P. Castillo

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miércoles, 30 de mayo de 2018


El viajero bajo el resplandor de la luna. Antal Szerb (Hungría, 1902-1944)

Ediciones del Bronce, 1ª edición año 2000. Traducción de Judit Xantus. Ilustración de la cubierta por G. Vicente para la revista Hojas Selectas (1921), 240 páginas






Un gran libro leído en un pésimo momento.

He entrado y salido de esta novela infinidad de veces por diversos motivos extraliterarios, provocando que la sintonía con la novela tuviera grandes altibajos. Sin embargo se ha impuesto la lógica, un libro brillante acaba venciendo cualquier resistencia, afortunadamente.

Por anteriores experiencias lectoras, podría decir que la prosa de los autores centroeuropeos destila una elegancia innata, incluso puede que más contenida en sus escarceos sentimentales, en relación a sus homólogos meridionales. También es una escritura sobre la que a menudo parece posarse un velo de pesadumbre, de angustia existencial. 



Elegancia estilística y cierto pesimismo vital se ensamblan perfectamente en la obra de grandes escritores centroeuropeos, como el que nos ocupa, sin olvidar a Kafka, Zweig, Elias Canetti o Milan Kundera, por citar algunos autores de dicha geografía que he leído, y siempre encuentro en ellos  esa dimensión metafísica sobre el sentido de la vida, tanto es así que a veces tengo la impresión de que se entregaban a tales pensamientos de manera obsesiva.

Aunque señalo todo lo anterior con cierta prudencia, cuidándome del estereotipo, pero algo de eso hay, sin duda.


A decir verdad, no parecían faltarles razones. 


Baste señalar el trágico final de Antal Szerb, miembro de una familia judía convertida al catolicismo, el escritor siempre estuvo en el punto de mira de los antisemitas, era consciente del peligro que corría en Hungría, fue un intelectual, de los más brillantes que tuvo el país en el s. XX, muy comprometido con la realidad social húngara. 

Rehusó marcharse pese a las amenazas y acabó deportado a un campo de concentración. Allí fue apaleado hasta la muerte.



Fotos de Antal Szerb. http://konyves.blog.hu


El viajero bajo el resplandor de la luna… por favor, ¡qué titulazo! 

Foto, Paco Castillo

Qué poderío pueden tener unas pocas palabras para desear con vehemencia adentrarte en las páginas de un libro, de explorar ese territorio, inicialmente virgen, que configura su trama, luego la exploración podrá ser más o menos afortunada, pero ese canto de sirena oculto bajo el título es irresistible y sucumbes.




La huida de sí mismo, fugarse de una existencia preescrita y escapar hacia la vida que uno anhela íntimamente, es un tema literario recurrente. La originalidad que en ese sentido pueda aportar la novela de Szerb, es lo que pretendo esclarecer a continuación.


Veamos primero la sinopsis de contraportada:


“Mihály, vástago inadaptado de una familia burguesa de Budapest, a sus treinta y seis años llega a Italia en luna de miel. Casi sin querer, abandona a su flamante esposa en una estación de ferrocarril y comienza un itinerario, tan disparatado como onírico, haciendo resurgir en su memoria la nostalgia y la rebeldía de una juventud perdida, feliz y dolorosa, que tratará de conjurar con la intuición de una vida más intensa y secreta. 
El entusiasmo por la belleza y el fervor del deseo, matizado por un cierto escepticismo refinado e irónico, caracterizan a un héroe siempre desplazado que combina la sutileza de un bromista inteligente con la ternura de un poeta que se está descubriendo así mismo. Se trata de una novela de aventuras, de amor, de viajes por la Europa de entreguerras, en la que late la pasión por el conocimiento, y que indaga las claves que revelan el misterio del mundo y de cada ser humano.”

Los primeros pasajes de la novela transcurren con laxitud, como si adoleciese de cierta tensión narrativa. Sin embargo, Szerb ha dosificado sabiamente el ritmo, y todo se aboca hacia un final con una fuerte carga emocional, la historia va creciendo en intensidad como una bola de nieve que termina arrasándote.

El viaje va discurriendo según lo previsto para este matrimonio húngaro. Mihály y su mujer, Erzsi, algo más joven, muy culta, con una admirable erudición en disciplinas como la historia y el arte. Posee una elegancia natural que la confiere un notable atractivo, pero ambos estiman mucho la discreción.


Mihály, aunque hombre instruido también, no tiene unos conocimientos tan amplios como ella, circunstancia que no le incomoda, al contrario, mientras su mujer le va describiendo las obras de arte en su periplo por Italia, él disfruta observando todo ese esplendor sin someterlo al escrutinio intelectual que su esposa le sirve en bandeja, simplemente se deleita mirando a su alrededor sin el absorbente trabajo de conceptualizar nada.

En las primeras páginas ya constato una evidencia, no tiene que ver tanto con la trama, aunque también, como con el escritor; Szerb ha tenido que viajar con detenimiento por Italia, conoce profundamente su historia, su arte, su arquitectura, y denota su admiración en esos pasajes… por aquí van desfilando escenarios tan esplendorosos para una novela como Roma, Venecia, Florencia, Perugia, Bolonia Trieste, Siena, etc.


Por tanto, el carácter más psicológico de la narración, que brota de las magníficas conversaciones entre Mihály y su esposa, o las que él mantiene con los peculiares personajes que va encontrando en esa suerte de extravío físico y existencial de un lugar a otro,  tiene como marco privilegiado la descripción de bellos enclaves en Venecia, Florencia, Roma… esto supone un contrapeso ideal resuelto magníficamente por Szerb.


En el ambiente distendido de las piazzas, acomodados en las terrazas de los cafés, conversa el matrimonio. Mihály irá revelando a Erzsi ciertos episodios de su infancia, de su “turbia” adolescencia, sobre todo de sus peculiares amistadas juveniles, amigos que dejarán una huella profunda en su carácter. 

Destacan los hermanos Ulpius, Eva y Tanos Ulpius. Tanos, siempre rondando con el acto del suicidio en su mente. Lo paradigmático del asunto es que Tanos  no tanteaba esta posibilidad por hastío existencial o depresión, nada de eso, solo le provocaba placer sentir en sus manos el poder de inmolarse, poner fin a sus días al servicio de un gran ideal… ¿Cuál? ¿La belleza de la juventud? ¿morir hermoso e incólume? Ni él mismo lo sabía. Sus sermones mortuorios a Mihály tenían un efecto seductor sobre él, y su voluntad no pocas veces estaba apunto de anularse ante el carisma del amigo suicida.

Eva, la enigmática, bella e inadaptada Eva, será el amor nunca confesado, ni siquiera a ella, de Mihály.


Atrás quedan esos tiempos. Mihály es un tipo peculiar, nada más recalar en Italia, no pierde la ocasión de deambular solitario por las calles durante horas, sin desear la compañía de su atractiva esposa. Es por ello que Erzsi le invita a conversar relajadamente en los cafés, quiere sonsacarle algún misterio o trauma pasado que pudiera aclarar el incomprensible proceder, teniendo en cuenta que son recién casados. Mihály  se presta a conversar con ella sin perturbarse, sosegadamente va hablando de esto, de aquello, etc, etc. Ese carácter algo pusilánime de Mihály llega a exasperar a Erzsi, desubicada con la actitud de su esposo.

Sin embargo, un hecho repentino, fruto del caprichoso azar, supondrá un punto de inflexión en la novela.


En un transbordo que hacen en Florencia para cambiar de tren y proseguir viaje a Roma, Mihály se despista y toma por equivocación otro tren con dirección opuesta, hacia Perugia… pensando que simplemente se ha introducido en el vagón de cola, se entretiene mirando el paisaje, hasta que cansado se sienta en el primer aposento que ve, y el sueño lo atrapa. Despertará llegando a la ciudad equivocada.




Sale del tren y camina unos pasos sin saber a donde. Después del estupor inicial ante la confusión y a medida que la calma va tomando el relevo… se pregunta a sí mismo; ¿volver a tomar el tren hacia Roma y reencontrarme con mi esposa?

Está bien, pero… ¿deseo hacerlo?

¿Realmente estoy en la ciudad equivocada?

¿Y si la equivocación era estar en la ciudad pactada, siguiendo el itinerario fijado, con la persona prevista?

¿Y si todo eso es lo ficticio, y este extravío, aunque no deliberado, se ajusta a la verdad íntima que llevo incubando tantos años?

La respuesta es… que no vuelve.
No regresa a todo lo que estaba pactado.


A partir de aquí empieza un peregrinaje de lo más caótico, irá de un pueblo a otro, sin rumbo fijo, sin hoja de ruta, hasta que se le vaya agotando su dinero, y casi su lucidez. 

"Caminaba por los montes. Vagaba entre pequeños pueblos de montaña, cuyos habitantes se comportaban de manera tranquilizadora: no le perseguían. Le aceptaban como a un turista loco. Sin embargo, si un ciudadano cualquiera le hubiese visto al tercer o cuarto día de su huida, no le habría tomado por turista, simplemente por loco. No se afeitaba, no se lavaba, no se quitaba la ropa para dormir, huía sin parar. En su interior, también se había mezclado todo de una manera caótica, allí, entre las líneas bien definidas y austeras de aquellos montes crueles, entre aquella soledad, en aquel abandono más allá de lo humano. No había en su mente ningún propósito, ni el más mínimo resquicio de ello, solamente sabía que no había marcha atrás. (…)


Los médicos constataron, más adelante, que la fiebre nerviosa se debía al agotamiento. No era de extrañar: Mihály se había estado agotando sin parar durante quince años. Se estuvo agotando por intentar ser otra cosa distinta de lo  que en realidad era, por esforzarse en vivir como se debía y como otros esperaban de él, en vez de vivir como él deseaba. Su último y más heroico esfuerzo había sido su matrimonio." (p.77)




Pero la excitación por haberse liberado de muchas imposiciones le mantiene en el camino.


Encontrará a personajes singulares. Mihály refleja en el semblante esa despreocupación por su suerte, errante al más puro estilo bohemio, que le hace parecer seductor y carismático a quienes se encuentra, aunque a él le trae sin cuidado presentarse como una especie de saltimbanqui encantador… 

Está siempre ensimismado, desorientado tratando de bregar con sus cuitas internas, sobre todo convencerse así mismo de que nunca deseó su matrimonio, pese a ser Erszy una mujer admirable, anhelada por todos los hombres, ni tampoco trabajar en los negocios de su padre, como sí lo hacen el resto de hermanos… ni siquiera está seguro de querer regresar a un lugar como Budapest, duda que se acrecienta cuando pasea meditabundo por la hermosísimas ciudades italianas, o  pequeñas poblaciones, que le salen al paso.

Me llama mucho la atención que Szerb, apoyado en su personaje Mihály, no pierda ocasión de establecer un agravio comparativo entre Budapest, también Hungría, y las deslumbrantes ciudades italianas, su vitalidad mediterránea, su luz intensa y el carácter sencillo y abierto de sus gentes… en contraposición todo se torna oscuridad para Budapest y Hungría en tal careo literario. Al carácter amistoso de los italianos opone la naturaleza sombría y esa concepción de la vida profundamente metafísica de los húngaros. Mihály quire dejarse llevar por el viento, que el vino italiano transforme la melancolía de existir y las disquisiciones ante el mañana… por vivir simplemente, aquí y ahora.


Toda la historia será un épico combate de  Mihály con sus demonios, caminando sin destino señalado, como ese antihéroe romántico que es, convertido en un adefesio que avanza secretamente guiado hacia la belleza, ya se manifieste en alguna mujer viajera solitaria como él, amante del arte y del vino, en alguna antigua leyenda veneciana, en una oculta arquitectura colonizada por la hiedra, en una escultura, o pintura, u obra literaria que vaya rememorando por el simpar trayecto que traza de manera tan hilarante.


“Siena era la más bella de todas las ciudades italianas que Mihály había visitado. Era más bella que Venecia, más bella que la noble Florencia, y más bella que la dulce Bolonia, llena de pórticos. Quizás en parte le pareciese más bella que las demás ciudades porque no estaba con Erzsi, porque ya no estaba cumpliendo con la parte oficial de su viaje (…), y había llegado a esta ciudad por casualidad (p. 98).”


Al final solo queda vivir como todos tienen que vivir… o seguir soñando una vida como nadie la vive.




Memorable mensaje nos lega Szerb y su “Mihály” al concluir que, por supuesto, no desvelaré, como tampoco se desvela la vida, solo se vive… ¿no?



Fotos Paco Castillo


jueves, 24 de mayo de 2018


Diversos asuntos extraliterarios hacen que tenga que desconectar una y otra vez del libro que tengo entre manos, con tanta interrupción os dejaré con un breve texto que publiqué en un antiguo blog, hacia finales del 2005 o principios del 2006, creo recordar, y ahora lo rescato, tal cual lo escribí, para vosotros.

Estas lineas son un breve retazo de sensaciones a raíz de un viaje que hice en solitario a Nueva York… llegué nada menos que un 11 de septiembre, siniestra fecha en la historia reciente, del año 2004, se conmemoraba el tercer aniversario del trágico suceso. No fui por tal motivo, simplemente coincidió así. 

Durante algo más de dos semanas deambulé sin itinerario previsto por la ciudad de los rascacielos, y alguna escapada a New Jersey. 

Nada más llegar España, fui directo a un pequeñísimo pueblo de la Alcarria, en Guadalajara… ¿os imagináis el contraste?


Canciones sobre Nueva York hay varias, os dejo con una más o menos moderna , Empire State of mind, cantada por la deslumbrante voz de una neoyorquina de pura cepa, nacida en Manhattan,  Alicia Keys

Una ambientación ideal para estas líneas. Y unas poquitas fotos de mi autoría.








No hay cucos en Nueva York…


Nueva York, foto Paco Castillo 


Recién llegado de la metrópoli por excelencia... New York City, que dirían los neoyorquinos, viví una experiencia extraña, al día siguiente ya en España, aún con la inercia viajera, me fui directo a un pequeño, muy pequeño, pueblecito de Guadalajara llamado Pajares, en plena Alcarria. Ahí tiene mi padre una acogedora casita, este pueblo está arropado por un valle y rodeado de suaves montañas.

Caminando por un sendero que sale de la parte norte del pueblo se asciende hasta lo alto del valle, en donde los escasos vecinos tienen construidas una especie de cuevas-bodega pegadas a la ladera. De tal modo que llegas, vas a tu cueva-bodega-cabaña y te puedes sentar tranquilamente en tu sillita de madera, en el porche, y contemplar relajado el valle, los viñedos diminutos allá abajo... eso fue exactamente lo que hice.

Qué extraña sensación, hacía apenas unas horas, yo estaba atrapado en la vorágine de la “Big Apple”, perdido en una marea humana, deambulando de Broadway Avenue a Madison Avenue, pasando por Columbus Av. para llegar a mi morada en el 103 de Amsterdam Av. muy cerca ya del Harlem... y esta cercanía al célebre distrito, con resonancias de música góspel en cada esquina, se hacía notar, vaya que sí. 

Estaba rodeado de áreas populares, lejos de la sofisticación del centro financiero de Manhattan, en medio de esos barrios populosos, todos con sus canchas de baloncesto y grupos de jóvenes, la mayoría negros, jugando sus partidillos y gesticulando cosas en la jerga ininteligible que se gastan, era idéntico a las películas... jamás me he sentido más pequeño que paseando junto a esos tíos... descomunales y altísimos, como los propios rascacielos, verdaderamente me sentí una hormiguita al lado de esas moles musculosas de dos metros.

Y de repente ahí estoy yo sentado en lo alto del valle, rodeado de un silencio casi absoluto sino fuera por el sonido acompasado, aunque débil, de un cuco escondido en la lejanía del valle... cucu... cucu... y ahí estaba, ubicando de nuevo la perspectiva horizontal, después de unas semanas viviendo en un mundo vertical, aprisionado entre enormes rascacielos, ahogado sin la sensación de plenitud y libertad que te proporciona la visión de un horizonte nítido e inabarcable.

Estar ahí en lo alto del valle alcarreño, sentado al borde de la cabañita, admirar el horizonte… qué maravillosa sensación.



Pedanía de Pajares, valle de la Alcarria, Guadalajara. Paco Castillo


6000 kms separan los cantos del cuco de las sirenas de los bomberos y la policía de Nueva York. El canto del cuco se oía débil y sin embargo inundaba todo el valle, de hecho llenaba todo el espacio que abarcaba mi vista, lo escucho, lo siento...

Los ruidos de sirenas en NY son mucho más potentes…. pero nadie los oye.

NY engulle, como si de un agujero negro se tratase,  el gigantesco barullo, el cerebro registra miles de sonidos y estridencias en instantes tan fugaces como el parpadeo de los ojos. El tiempo siempre muere nada más nacer, pero en la gran metrópoli esa percepción es, si cabe, más efímera. Allí, en un escenario tan colosal que parece un desafío a la finitud,  todo está condenado a la fugacidad.

Estoy solo ahí arriba, sentado en la sillita de madera contemplando el valle y los viñedos, y el precioso zorro que merodea cauteloso en busca de algún bocado. El tiempo no existe en esta quietud y el canto del cuco queda atrapado en momento eterno... cucu... cucu...



Cerca de casa, en la Alcarria. Paco Castillo


Es curioso, escuchando la llamada lejana del cuco flotando en el  silencio, no tengo la impresión de estar solo.

Hace unas horas estaba deambulando por las inmensas avenidas neoyorquinas entre miles de seres... me sentía solo. De hecho eso es lo que fuí a buscar a un sitio como Nueva York, sentir la soledad rodeado de millones de personas.



Volveré a Nueva York... la vida es algo muy extraño.



Nueva YorK, alguien caminando. Foto Paco Castillo

 

viernes, 11 de mayo de 2018


In memoriam, Luis Sepúlveda.

Solo he leído un libro de Luis Sepúlveda, pero fue suficiente para que la escritura de este gran narrador me llegase hondo.

Sabía que llevaba ingresado un mes y pico en un hospital de Oviedo, ciudad en la que residía, era uno de esos pacientes graves por el coronavirus.

Este jueves de cielos furiosos y tormenta amenazante, el coronavirus se lo ha llevado, tenía 71 años. Un fallecido más en esta devastadora pandemia, un momento histórico en el mundo que se está escribiendo en mayúsculas, porque supondrá un antes y un después, y que desgraciadamente nos  ha tocado vivir, aunque nos cueste creerlo, y que dentro de cien años, si aún continúa en pie la Humanidad, lo estudiarán las generaciones futuras, como hemos hecho nosotros con el crack del 29.

Con la esperanza de alentaros a leer un libro rebosante de humanidad, os dejo la entrada que publiqué hace dos años, y revivir de algún modo al magnífico escrtitor que fue Luis Sepúlveda.


Patagonia Express. Luis Sepúlveda (Chile, 1949)


Editorial Tusquets, sexta edición, 1997, "Colección Andanzas". 178 páginas.





11 de mayo de 2018.






Patagonia es una palabra talismán para mí. Todo allí es grandioso y desafiante… la soledad, las montañas, la pampa, la belleza, el silencio.




 

Con esta excelente narración de Luis Sepúlveda, seguiremos sus pasos en un periplo geográfico que lleva al escritor por diferentes escenarios, recalando al fin, tras un largo exilio político por Europa, en la Patagonia chileno-argentina y la Tierra del Fuego. Desde allí volverá a salir con destino hacia sus raíces familiares.


El título toma nombre de una línea ferroviaria patagónica, ya en desuso, que unía varias localidades. Tren en el que Sepúlveda llegó a viajar, narrando su salida de Puerto Natales:

“De allí sale el más austral de los ferrocarriles, el verdadero Patagonia Express (…) llega hasta Río Gallegos, en la costa atlántica.
El convoy, integrado por dos vagones de pasajeros y otros dos de carga, es arrastrado por una vieja locomotora de carbón (…).

En un extremo hay una estufa de leña que los mismos pasajeros han de ir alimentando (…)

No son muchos los pasajeros que me acompañan. Apenas un par de peones de estancia (…) y un pastor protestante empeñado en repasar los evangelios con la nariz metida entre las páginas. El hombre va doblado en dos y siento deseos de ofrecerle mis lentes. (…)

Una capa de nieve cubre los pastizales, y la pampa, siempre salpicada de marrón y verde, cobra una tonalidad espectral. Así, el Patagonia Express avanza por un paisaje blanco y monótono que adormece al pastor. La Biblia cae de sus manos y se cierra. Parece un ladrillo negro”

 

Es la historia real de un emotivo reencuentro, no solo con sus orígenes, sino con la vida. Lo cuenta con una prosa intimista, cercana, que atrapa ya en la primera página y nos va encandilando hasta el precioso final.

 

Así que, como sucede con todo gran escritor, en paralelo al trayecto físico se va deslizando otro que converge hacia su interior, directo al viejo arcón rebosante de recuerdos e imágenes que custodia la memoria.





 

Todo se inicia en el único territorio que uno siente plenamente suyo, el de la niñez, cuando percibes que tu vida te pertenece en exclusiva, ignorante de la amenaza de temibles enfermedades, cuando tu existencia no está hipotecada por los bancos, cuando tu bienestar y equilibrio mental no pende, pues, de las innumerables responsabilidades que se adhieren, cual rémora, a los adultos.

 

Luis Sepúlveda parte de su mocedad, fraguada con las ideas libertarias y anarquistas del abuelo, emigrante español, determinando la filiación comunista del que empezaba a ser un joven escritor en ciernes.

 

Ideas que lo llevarían directo al presidio en la etapa de Pinochet, con una dictadura que sumió a Chile en una larga y siniestra oscuridad.

 

Magníficas son las líneas que arrancan de estas vivencias carcelarias, de la solidaridad entre los presos políticos, cuando los numerosos catedráticos y profesores, también encarcelados, reunían a grupos de presos para instruirles en las más diversas materias.

 

“Lo peor de todo no era el encierro en sí mismo, pues dentro la vida proseguía, y a veces más interesante que fuera. Los «prigué» -prisioneros de guerra- de mayor preparación- y ahí estaba todo el cuerpo docente de las universidades del  sur- formaron varias academias, y así muchos de los prigué aprendimos idiomas, matemáticas, física cuántica, historia universal, historia del arte, historia de la filosofía. 


Un profesor de apellido Iriarte impartió durante dos semanas un magnífico seminario sobre Keynes y el razonamiento político de los economistas contemporáneos, al que asistieron, además de un centenar de presos, varios oficiales del ejército. Andrés Müller, periodista y escritor, disertó sobre los errores tácticos de los comuneros de París ante la estupefacción de la soldadesca que custodiaba el taller de calzado, bautizado por nosotros como Gran Salón del Ateneo de Temuco. Otro ilustre prigué, Genaro Avendaño –lo «desaparecieron» en 1979-, emocionó a presos y militares con una dramatización del discurso de Unamuno en Salamanca.” (p.24)





De tal modo que muchos tuvieron una estancia más culta en prisión que fuera de ella… y les hacía algo más llevadero el encierro, pues no hay barrotes suficientes para recluir al conocimiento. Al menos fue su balón de oxígeno en esa atmósfera irrespirable, una tabla de salvación a pesar de las torturas frecuentes.

 

Pero la libertad fuera del presidio es todo, incluso la libertad de rehusar la cultura.


Luis Sepúlveda lograría la ansiada libertad gracias a la gestión de Amnistía Internacional.

De este peregrinaje desde la infancia hasta la vida adulta resulta una mezcla de escenarios geográficos y paisanaje humano que se cruza en el camino, sencillamente fascinante.

La galería de mujeres y hombres que se significan como hitos en la senda vital del autor, tiene algo de la visión surrealista que refleja el paisaje patagónico, donde la belleza y la desolación son dos extremos que se tocan.

Las descripciones de lugares, poblados y ciudades confinadas en la inmensidad austral, con nombres tan sugerentes como el pueblo argentino de El Turbio, la ciudad de Río Mayo, Río Gallegos, Chiloé, El Zurdo, etc, roza lo poético, también su deambular por otras partes de Sudamérica:

“Tenía tiempo, todo el tiempo del mundo, así que decidí embarcarme en Panamá. Entre Santos y el canal mediaban unos cuatro mil kilómetros por tierra y eso es una bicoca para un tipo con ganas de hacer camino.

Trepado a veces en autobuses destartalados, en camiones y ferrocarriles lentos y desganados pasé a Asunción, la ciudad de la tristeza transparente, eternamente barrida por el viento de desolación que se arrastra desde el Chaco.”

Leyendo los pasajes de La Patagonia percibimos “ese algo”,  de “cosa extraña” que desprenden aquellos parajes alejados de todos y de todo.



Es fácil deducir que Luis Sepúlveda vive situaciones hilarantes en su periplo viajero, especialmente en tierras patagonas, el sentido del humor derivado de anécdotas por aquí y por allá es delicioso.

Valga esta experiencia del escritor al tener que tomar un vuelo de avioneta a cierto destino, esta vez amazónico:

“Allí estaba la avioneta. Un viejo y descolorido Cessna de cuatro plazas. Miré los más que notorios remiendos del fuselaje y jamás antes sentí tan cerca la fuerza del arrepentimiento, (…)

La avioneta empezó a corretear por el lodo y, al echar una mirada al panel de instrumentos sentí deseos de saltar. Nunca antes había visto un panel tan humilde. Entre vario agujeros vacíos y restos de cables que alguna vez fueron sin duda instrumentos de navegación, se veía oscilar la aguja del altímetro y la del tanque del combustible. El «horizonte» o indicador de estabilidad, que debe ir paralelo a la tierra, estaba casi  vertical.

-Oiga…, el horizonte no funciona –comenté ocultando el pánico.

-No importa. El cielo está arriba y el suelo abajo. Lo demás son pendejadas  –concluyó el piloto Palacios."





Y me ha ocurrido algo bastante curioso, pues al escoger la lectura de este libro con un título tan sugerente, “Patagonia Express”, todo el tiempo me iba acordando de otro magnífico libro que leí hace cuatro o cinco años, “En la Patagonia” inolvidable obra de Bruce Chatwin… sin saber que unas páginas más adelante me daría de bruces con él.

Luis Sepúlveda narra, vaya casualidad, su encuentro con Bruce Chatwin en el Café Zurich de Barcelona. Los dos escritores se reúnen allí. Al calor de las palabras y, aún más, del coñac, conversan de lo humano y lo divino, de la literatura y de la Patagonia, claro está.
Acabarán con una borrachera monumental… tal vez por esto, B. Chatwin regalaría a Sepúlveda una preciada Moleskine de coleccionista, que habría ya de acompañar al chileno.

Uno se imagina a ambos escritores, tras apurar las copas, como a dos compadres que se alejan del bar tambaleándose, abrazados por el hombro… y ancha es Castilla.

Puede también que la cogorza estuviera detrás del entusiasta plan de un viaje conjunto a la Patagonia, aunque Sepúlveda ya la conociera y, para rizar el rizo, de escribir mano a mano las andanzas de dos ilustres gringos que acabaron sus días parapetados en las soledades de “el fin del mundo”, nada más y nada menos que los forajidos del Oeste, Butch Cassidy y Sundance Kid, a quienes pretendían seguir el rastro.

Chatwin se adelantó, llegó antes a la Patagonia.

Luis Sepúlveda tendría que esperar varios años hasta ser admitido de nuevo en Chile por el gobierno. Pero llegar… llegó.



Voy concluyendo mi incursión en este viaje verdadero y fascinante a través de océanos, países y soledades remotas, cuya última parada tiene lugar en un pueblecito de casas blanquísimas engalanadas con geranios…




Martos, perdido entre los mares de olivos que inundan Andalucía.

De ahí salió un joven campesino con sus ideas ácratas y libertarias, rumbo a las américas. 

No podía sospechar que muchos años después su nieto, Luis Sepúlveda, en un soleado mediodía de julio, atravesaría el umbral de esa casa inmaculada, ocultada también por la soledad de la sierra jienense y, sobre todo, por la ausencia de unos hijos que jamás volvería a ver.