
Al fin y al cabo, El espía que surgió del frío.
Pero J. le Carré se resiste a darle por perdido, quiere mostrarnos alguna
leve esperanza con Alec Leamas, una última oportunidad para reconciliarse con
sus semejantes.
Ahí aparece Liz, una bibliotecaria afiliada al Partido Comunista en Inglaterra, entre ellos surgirá
la atracción, hasta el punto de que ella se enamorará de Alec. Y él, por una
vez, vislumbra la posibilidad de ser persona normal… simplemente uno más. Lo
plasmamos en estas líneas, con un solitario y meditabundo Alec:
Cuando Liz descubre que en realidad ha sido utilizada por el Servicio
Secreto británico, propiciando el acercamiento con Alec, sin que él tampoco sea
del todo consciente, aunque sospechaba algo, se produce una desgarradora
conversación entre ambos, sobre la J. le Carré alza un retrato de la condición
humana soberbio:
"Lo has pensado bien todo, ¿no? –preguntó Liz.
-Por casualidad, encajábamos en el molde –insistió Leamas-, y lo lamento.
Lo lamento también por los demás, los demás que encajan en el molde. Pero no te
quejes de las condiciones del Partido. Un pequeño precio por un gran beneficio.
Uno sacrificado por muchos. No es bonito, ya lo sé, elegir quien va a ser, convertir
el plan en personas. (…)
Dios mío –dijo Liz, suavemente-. No entiendes. No quieres entender. Tratas
de convencerte a ti mismo. Es mucho más terrible lo que hacen éstos: encontrar
la humanidad en la gente, en mí y en cualquiera a quien usen, y usarla como
arma en sus manos, y usarla para herir y matar…
¡Válgame Dios! –gritó Leamas-, ¿Qué otra cosa han hecho los hombres desde
que empezó el mundo? Yo no creo en nada, ¿no ves?; ni siquiera en la
destrucción o en la anarquía. Estoy harto, harto de ver matar, pero no veo qué
otra cosa pueden hacer. No hacen prosélitos, no se suben a púlpitos ni a
tribunas del Partido a decirnos que luchemos por la Paz o por Dios o por lo que
sea. (…)
(…) -continuó Liz- … todos me habéis tratado como si fuera… nada… solamente
moneda con que pagar… Sois todos lo mismo, Alec.
(…) –Ah, Liz –dijo él, desesperadamente-; (…) créeme. Lo odio, lo odio todo
entero; estoy cansado. Pero es el mundo entero, es la humanidad que se ha
vuelto loca. Somos un precio pequeño para pagar… pero en todas partes es lo
mismo; la gente estafada y extraviada; vidas enteras tiradas por ahí: gente
fusilada y en la cárcel, clases y grupos enteros de hombres suprimidos por
nada. Y tú, tu Partido (el Partido Comunista)… Dios sabe si está construido
sobre los cadáveres de la gente corriente. Tú nunca has visto morir a los
hombres como yo, Liz…
Liz (…) miraba rígidamente hacia delante. La lluvia caía por la calle.”
Comentaba más arriba acerca de la estructura típica en El espía que surgió
del frío.
Porque así fue el recorrido de la Guerra Fría, un inicio muy identificable,
un desarrollo que muchos presenciamos, aunque solo en la superficie, y un desenlace
que también conocemos, oficializado en un famoso apretón de manos protagonizado
por un cowboy, llamado Ronald Reagan, y un ruso de aspecto bonachón, Gorbachov,
cuya abstinencia al vodka rompía la larga tradición de sus antecesores. Sucedió
en la Cumbre de Reikiavik, una bella anfitriona en este encuentro de titanes.
Y punto final. Bueno, mejor dicho punto y seguido…
¿Quién ha dicho que los espías se hayan ido?