P. Castillo

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viernes, 19 de febrero de 2016

Los seres queridos. Evelyn Waugh (Inglaterra, 1903 – ibídem, 1966)

Libro. Editorial Anagrama. Compactos Anagrama, 1990. Traducción de Helena Valentí. Diseño de la colección, Julio Vivas. Portada de Angel Jové. 171 páginas. Narrativa.






Hace poco, cuando leí “Clases de literatura, Bekerley, 1980” de Julio Cortázar, me llamó la atención la importancia que para el autor tenía el sentido del humor en la literatura, elemento que él consideraba minusvalorado por sus colegas contemporáneos. Y me consta que por muchos de nosotros, los lectores.
Cortázar se esforzaba en establecer una clara distinción. Una cosa era lo cómico y otra lo humorístico. A sus alumnos de Bekerley se lo explicó del siguiente modo; no es lo mismo ver una película de Jerry Lewis (lo cómico), que una de Woody Allen (lo humorístico).
Hay una diferencia sustancial entre ambos ejemplos, aunque las motivaciones de un público y otro tienen la misma valía. 

Con tales consideraciones pasaba una y otra vez por delante de mi biblioteca pero no veía el momento de complacerme con la recomendación de Cortázar. Finalmente me acerqué a uno de mis estantes, en donde tengo reunidos a varios escritores británicos (ellos siempre tan suyos…), sabiendo que por ahí estaban P. G. Wodehouse y Evelyn Waugh, a su vez gran admirador del primero.

Al alcance de mi mano, dos de los representantes más laureados de las letras inglesas en cuanto a sus exquisitas dotes humorísticas, que ponían al servicio de una literatura de enorme calidad, como así les han reconocido W. H. Auden, Edmund Wilson, Cyril Connolly, George Orwell, Aldous Huxley o Ludwig Wittgenstein, por citar algunos.




Evelyn Waugh es recordado por aquí, sobre todo, gracias a una célebre novela “Retorno a Brideshead”, paradójicamente un libro que se aleja de su estilo más definitorio, aquel que admiraron los lectores, críticos y escritores de su tiempo, y en el que más se reconoció su talento. El humor, el humor negro podría decirse, que utilizaba en forma de sátira mordaz, cruel a veces, para burlarse y ridiculizar la pompa y el boato que caracterizaba a la alta sociedad inglesa de su época, patética fachada que exhibían hasta en las situaciones más triviales. De la que él mismo hizo uso siempre que lo propició la ocasión.

No obstante, ya se escore hacia un planteamiento más sobrio (“Retorno a Brideshead”), u otros más histriónicos, lo que permanece invariable es la pulcritud de su escritura. Una prosa de fina y discreta elegancia con la que parecen estar dotados los escritores que vivieron años de estudio y excesos (así lo admitió el autor), en una de las instituciones más prestigiosas del mundo, la Universidad de Oxford, donde Evelyn Waugh estudió Historia Moderna.




Esta corta novela que hoy traigo “Los seres queridos” (“The loved one” , 1948, su título original) es posterior a la famosísima “Retorno a Brideshead”, y supone una vuelta a los orígenes literarios que le dieron distinción entre los lectores y la intelectualidad de la época. Ese humor tan irreverente que asociado al flemático carácter inglés lo hace tan peculiar y reconocible fuera de sus fronteras.

Como ilustra la contraportada del libro, esta escritura surge a raíz de un viaje que hizo el autor por los Estados Unidos:

“En el curso de una gira de conferencias por los Estados Unidos, Evelyn Waugh descubrió los peculiares ritos funerarios de las antiguas colonias inglesas de ultramar. El resultado de la contemplación de este submundo delirante, edificado en los márgenes de la sociedad de la opulencia para recibir con babilónica grandiosidad a quienes la abandonan para siempre, fue Los seres queridos, una de las novelas de humor más negro de la literatura inglesa, en la tradición de Swift. Los cadáveres de seres humanos y de amados animales domésticos son tratados de la misma manera, y su último viaje es igualmente fastuoso; en alguna ocasión, como en el caso de la inefable Aimée Thanatogenos, su cadáver es incinerado con el de sus perros mientras Dennis Barlow, el joven poeta inglés, alter ego de Waugh, recita poemas de Poe. Los seres queridos, una novela desopilante, es también una sátira radical de un mundo que utiliza el dinero para evitar enfrentarse a la conciencia de la muerte, y maquilla y disfraza a sus muertos hasta convertirlos en ridículas parodias de los vivos.”






Las experiencias literarias que voy buscando en los libros no siempre responden a inquietudes existenciales, a un anhelo metafísico de hallar respuestas, o hacerme preguntas.
El ánimo en su laxitud te va encaminando ahora hacia una lectura, mañana hacia  otra. Reconozco que me he acercado a esta obra interesado, especialmente, por el tono de la escritura, la prosa de una generación de autores ingleses nacidos a finales del siglo XIX y principios del XX, que reflejaban en su estilo un dandismo a cuyos encantos era difícil resistirse, paradigma de una elegancia decadente pero arrebatadora por su poder de seducción. Y también, igual que se regula la naturaleza con las estaciones, mi mente como arcón que va guardando historias, necesita esa transición literaria para que se asiente en la realidad tal cual es ésta, siempre mutable.





Un buen exponente de este “dandy inglés” lo refleja Karen Blixen en su magnífica obra autobiográfica “Memorias de África”, me refiero a Denys George Finch Hatton (persona que existió), el seductor aristócrata educado en Eton College, quien fue amante de la escritora danesa en su estancia africana y pasó a la posteridad a través del libro. (Y la versión cinematográfica. Inolvidables actuaciones de R. Redford, M. Streep y K. M. Brandauer… Tenía que decirlo).

Evelyn Waugh va alternado el narrador omnisciente con la voz en primera persona otorgada a los principales protagonistas, Dennis Barlow (alter ego de Evelyn Waugh) y el resto de personajes que lo secundan.

Dennis Barlow, poeta inglés que obtuvo cierto éxito en Europa. Joven aún, desembarca en Los Estados Unidos para trabajar como guionista cinematográfico en la industria de Hollywood, una vez expirado el contrato no le es renovado y ha de trabajar en El Más Dichoso de los Cotos de Caza. Es una empresa de pompas fúnebres especializada en los ritos funerarios que merecen las mascotas de sus adinerados clientes. Perros, gatos, algún loro… alguna cabra. Todo gasto es poco para preparar “el viaje celestial” de sus queridos animales… mascotas cuya sólida moral religiosa es un valor del que no dudan sus dueños.



Pongo un pasaje que tiene lugar en el Más Dichoso de los Cotos de Caza. Dennis Barlow le pregunta a su jefe, el propietario norteamericano:

“Yo me largo – dijo el señor Schultz-. ¿Le importaría esperar a que se enfríen lo suficiente para empaquetarlos? Hay que llevarlos a casa, salvo la gata. Está destinada al columbario.
- De acuerdo señor Schultz. ¿Qué hacemos con el recordatorio de la cabra? No podemos poner que está en el cielo moviendo la cola de alegría, porque las cabras no acostumbran a menear la cola.
- La menean cuando van a orinar.
- Bueno, pero no queda bien en un recordatorio. Son animales que no ronronean como los gatos. No cantan ni trinan como los pájaros.
- Entonces hay que limitarse al recuerdo.
Dennis escribió: Su Billy le recuerda en el cielo esta noche (p.113).

Por estructura, estilo y breve extensión constituye una lectura ágil. Evelyn Waugh no tenía más pretensión que la de elaborar un retrato hilarante, subvirtiendo lo trágico de un funeral en una parafernalia grotesca.

No entran los personajes en monólogos, sesudas disquisiciones existenciales sobre la  la muerte, o la “transición al más allá”. Y ha de ser así, precisamente porque la actitud superficial que éstos muestran ante la vida haría incongruente cualquier intento del escritor en llevar a sus protagonistas por una dirección que no sea la expuesta. Por tanto, un ritmo narrativo fluido porque la novela es un torrente de diálogos, conversaciones entre los personajes, ya sea en el entorno del trabajo, o relajados sobre las tumbonas del Club de Crickect… En el caso de los ingleses, of course.

No se explicita, pero es evidente que a sus homónimos norteamericanos les irrita “perder el tiempo” así. Mientras unos pasan las tardes saboreando un whisky bajo la sombra de las palmeras en Bel Air, otros están pensando como optimizar el tiempo y los recursos para llenar un poco más sus arcas.
Gentlemans soberbios, esnobs y tremendamente superficiales. Pero son encantadores. Cowboys irritantes, algo groseros y con el bolsillo mucho más lleno que sus pares ingleses. Les trae sin cuidado resultar encantadores o no. Ese es el terreno de juego que nos presenta Evelyn Waugh.

Dennis Barlow forma camaradería con otros dos ingleses, el viejo Sir Francis, otrora aclamado guionista, ahora marginado por los jóvenes ejecutivos de la industria. El anfitrión de Sir Francis es el propio Dennis Barlow, éste no puede permitirse el lujo de comprar una casa en la zona adinerada de Los Ángeles.
El otro inglés en liza es Ambrose Abercrombie, elegante y sofisticado, esnob recalcitrante. Él se erige en salvaguarda del buen nombre británico, de mantener la compostura y distinción entre los “pueblerinos norteamericanos”. Siempre dispuesto a soltar una arenga al joven Dennis para que no se deje llevar por los rudos modales vaqueros. Eso sí, hablando con un tono encantador. La apariencia impoluta de honorable inglés lo es todo para Ambrose Abercrombie, y se cuida mucho que también lo sea para sus paisanos.

No es casual que Evelyn Waugh sitúe a la ciudad de Los Ángeles como escenario del relato. Una ciudad que es un símbolo exultante de… superficialidad, no en vano vive de la ficción, de la industria cinematográfica. Su gloria y poder se asienta sobre una fantasía, el cine.






El afectado amaneramiento de los ingleses se intensifica por oposición al proceder directo, rudo y sin contemplaciones de los norteamericanos. Que en un bando y otro son muy poquitos personajes, lo cual hace que el lector vaya hilvanando sin dificultad los acontecimientos.

En la situación más trágica que ocurre en la novela (no la menciono), aflora la naturaleza de uno (D. Barlow) y otro (Joyboy) en toda su crudeza. La frialdad con la que Dennis Barlow afronta lo acontecido, resulta casi hiriente, como si el sentimiento de compasión, el gesto de dolor fuese indigno en un caballero inglés. La flema británica llevada al paroxismo por Evelyn Waugh, de eso se trata en esta historia, de parodiar.

La actitud quejumbrosa y balbuceante de Joyboy, uno de los personajes norteamericanos que Evelyn Waugh utiliza para confrontar el comportamiento (en definitiva, la actitud ante la vida) de ambos personajes cuando se cruzan, también resulta patética, de un modo diferente. Barlow y Joyboy, tensos encuentros por pretender a la misma mujer, ella también es norteamericana. Un triangulo amoroso con imprevisible desenlace.
Dos reacciones sintetizadas en sendas elocuencias expresivas:

Of course… Que diría serenamente Dennis Barlow.
Oh my God ! Acertaría a pronunciar Joyboy.



En algunas ocasiones la buena literatura se presenta con una facha extravagante, va por caminos poco trillados, y despista.




Hay un refrán danés que reza lo siguiente : “No existe el mal tiempo, solo la ropa inadecuada”



Lo que me lleva a suponer que a veces no es tanto leer un libro que no nos "llegó" (sí, ya sé que hay libros malos), como el haberlo hecho en un momento inapropiado. Y si no lo ves claro, abre la ventana y mira al cielo, simplemente...











viernes, 12 de febrero de 2016

Las inquietudes de Shanti Andía. Pío Baroja (San Sebastián, 1872 – Madrid, 1956)

Libro. Editorial Espasa – Calpe. Colección Austral, duodécima edición, 1977. 269 páginas.


Antes de nada, hubiera querido ambientar las fotografías sobre el comentario del libro en el mar, como se merecía. Pero viviendo en el centro del país era complicado.
Aprovechando, cámara y libro en mano, que por estas tierras tenemos unos cielos con reconocida fama literaria y pictórica, los he escogido como un océano en las alturas. Las aves, cuando aparezcan, serán los delfines que tantas veces acompañaban a nuestros protagonistas. Las nubes se convierten en olas perfectas. Al fin y al cabo los marinos, una vez en alta mar, no dejan de observar el cielo.


Foto Paco Castillo, febrero 2016

Esta novela de Pío Baroja, publicada en 1911, la enmarcó su autor en la serie “El mar”.

De igual suerte que redescubres el placer de la lluvia en la edad madura, cuando los chaparrones eran un enemigo implacable de aquella infancia fraguada en los juegos callejeros, a los que nos avocaban (entonces felizmente) la ausencia de vídeo juegos, tablets y demás dispositivos tecnológicos, asistes también al deleite de leer viejos libros y autores injustamente vilipendiados por la confusa rebeldía adolescente, cuando estas lecturas eran objeto de férreas imposiciones escolares. Alguna lectura me agradó, claro, pero siempre quedaba la sensación del encuentro forzado, bajo la amenaza del suspenso en lengua o literatura.
Así, mientras don Luis, el maestro, sostenía el libro de Pío Baroja a mano alzada, con la otra no dejaba de acariciar la regla de madera, esa que nos dejaba los dedos rojos como chistorras.

¡Qué difícil me resultaba admirar a esos viejos escritores en aquellos momentos!

En fin. Reconvertida la acritud juvenil en complaciente melancolía, he ido saldando cuentas literarias con libros y autores que habían sufrido, lo mismo que yo, el efecto perverso de aquella decimonónica regla de madera.
Y mira por dónde, al final tendré que conceder un gesto de gratitud a aquel trozo de madera, porque el placer sosegado que me causa hoy este “Shanti Andía”, simplemente por el hecho de leer una prosa tan bien resuelta por Pío Baroja, es un disfrute del que no gozaría sin el andamiaje lector que ahora tengo… Los libros llegan cuando tienen que llegar.

Paseo después de la lluvia. Foto Paco Castillo 2016

Otra cosa que tengo que agradecer a su autor es propiciar el encuentro ante palabras que parecían haberse esfumado con mi niñez. Por ejemplo, “lapa”, unos moluscos pequeñitos adheridos a las rocas costeras, muy abundantes en el norte peninsular y que yo mismo recolectaba de chiquillo en mis veranos asturianos.

También me han entusiasmado, por similares razones, los pasajes que discurren en mi querido litoral cantábrico. Me he encontrado, a través de los ojos de Shanti Andía, husmeando por aquellas solitarias y salvajes playas escondidas tras espesos bosques de helechos, robles (ahora hay más eucaliptos), o tras enormes acantilados de un verde imposible.

¿Está el cielo en venta? Paco Castillo 2016

Más allá de las memorables narraciones que atesora este libro, una vez concluido hay que abrirse paso entre sus historias hasta tocar su alma, su corazón tiene forma de profundo homenaje al mar, a los mares como propuesta para quienes buscaban la libertad entre los vientos que agitan las velas, a quienes dormían al raso de las estrellas y las observan como el rumbo que habrían de seguir sus destinos, o sus sueños mecidos por la eterna cadencia de las olas. Un deseo de libertad al que muchos se entregaban sabiendo que se dejarían la vida en el intento… aunque algunos regresaran para contarlo a generaciones futuras.

Es evidente la influencia del elemento telúrico en esta historia, el cual atraviesa toda la narración e imprime sobriedad y carácter a la obra.
Ya en los primeros compases la escritura de Pío Baroja para dar vida a Shanti Andía, tiene una personalidad tan genuina como las arrugas que surcan el rostro curtido de los marineros.
Presiento que el capitán Ahab de Melville no desentonaría entre los marinos de las costas vascas, en los pueblos balleneros del cantábrico, pues tanto el personaje de Melville como los de Baroja en este libro, son la personificación de un espíritu indómito, que impulsa a sus poseedores hacia la búsqueda de un sueño, una quimera agazapada tras el confín del horizonte marino, que parece aguardarles en la lejana línea que separa el cielo del mar. Pero nunca se alcanza, siempre está más allá…


                                Paseo después de la lluvia. Foto Paco Castillo 2016


Ese telurismo, en cuanto a la descripción de la imponente orografía vasca, su abrupto litoral, sus aisladas villas de pescadores, las brumas boscosas, son un vehículo inmejorable para mostrar la idiosincrasia de sus gentes.
Ahora bien, Baroja no se deja embaucar por la vanidad que tiende hacia la idealización de un pueblo y su cultura. Pone a cada personaje en su lugar, es más, se sirve de algunos para ridiculizar las ínfulas de grandeza que afloran en otros.
Si hay algo que se reviste de idílico en esta obra es la relación del hombre con el mar, que tiene para los marineros aspecto de mujer. En el encuentro del marino con esa libertad  que representa la inmensidad oceánica reside el encanto de este libro.

“La mayoría de los hombres se sienten muy orgullosos de su constancia, de la permanencia de sus propósitos. (…)
Saben adonde van, de donde vienen. Cada paso en el camino de la vida lo llevan contado y calculado. Si les escuchamos nos dirán: «No nos detengamos a contemplar el mar o las estrellas; no hay que distraerse. El camino espera. Corremos el peligro de no llegar al fin.»
¡El fin! ¡Qué ilusión! No hay fin en la vida. El fin es un punto en el espacio y en el tiempo, no más trascendental que el punto precedente o el siguiente.”

Y prosigue unas líneas más abajo con estas palabras sobre el mar, pasaje cuya belleza me ha sobrecogido:

“Realmente, el mar nos aniquila y nos consume, agota nuestra fantasía y nuestra voluntad. Su infinita monotonía, sus infinitos cambios, su soledad inmensa nos arrastra a la contemplación.
Esas olas verdes, mansas, esas espumas blanquecinas donde se mece nuestra pupila, van como rozando nuestra alma, desgastando nuestra personalidad, hasta hacerla puramente contemplativa, hasta identificarla con la Naturaleza.
Queremos comprender el mar, y no le comprendemos; queremos hallarle una razón, y no se la hallamos. (…)
Muchas veces sospechamos si habrá en él escondido algo como una lección; en momentos se figura uno haber descifrado su misterio, en otros, se nos escapa su enseñanza y se pierde en el reflejo de las olas y en el silbido del viento. (…)
En la Naturaleza, en los árboles y en las plantas hay una vaga sombra de justicia y de bondad; en el mar, no; el mar nos sonríe, nos acaricia, nos amenaza, nos aplasta caprichosamente” (p.14).

Boadilla del Monte, finales de enero. Foto Paco Castillo 2016

Me ha sorprendido encontrarme a P. Baroja exhibiendo un excelente sentido del humor, ese valor que Julio Cortázar echaba en falta en las obras literarias de sus contemporáneos.
Digo sorprendido porque cuesta imaginar a este vasco de semblante taciturno, cuya sonrisa parece desdibujada por la bruma de su tierra, manejando con soltura tal ingrediente. No faltan en la narración esos momentos de humor, contrapunto oportuno, y hábilmente dispuesto, a todo lo majestuoso que el mar y sus cielos tormentosos ocupa en la historia.


Foto Paco Castillo, febrero 2016

Foto Paco Castillo, febrero 2016

La novela cuenta con un narrador en primera persona, el propio Shanti Andía, quien nos relata de modo retrospectivo su historia, la de su tío Juan de Aguirre, errante en todos los confines marinos del mundo, la de la familia en el caserío vasco y la de sus vecinos.

Shanti Andía se hace querer, es una persona cabal, intrépida pero sensata, solitario que no reniega del amor.


Boadilla del Monte, finales de enero. Foto Paco Castillo 2016


La historia está estructurada en dos partes, cada una con un ritmo narrativo en consonancia con los acontecimientos descritos y sus escenarios.
Los primeros capítulos corresponden a la infancia de Shanti Andía en su pueblo vasco de pescadores. Es una mirada melancólica hacia aquel chiquillo y sus correrías con los amigos por los montes y acantilados de las costa cantábrica. Años inocentes sumidos en la fascinación por las antiguas historias marineras que escuchaban a los viejos lobos de mar curtidos en los mares del mundo.

“Nos hablaba, también, Yurrumendi de esos pulpos gigantescos con sus inmensos tentáculos que pueden hacer naufragar una fragata; del mar de los Sargazos, en donde se navega por tierra, por verdadera tierra, que se abre para dejar pasar un buque; de los países donde nievan plumas; de los delfines, que tienen una extraña simpatía mal explicada por los hombres; de las sentimentales ballenas, cuya desgracia es pensar que la Humanidad estima más su aceite que su melancólico corazón; de los mil enanos jorobados y extravagantes de las costas de Noruega (…)” (p. 44).

Estas y otras historias son las que escuchaban Shanti Andía y su amigos, Recalde y Chomin Zelayeta, en las tabernas del pueblo, como la Goizeco Izarra (Estrella de la mañana), la de la Bella Sirena, o la más célebre, el Guezurrechape de Cay Luce (El Mentidero del muelle largo).
Por ahí encontrarían a los viejos marinos, lobos de mar como Yurrumendi, que habían pisado cualquier puerto ubicado entre Groenlandia y las islas de Polinesia, y siempre, bajo la verbilocuencia del aguardiente, estaban prestos a satisfacer a una audiencia tan entregada.

La prosa en estos trances sucumbe, como no puede ser de otra manera, al carácter contemplativo que posee la rememoración de la niñez. Se impone un ritmo pausado, como si las palabras fueran acompasadas por las últimas gotas de lluvia, cuando su sonido apenas es un susurro que golpea sin fuerza las ventanas.
Digo esto porque es justamente lo que está ocurriendo en mi ventana (ahora mismo) al contemplar el cese de la lluvia. Mañana lluviosa por aquí.

En la segunda parte Shanti Andía es ya un hombre hecho y derecho. Flamante capitán de goletas, fragatas o bergantines que atraviesan los mares.
Ya avanzada esta parte, hay un par de páginas en las que Shanti Andía, de regreso unas semanas a Lúzaro (su pueblo vasco), por el fallecimiento de la abuela, rememora con exquisita y sentida melancolía, que no sensiblería, su infancia. Al escuchar el canto de los gallos, el traqueteo de las carretas con heno sobre los caminos, el repiqueteo de la lluvia sobre los tejados, cuando la oscuridad invernal invadía la existencia de estas gentes, y su presencia se intuía a la luz del candil tras las ventanas, el lector mediante el ritmo sosegado de la prosa se convierte en habitante de aquel escenario, envuelto en una atmósfera de decadente belleza.




Foto Paco Castillo, febrero 2016


La sombra de su tío, el enigmático y desaparecido Juan de Aguirre, se cierne sobre todo el relato en esta fase de la historia. Su misterioso paradero va saltando de boca en boca por viejos marinos que dicen haberle visto en los lugares más aislados del mundo.

Así, el marino vasco Itchaco, a quien Shanti Andía localiza en un apartado muelle de Borgoña, en Francia, cuenta al protagonista que después de sus largas estancias en los caladeros de Islandia y de las islas noruegas de Lofoten, lugares que por tierra y por mar conoce como su propia casa, dice haber coincidido con su tío en un “barco de negreros” que hacía la ruta de Angola y Mozambique hasta Brasil.

Otros aseguran haber compartido estadía con el desaparecido en la inhóspita Bahía de la Desesperación, el Puerto del Hambre o la Isla de la Desolación, parajes que aparecen como espectros en la inmensidad del Océano Pacífico, en las corrientes navegables del sur cuando ya se avistan icebergs.
Algunos se han topado con él en la Bahía de la Soledad, reponiendo fuerzas, al abrigo de las remotas Islas Malvinas.

O recogiendo un cargamento de filipinos, mano de obra barata, que desde la Polinesia, en Tahití, había que llevar a la Bahía de San Francisco, en Norteamérica. Y en todos estos escenarios, y en algunos más, se embarca el lector con Shanti Andía.

Aquí la prosa discurre con el fragor del viento, de las tempestades, las corrientes marinas, con la puesta y el ocaso del sol sobre el horizonte, con los amotinamientos de la tripulación, sus brutales ajustes de cuentas, los imprevisibles piratas ingleses y holandeses y avatares de similar factura.

Sin embargo ninguna de tan extraordinarias vivencias allende los mares, sobrecoge tanto el alma de Shanti Andía como, al cabo de tantos años, la emoción de volver a pasear por la playa de su pueblo, la playa de las Ánimas, algo triste y  solitaria como él, como aquel niño que un amanecer cualquiera de otoño se escapaba hacia allá, justo cuando la bruma del mar se encaramaba hacia el monte de helechos y después envolvía a todo el pueblo como en un abrazo.
Entonces todo desaparecía lentamente de la vista, igual que en un sueño tranquilo. Y ahí solo quedaba, igual que ahora, Shanti Andía contemplando el mar.




Boadilla del Monte, finales de enero. Foto Paco Castillo 2016

miércoles, 3 de febrero de 2016

Las ciudades invisibles. Italo Calvino ( Cuba, 1923 – Italia, 1985)


Libro. Biblioteca EL MUNDO. Colección Milenium, 1999. Traducción de Aurora Bernárdez. Prólogo de Daniel Múgica. Ilustración de la portada, Toño Benavides. 117 páginas. Narrativa.



                       Con el libro en Marqués de Viana, Madrid. Paco Castillo, 2016


                            Último suspiro del atardecer, Pozuelo. Paco Castillo,2016


Suelo empezar el año lector con autores clásicos, me gusta que sobre ese poso literario vayan asentándose el resto de lecturas venideras.

Todo lo escrito en este libro por Italo Calvino es una alegoría de la multiplicidad de ciudades inverosímiles (porque son más inverosímiles que invisibles) que hay en cada ciudad posible, es decir, real.
Por ello, aunque sea una obviedad, requiere una lectura atenta, contiene palabras que te exigen una pausa ante ellas, como si te invitasen a acompañarlas a un destino, retornar a su lugar original.

Marco Polo, ilustre consejero de Kublai Kan, va describiendo al emperador las “ciudades” que ha ido visitando dentro del vastísimo territorio imperial. Le cuenta cómo son esas ciudades, qué  hay en ellas, quienes son sus moradores y todo aquello digno de mención. Así, le habla de “las ciudades y los deseos”, representada, entre otras, por Fedora. “Las ciudades sutiles”, cuyos exponentes pueden ser Zenobia, u Octavia. “Las ciudades y el cielo” como Eudoxia, dónde es fácil perderse. Por mostrar algunos ejemplos. Cuando Marco Polo termina de contarle cada ciudad, él y Kublai Kan entablan un diálogo intercambiando reflexiones sobre lo dicho.
De modo que la filosofía, la poesía y la novela forman un todo uniforme en esta obra, se retroalimentan y se suceden sin solución de continuidad.
Aparte de lo que cuenta Italo Calvino, tenemos el cómo lo cuenta. El autor exhibe una prosa exquisita, es un sibarita de la escritura. Es un deleite leer palabras que se pueden palpar, porque tienen texturas, que pueden olerse, porque desprenden aromas, o que pueden admirarse, porque contienen imágenes.

Cada ciudad proyecta una situación imaginada, inventada o fantástica, que la mente del lector construye como una realidad, en donde es plausible esa manera de ser y estar en el mundo.
Por lo tanto, Italo Calvino nos propone desautomatizar la manera de pensar en relación al lugar que habitamos, te descubres a ti mismo en un escenario donde las “señales” de lo que ves han terminado por usurpar la identidad, mejor dicho, la naturaleza de lo observado, de “eso” que hay detrás de la señal (o el nombre).


                                        Una calle de Madrid. Paco Castillo, 2016


Recuerdo a un profesor de arte contemporáneo que tenía en la universidad, porque nos reiteraba que nuestra forma de ser, estar y observar no es enteramente nuestra, sino que está condicionada por la arquitectura y fisonomía de las ciudades donde vivimos. Un neoyorquino no sabe mirar al horizonte, porque en Nueva York los rascacielos han hecho que éste desaparezca. Un tuareg no hace otra cosa que mirar al horizonte, en el Sáhara solo hay arena y un horizonte inabarcable.
Lo mismo sucede con estas “ciudades fantásticas” que relata Marco Polo al gran Kan, cada una supone una posibilidad diferente de ser y de estar.

Este es un libro muy breve que me ha hecho pensar mucho, retomando lo que refería de las señales… Parece que vemos antes la palabra que la cosa nominada por ella, vemos antes a Emilio, Aurora o Daniel, los nombres, que al ser de carne y hueso que se desplaza hacia nosotros. Vemos abstracciones como sucedáneos de lo vital. Se nos ha olvidado vivir con la materia viva porque vivimos con la materia intangible, eso, las abstracciones.
Un fragmento del relato de Marco Polo , en la ciudad de Ipazia (Las ciudades y los signos):

¿Dónde está el sabio? – El fumador de opio señaló fuera de la ventana. Era un jardín con juegos infantiles: los bolos, el columpio, la peonza. El filósofo estaba sentado en la hierba. Dijo: - Los signos forman una lengua, pero no la que crees conocer –comprendí que debía liberarme de las imágenes que hasta entonces me habían anunciado las cosas que buscaba: solo entonces lograría entender el lenguaje de Ipazia.
(…). No hay Lenguaje sin engaño (p. 44-45)


                                     Madrid. Paco Castillo, 2016


El libro también nos sugiere que lo no aparente, o no visible en las ciudades puede tener una presencia más notoria que las formas y objetos que tienes delante.
Y también es verdad que las ciudades en la lejanía suelen mostrarte aquello que te ocultan si estás dentro de ellas. Por ejemplo, el veneno con el que te mata lentamente, la contaminación. Yo suelo observar Madrid desde mi propia ciudad, Pozuelo, a doce o trece kilómetros de distancia y a mayor altitud que la capital. Es una buena atalaya para escrutar Madrid con los ojos bien abiertos… o entrecerrados si prefieres ignorar algo que te turbe. La “boina” grisácea de contaminación es una visión nítida desde mi atalaya, no así caminando por la Gran Vía madrileña, aunque nadie ignora que está ahí.
Para ver la fealdad de la ciudad en toda su magnitud hay que huir de ella. Para apreciar la ciudad como un todo hermoso también.


                             Madrid, vista desde la Casa de Campo. Paco Castillo,2016

A mi modo también soy viajero y sé que la verdadera imagen de la ciudad, para mí, no era la que presenciaba estando ahí, sino la que ha ido construyendo mi recuerdo una vez abandonada, la ciudad que perdura en la memoria es la que está viva. la presencia real que una vez tuve en ella el tiempo la borró.

“(…) es inútil decidir si ha de clasificarse a Zenovia entre las ciudades felices o entre las infelices. No tiene sentido dividir las ciudades en estas dos clases, sino en otras dos: las que a través de los años y las mutaciones siguen dando su forma a los deseos y aquellas en las que los deseos, o logran borrar la ciudad, o son borrados por ella (p. 37).”

Impresionante forma de decirnos cómo nosotros hacemos a las ciudades y éstas, a su vez, nos van haciendo a nosotros.

Tal vez por eso, después que Marco Polo le haya descrito varias ciudades a Kublai Kan, éste, pensativo, le dice al veneciano que no le cuente las ciudades como las ha visto, más bien que le corrobore si son, acaso, como el Gran Kan las imagina.


                                  Heridas en el cielo, Pozuelo. Paco Castillo,2016


De igual modo que a un lector le gusta departir con otro lector, hay libros que tendrían mucho que dialogar con otros libros. Seguro que “Las ciudades invisibles” de Calvino y la “Ciudad del sol” de Tommaso Campanella tienen de qué conversar. La lista puede ampliarse.

Leer consigue que puedas apreciar, y analizar, la realidad con una cantidad de matices muy superior a quien no lo hace. De modo que  puedes  cotejar la realidad con la lectura que acaba de nutrir tu pensamiento. Miras a tu alrededor con ese título revoloteando por tu cabeza, “Las ciudades invisibles”, y con la mirada expandida terminas  divisando a los exiliados, constatas que hay ciudades dolorosamente reales donde lo invisible son sus ciudadanos, por partida doble. Primero como desheredados en su ciudad. Después como exiliados en otras. Ciudadanos invisibles en ciudades reales.


                                    La vida se abre paso entre las ruinas, Pozuelo. 
                                    Paco Castillo,2016

Retomando el libro, tengo la sensación de que esta obra de Italo Calvino no está concebida tanto para encontrar algo (aunque también) como para buscarlo.
Pero, ¿Buscar el qué? Las ciudades invisibles. ¿Buscarlas dónde? En la imaginación, en el recuerdo, en la memoria, y también en el pasado, y en el presente. Las ciudades invisibles hay que buscarlas fuera de ellas, entre las existentes tal vez. Buscar algo alejándose de ello para solo así hallarlo. Algunos dicen que el amor se busca así. Y la belleza.


                           Pozuelo, vista desde la Casa de Campo. Paco Castillo,2016.

Las ciudades invisibles empiezan a tomar cuerpo cuando se diluye la real. Pienso en esto cuando contemplo desde el tren las luces de una ciudad, diminutas y agazapadas en la noche, y apresurado voy añadiendo historias y rostros antes de que se esfume en la lejanía. Y lo mismo desde el avión, cuando observas a las ciudades empequeñecer más y más, hasta que se paraliza la acción y el movimiento en ellas, la vida parece ausente ahí, si la observas desde el cielo. Ciudades invisibles…