Así de grande (So Big). Edna Ferber (Michigan, Estados Unidos, 1885 — Nueva
York, 1968)
Circulo de Lectores 1965, traducción de Miguel de Hernani, 333 páginas.
Había comenzado la lectura de esta gran novela y
el entusiasmo iba in crescendo, leyendo con una celeridad que, por inusitada,
no deja de sorprenderme últimamente.
Esto lo dice alguien que lee libros titulados “El
elogio de la lentitud” (Karl Honoré) , o “El descubrimiento de la lentitud” (Sten
Nadolny), y los leí despacio, claro.
De todas formas me lo tengo que hacer mirar, la
rapidez. La lentitud no.
Pero todo fue al carajo por un catarrazo
primaveral que sorprendió a la pequeña de mis hijas.
La lectura fue cediendo a los dalsy, visitas a
urgencias, gotas para la otitis y jarabes para la tos… cuya eficacia debe de
considerarse según los dos títulos que hay arriba (el de Honoré y Nadolny). A
buen entendedor (…)
Ya pasó lo peor, a pesar de algún ramalazo de tos mi hija está mucho mejor, y yo tomo menos café para sostenerme en pie.
Dejemos los virus.
Imagino que el nombre de Edna Ferber no dice
mucho por aquí. Lo solucionaremos ahora, ya veréis.
Ciertamente a todos nos suenan películas tan
memorables como Gigante o Cimarrón, y
omito otras menos famosas pero seguramente conocidas por los cinéfilos. Pues
ahí tenéis a E. Ferber. Detrás de esos largometrajes está la mano maestra de
dicha escritora, dramaturga y periodista ocasional.
El séptimo arte, siempre mirando de reojo a la literatura, no dudó en llevar tales títulos a la gran pantalla, habida cuenta del éxito que cosecharon en su anterior existencia como novelas, las de Edna Ferber.
Edna Ferber. Foto www.britannica.com
Por eso es frecuente encontrar archivos fotográficos de ella conversando amistosamente (o no) con los grandes ídolos del celuloide, por aquel entonces. Ahí la podéis ver con James Dean, en la mítica Gigante.
Edna Ferber con James Dean en 'Gigantes' (1955). Warner
Bros / Floyd McCarty. Foto internet.
De esta misma novela, So Big, traducida “Así de
grande” y galardonada con el Pulittzer (1925), se hicieron tres adaptaciones a
la pantalla.
Hoy es posible hacerse con una edición reciente
de este título gracias a la publicación que Nórdica Libros hizo en 2015.
En mi caso se trata de un viejo ejemplar editado por
Circulo de Lectores en 1965, que dormitaba desde ni se sabe por mis estanterías.
Nos adentramos ya en “Así de grande”.
Los primeros años de vida hasta la adolescencia
de Selina Peake fueron cualquier cosa menos convencionales. Su padre, Simeón
Peake, era jugador de póker profesional, a quien la suerte le iba sonriendo y
maldiciendo indistintamente, ya fuera en los salones de Denver, Nueva York, san
Francisco, Milwaukee o Chicago. Una existencia itinerante (aspecto autobiográfico de la infancia de Edna Ferber) que Selina asumía de
buen grado, pues el progenitor no fallaba en lo esencial, el gran afecto que
profesaba hacia su hija.
Era tan buen padre como pueda serlo un jugador de
póker… al menos atento y cariñoso con la niña en los escasos momentos que los
tríos de ases, o las parejas de reinas propiciaban el encuentro. Se intuye que
Selina era huérfana de madre, no hay mención al respecto.
Cuando iba bien en el juego, Simeón agasajaba a
su pequeña con cenas en los mejores hoteles, funciones teatrales, visitas a
museos y actividades similares que ennoblecían el espíritu, tal vez por un
remordimiento paterno inconfesable que trataba de resarcir de modo tan
didáctico, a decir verdad el señor Peake era persona culta. Si venían mal
dadas, tocaba dormir en pensiones de dudoso gusto y comer barato.
Vivir en esa
“montaña rusa” entusiasmaba a la chica. En las largas y solitarias horas Selina llenaba su tiempo
leyendo a los clásicos norteamericanos y europeos que poseía su padre. Incluso
hacía incursiones en los grandes autores griegos.
Ya residiendo en Chicago, cuando no estaba con
los libros se reunía con su única y gran amiga, Julie Hempel, hija de August
Hempel, el carnicero del barrio. Aunque la vida separase sus caminos pronto,
esta amistad se revelaría fundamental para Selina y, especialmente, para su futuro hijo, Dirk DeJong, muchos años después.
La vida de un jugador de póker es eso… puro azar,
y por tal motivo murió Simeón. Ocurrió en un elegante local, una mujer
agraviada en su orgullo sacó una pistola y disparó llena de ira, quiso el
destino que la nerviosa dama errase ligeramente el tiro, suficiente para que la
bala asesina fuese a parar al corazón nómada de Simeón Peake, y no al objetivo
deseado, el hombre sentado junto a él. Ese día S. Peake llevaba una escalera de
color directa al más allá.
Todo se precipita para la joven. Se niega a
instalarse en casa de sus dos tías solteras en Vermont, hermanas de su padre, y
a quienes considera unas puritanas insufribles.
Gracias a la mediación de su amiga Julie y el
padre de ésta, August Hempel, surge la opción de trabajar como maestra en una
comunidad agrícola, High Praire, a media jornada de Chicago, siempre que el
tiro de caballos fuera bueno.
A pesar de la distancia, le agrada la idea de ejercer como maestra, Selina era una chica muy culta para su edad, desde luego
bastante más que Julie.
Y para allá marchará una muchacha veinteañera, sola,
sin conocer a nadie, con mil dudas y preocupaciones atenazándola durante el
trayecto.
Selina se
instalará con una sencilla familia de hortelanos, conocidos de August Hempel,
el matrimonio formado por Klaas y Maartje Pool junto a sus tres vástagos,
austeros como todos en la aldea, de maneras algo rudas y elementales pero
acogedores.
Saldrá adelante, vaya que sí.
En estos pasajes Edna Ferber revela su
virtuosismo describiendo el entorno agrícola, las peculiaridades de las
cosechas y el sin fin de dificultades que plantean al hortelano. Todo narrado
desde la sensibilidad de quien admira los grandes espacios despejados,
transmitiendo la paradójica sensación de libertad y esclavitud de quienes los
habitan y faenan.
Así es High Praire, una comunidad campesina fundada por colonos de procedencia holandesa. Son gentes de una simplicidad
desconcertante para quien, como Selina, procede de la cosmopolita Chicago, la
gran urbe del Medio Oeste norteamericano.
Es esa misma sencillez del campo la que
posibilita al lenguaje utilizar atajos, evitando laberintos retóricos, para
llegar a la sabiduría esencial de las cosas, sin que los propios hortelanos
sean conscientes, muestra de ello son las confesiones entre Selina y Maartje,
en la intimidad de la humilde cocina, después de cenar, ambas conversan sobre
las sensaciones que tenía Maartje previas a la boda con Klaas Pool, algo que, aunque
inocente, seguramente nunca había tenido oportunidad de contar:
¿Tuvo usted miedo… o algo parecido… cuando se
dispuso a casarse con el señor Pool?
Maartje (…). Rió con una risita breve.
-Yo me escapé.
¿Se escapó? ¿Quiere usted decir que huyó? ¿Por qué?
¿Es que Klaas… no le agradaba? (…)
-Sí, me agradaba. Claro que me agradaba.
Pero ¿usted se escapó?
-No muy lejos. Volví. Nadie supo en realidad que
me había escapado. Pero me escapé. Yo sí lo supe.
¿Por qué volvió usted?
Maartje expuso su filosofía sin sospechar ni
remotamente que pudiera merecer nombre tan retumbante.
-No es posible escaparse lo suficientemente
lejos. Como no se deje de vivir, no es posible escapar a la vida (p.106).
Selina se irá adaptando al nuevo entorno, pero
será un proceso largo y laborioso.
Los días se van sucediendo en High Praire al
ritmo de las cosechas y sus diferentes variedades según la estación. La familia
Pool será la base para que Selina aprenda
todos los pormenores de la vida rural, lo que conviene hacer, lo que no.
Un lugar en donde comentar el tiempo que hará,
adquiere una importancia capital… tal vez el único gran tema del que hablar en
High Praire.
Las primeras impresiones que hizo Selina al
conocer a sus caseros, aludían a la hermosura de las incontables huertas clareadas por el día, un caleidoscopio de colores cambiantes, la belleza del campo
en definitiva.
Apreciaciones que se les escapan a estas familias laboriosas. Un sentido de la estética que no logra penetrar en el alma fatigada
de estas gentes, encorvadas sobre la tierra, haga frío o calor, con la cabeza
gacha sobre las hortalizas, sin tiempo ni ánimo para relajarse y apreciar “esa
belleza” que siempre encuentran los foráneos.
Altos ideales alejados de la concepción
utilitaria del campo que gobierna en sus mentes.
Parece una incapacidad universal de los campesinos
exhaustos por las tareas, pues con idéntica negación para empaparse de la
belleza circundante se presentaban los hortelanos extremeños en “El balcón en
invierno” , de Luis Landero.
Y aunque Selina llegará a amar profundamente
estas tierras, vivirá con la obsesión de no desterrar jamás a la belleza de su ser, e intentará que florezca en la de su futuro hijo, Dirk, viendo como ha
sido aniquilada por sus vecinos.
Igualmente, por el gran paralelismo entre las
protagonistas y los escenarios de esta historia, me ha recordado mucho a otra
novela magnífica, leída hace tiempo, “Ethan Frome” de Edith Warthon, contemporánea y vecina de
Edna Ferber (ambas residían en Nueva York, aunque Edith era 21 años mayor).
Dos mujeres protagonistas, jóvenes, cultas y
cosmopolitas que emprenden la incierta aventura de la vida rural, donde todo
parece tan anodino como el rutinario pacer de las ovejas.
Vídeo grabado en Monte del Pilar (Pozuelo-Majadahonda), P. Castillo
Los primeros dos o tres años pasan como una
exalación. Selina es una mujer que, a ojos de estos hortelanos rubicundos,
altos y fornidos, parece inalcanzable. Una mujer educada en la gran Chicago,
culta, de maneras elegantes, con mirada segura y despierta, irradiando un
brillo especial en los ojos… una mujer que, por no ser el tipo de mujer que
conocen, les resulta muy atractiva.
Selina se enamorará de un campesino apuesto, un
rubio mocetón holandés, algo taciturno y solitario, una timidez con tamaña
“planta” provoca un efecto irresistible en las jóvenes del pueblo.
Pero él parece demasiado concentrado en sacar algún beneficio de sus baldíos
terrenos, sin duda no son los mejores de la localidad.
Pervus DeJong trabaja de sol a sol para obtener
una ganancia que no compensa la fatiga sufrida.
Era inevitable que los ojos de Selina se fijaran
en este hombre que rehuye las miradas femeninas, callado, centrado en mantener sus
cosechas. Pero Selina posee un encanto natural, cuyo efecto seductor derriba
cualquier barrera, incluso las del solitario Pervus. Terminará siendo su
esposo.
Selina ayudará sin descanso a su marido, juntos
tratarán de sacar adelante la granja. Lo hace de buena gana, Pervus nunca la
fuerza a nada que ella no quiera, es un hombre de buen corazón, aunque algo
simple, igual que sus vecinos cincelados por la letanía de las estaciones, los
ciclos húmedos y luego los cálidos, ahora remolachas y en dos meses coles… ese
es su mundo, y ya será el de Selina.
Aprenderá a quererlo, aquella chica de ciudad llegará a amar la tierra y
las hortalizas que de ella extraiga. No renegará de Chicago, disfrutará en sus
visitas, pero su lugar está en High Praire… porque así lo sentirá primavera
tras primavera, arruga tras arruga.
La llegada de Dirk DeJong, un bebé sano y risueño
alegrará la dureza de los días, pero también es una presión añadida por la
escasa rentabilidad de sus cosechas. Selina propone introducir técnicas
novedosas, otros productos… ha estado estudiando multitud de manuales agrícolas
a espaldas de Pervus, conocedora de sus reticencias al respecto. Él se resiste
a cualquier novedad, le desagrada profundamente discutir esa cuestión con
Selina, y ésta dejará hibernando sus excelentes ideas de mejora.
La muerte se lleva pronto al bonachón y taciturno
Pervus, cuando el hijo apenas ha cumplido los 8 años. Décadas de ingente
esfuerzo, con sol y humedad, en unas tierras yermas fueron agravando su reuma,
pese a ello estuvo al pie del cañón hasta el último minuto, nunca dejó que la
tierra lo humillara hasta postrarle en una cama.
Selina se echará la granja a sus espaldas, sin la ayuda de hombre alguno, si es
necesario se levantará a las cuatro de la mañana y parará al anochecer, afrontando el mantenimiento de las tierras y el cuidado de su pequeño.
Esta mujer de apariencia frágil, de sonrisa encantadora e inteligencia brillante, aplicará las técnicas de plantación sobre las que tanto ha estudiado a escondidas, introducirá género más apropiado… será una auténtica revolución
que dejará estupefacta a la tranquila High Praire.
La existencia es dura, muchas veces ingrata para esta mujer, pero nunca logra paralizarla, doblegarla. No hay ningún secreto, cuenta con el mejor aliado, su fortaleza de espíritu, tiene a su hijo... y, sobre todo, se tiene a ella misma.
Como ocurre en todas las zonas agrícolas, ya sea
en Illinois o en la Huerta murciana, los agricultores cargan sus hortalizas y
ponen rumbo a los mercadillos de las grandes ciudades, lo mismo que hacen todos
los campesinos de High Praire, y hacía el propio Pervus, dos días por semana.
Que una mujer de High Praire vaya sola al mercado
callejero de Chicago a vender sus cosechas… es un auténtico escándalo, todos lo desaprueban, especialmente las mujeres de los campesinos... ¡qué desfachatez, una mujer sola vendiendo en el mercado! Musitan.
Y eso es exactamente lo que hará Selina, llevando
a su pequeño “Sobig” (unión se So big). Los hombres la observarán con cierto
desdén paternalista, piensan que “la pobre mujer” no sobrevivirá en el rudo mundo
del mercadeo urbano.
Las primeras ventas de Selina, pese a contar con
un genero más que aceptable y bien presentado, son desastrosas. Decide cambiar
de estrategia, irá a la zona rica de Chicago e intentará vender sus hortalizas
puerta por puerta en las mansiones señoriales, aunque se deje la suela de los
zapatos sobre el empedrado, o la miren como a una indigente. Jamás permitirá
que su hijo Dirk sufra penuria alguna mientras viva bajo su techo.
Y aquí sucede el encuentro trascendental, tras la
verja de una enorme mansión asoma una cara conocida, a pesar de los años, es
Julie Hempel, hija August Hempel, magnate del comercio porcino y vacuno, otrora
carnicero de barrio.
El contacto de las amigas se produce en una
profunda emoción, y conmoción por parte de Julie al ver el desastrado aspecto
de su amiga y al sucio aunque risueño hijo... ambas se funden en un abrazo interminable, lloran y ríen ante la atónita mirada de Dirk.
Nunca más se permitirá dejar desasistida a su
amiga Selina, afrontará la educación de Sobig en los mejores colegios, le
propondrá pasar los veranos en la elegante mansión… Selina se siente abrumada,
ni de lejos piensa aceptar el dinero de su amiga, pero está tan fatigada por la
dureza de su vida que se ve bloqueada, con la mente embotada es incapaz de oponer resistencia al entusiasmo de Julie. Pero a lo que no piensa renunciar es a su granja.
Los años pasan rápido.
En los últimos capítulos
del libro, que aún así contienen ciento y pico páginas, el personaje de Dirk va
ganando todo el protagonismo en detrimento de la madre, Selina, pero sus
apariciones siempre tienen un hondo calado… es el alma de esta historia. Lo mismo se puede decir de Chicago, que se alza imponente sobre la humilde High Praire.
Esta es una fase muy interesante de la narración,
pues Edna Ferber nos sitúa ante la confrontación de dos mundos; el sofisticado
y urbano de Chicago que representa Dirk, convertido en un hombre terriblemente seductor y atractivo, cómodamente asentado en su despacho
como alto ejecutivo banquero, después de abandonar su profesión de arquitecto,
convertido en icono de la nueva élite financiera, requerido en todo evento
social de relumbrón. Y por la otra parte el ya casi agonizante reducto rural que lo vio crecer junto a su madre, Selina, que sigue apegada al campo, a sus huertas, a su
granja, que por el prestigio de sus hortalizas es conocida en todo Chicago… no
le ha ido mal a Selina.
Y Edna Ferber, de manera magistral, pone frente
al espejo de los sentimientos genuinos que brotan de la tierra, llenos de
afecto y amor por lo que contemplan los ojos pese al esfuerzo, el reflejo de
unos sentimientos fingidos, una atmósfera de una frivolidad irritante,
exhibicionismo del lujo en los exclusivos clubes privados de Chicago, tal es el
círculo que representa y en el que se mueve Dirk.
Si lo pensamos, es una transición
impresionante, un cambio generacional de madre a hijo; de los espárragos, las
coles, el olor a ganado, las técnicas hortelanas, las fiestas un tanto ridículas
de los agricultores tocando viejos instrumentos, igual que sus “ropas
elegantes” del domingo y demás… de todo eso nos vamos, primero, al ambiente
universitario (magnífico retrato de la vida universitaria y su “fauna” según la
procedencia social), y luego a los barrios elegantes de Chicago, las reuniones
sociales de los potentados, las fiestas de los vástagos en sus inmensas
residencias, los grandes despachos de los magnates, las conversaciones
triviales y vacías de contenido, sus colecciones de coches, los viajes a
Europa… en fin, de los trayectos en destartalados carros hacia el mercadillo de
hortalizas de los campesinos, a los viajes a París, Londres o Roma que hacen
los jóvenes herederos de las grandes fortunas de Chicago.
En medio de esos dos mundos solo queda un enorme
precipicio entre ambos, se profesan un profundo amor, pero el imponente abismo que los separa parece engullirlo.
Sin embargo la brecha se cuenta de una manera tan sutil
por Edna Ferber, que la fractura entre esas dos realidades no se produce
abruptamente, es como la luz estival que se va apagando lentamente con el
avance del otoño.
Aunque pienso que al final de la historia le
falta un pelín más de recorrido, no se trata del consabido final abierto que
los lectores sabemos identificar. Es más bien la impresión de ese final
apresurado que todos conocemos.
Nos quedamos sin esa pizca de condimento que el chef escamotea
del plato elaborado, a última hora ya, cuando después de una larga jornada solo
desea largarse a casa, y sabedor de que va a servir una obra maestra en la mesa
y sus comensales se lo perdonarán, pues el resultado general es magnífico. Un
brindis y a disfrutar… sin problema. En cualquier caso solo es mi apreciación, en otro lector puede variar la opinión.
Una recomendación, me la ha sugerido el libro,
aunque la posibilidad de realizarla parece un tanto descabellada.
Sí alguna vez vais a Illinois hacedlo en octubre:
"Era a fines de octubre, en pleno veranillo de San Martín,. La más bella época del año en Illinois. Una luz dorada y suave parecía bañar todas las cosas. Era como si el mismo aire fuera un oro líquido y tónico. Las calabazas, pegadas a la fértil tierra oscura, devolvían el resplandor del ambiente y las amarillentas hojas de los arces reflejaban luminosas los tonos áureos. Por la campiña, en millas a la redonda, era el espectáculo del esplendor, de la plenitud, de la profecía cumplida, como si una hermosa y fecunda mujer, después de haber criado unos hijos robustos, descansara, serena la mirada, benigna, exuberante, satisfecha (p.218)."
Es imposible no caer rendido a los pies de Selina, enamorado, no tanto por su delicada belleza física, sino por como la propia belleza del mundo que la rodea, esa que se escapa a los ojos del
campesino, se posa en ella.
Es la belleza de las huertas cuidadas con mimo, la que
trae el viento con olor a espárragos, incluso la de sus manos agrietadas, con
manchas de barro y aroma a simientes, la de su enorme fortaleza interior, la de su amor sin condiciones por el hijo. Esa es la belleza que entra a raudales por los ojos de Selina, y que ella refleja ante todos, infundiéndoles serenidad, placer, gratitud... así era Selina, sin saberse dueña de tal hechizo sobre los demás.
Si películas tan inolvidables como Gigante o Cimarrón han quedado grabadas en la retina de millones de espectadores
por el mundo, sepan que todo comenzó en la mente brillante de una mujer...
Edna Ferber
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