P. Castillo

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viernes, 24 de julio de 2015

Navegando por el mar de vino. Por qué los griegos son importantes. Thomas Cahill, (Estados Unidos, 1940). Libro. Ed. Verticales de bolsillo, 2008. Ensayo, 322 páginas. Traducción, Julio Paredes.

Historia Universal. GRECIA. Carl Grimberg, (Suecia 1875 - 1941). Libro. Ed. Daimon, 1967. Historia, 359 páginas. Traducción T. Riaño.






Este libro recién concluido ("Navegando por el mar de vino"), lo menciono junto con "Historia Universal. Grecia", de Carl Grimberg, leído en marzo de este año. Ambos magníficos, profusos en anécdotas y detalles cotidianos de aquella deslumbrante cultura, me han dejado un excelente sabor de boca.

Así pues, acabo de “abandonar” la antigua Grecia y entre tragedias, comedias, poetisas, filósofos y esculturas, no puedo reprimir el impulso de escenificar el comienzo de lo que escribiré.
Nunca sé como voy a desarrollar un comentario. Cada libro, cada historia, me lleva de la mano por un camino u otro. Eso es lo fascinante. En cualquier caso, esto que escribo solo es una modestísima aproximación al magnífico trabajo que exhiben Thomas Cahill y Carl Grimberg, lo de ellos sí es para deleitarse.

Pongamos que hoy era un día soleado de primavera, hace 2400 años. Las cigüeñas, llegadas de África, llevan varios días surcando el cielo de Atenas, como han venido observando innumerables generaciones de helenos por estas fechas.
Unos 35.000 atenienses abandonan el enorme teatro al aire libre, emplazado en la ladera sur de la Acrópolis. Es un entorno majestuoso e impresiona a los actuantes.
Han transcurrido pocos minutos desde que finalizara la representación de un dramaturgo llamado Eurípides, ronda los cuarenta años.

El aroma de las especias, el vino y el aceite de oliva que desprende la polis llega hasta las inmediaciones de la colina sagrada. Los campos circundantes acogen el paso de los asistentes entre la fragancia de  espliegos y romeros.
Ayer se inauguró la Dionysia de primavera del año 431 a. C. , el festival ateniense en honor a una divinidad que goza de gran aprecio, Dionisio.
Entre otros eventos se celebra con tres días de obras trágicas, durante las cuales los ciudadanos asisten con absoluta devoción a las universales miserias y grandezas del ser humano.

En la intervención de ayer, efectuada por un aclamado Sófocles, el público retornó a sus hogares con el espíritu complaciente, el peso de la mala conciencia sobre sus espaldas es un castigo que Sófocles dosifica con benevolencia sobre sus espectadores. Este dramaturgo treintañero ha roto, con sus personajes, el carácter idealizado del, ya anciano, Esquilo, sin embargo, siendo Sófocles diez años más joven que Eurípides, presenta una actitud más comedida que éste, cosa curiosa sin duda.

Esa condescendencia no ha existido hoy con Eurípides, en su obra Medea.
Los atenienses se alejan de la monumental Acrópolis con aire contrariado, entre el incesante murmullo cuyo tono parece más exasperado en los hombres que en las mujeres. En el rostro de éstas también se refleja la seriedad, pero parece que sus consideraciones y comentarios llevan un camino diferente que el de sus compañeros masculinos.
Esta es en síntesis la obra que Eurípides a preparado para el auditorio, Medea:

Medea, amante esposa de Jasón, héroe legendario. Ella, de violento y oscuro pasado hechicero, se enamora de Jasón y ayuda a éste en la consecución de todas sus hazañas. Deciden instalarse en la refinada Corinto donde nacerán sus hijos. Tras diez años de feliz y tranquila convivencia, Jasón decide traicionar a su mujer, después de todos los sacrificios sufridos por ayudarle en sus logros, éste finalmente la abandona por una joven princesa, cuyo horizonte de riqueza le parece mucho más atractivo que la aburrida y plácida vida junto a su familia.
Medea se siente profundamente desgraciada, vilipendiada, parece haber perdido el juicio. Llevará a cabo una de las más crueles venganzas que ha conocido la dramaturgia.
Atormentada entre la fatídica sed de venganza y el amor maternal hacia sus hijos, en  estado de desesperación decide asesinarlos, no sin antes acabar con la vida de la princesa Glauce, la nueva prometida de Jasón.

Medea:

(…) Ea, pues, ármate de valor. ¿Por qué titubeo en perpetrar este daño cruel, pero necesario? Anda, mísera mano mía, empuña el acero y huella el triste límite de la vida. No seas cobarde, ni te acuerdes de tus hijos, ni de que los amas, ni de que los diste a luz;  olvídalos por un breve día y llora después (…). (Historia Universal. Grecia. Carl Grimberg).

Jasón, el gran héroe que presenta Eurípides, es un ser con la misma ruindad que pueda tener un ciudadano corriente. El modelo masculino que hace henchir de orgullo a los ilustres hombres de Atenas, es un ser débil, mezquino, nada hay de magnificencia en su proceder. Ellos siempre se miran en el antiguo esplendor de los héroes de La Ilíada  del, ya por aquellos años, remoto y venerado Homero. Terrible golpe al orgulloso espíritu de los atenienses, no les ha hecho ninguna gracia que Eurípides los baje del pedestal hasta dejarlos a ras del suelo, de sus miserias.

Ellas, hace apenas unos instantes, escuchaban en silencio reverencial, bajo la suave luz primaveral, esta proclama de Medea:

“Dicen que nosotras vivimos una vida sin peligros en casa, mientras ellos combaten con la lanza. Mal calculan. Pues tres veces preferiría estar firme junto a un escudo que parir de una sola vez.” (p.160).

Es de suponer que el bueno de Eurípides, en su infancia, escuchara más de una vez comentarios similares en el hogar familiar. La actitud quejumbrosa de muchos hombres ha sido refrendada con el mismo argumento contundente, desde tiempos pretéritos hasta nuestros días. Mi madre, que es 2.400 años más moderna que Medea, alguna vez lo ha espetado.

Sigo.
Las mujeres también murmullan mientras salen entre la multitud, pero más que murmurar entre ellas, lo hacen para sí mismas.

Ese fue el logro de Eurípides, que en palabras de Thomas Cahill se resume así:

"Eurípides no tuvo la intención de exponer a las mujeres como criaturas más básicas e irracionales que los hombres. Estaba formulando un interrogante al auditorio: ¿Qué puede arrastrar a una mujer hasta el extremo de asesinar a sus propios hijos?
Y Eurípides encontraría la respuesta justo en el núcleo de la vida doméstica que se vivía en ese momento en Grecia." (p.161).

Queda claro que el dramaturgo quiso, mediante un ejemplo extremo, mostrar a sus ciudadanos la otra cara de su sociedad, la mezquindad que sobresale una vez despojados de esa aureola mística, que la épica legendaria de sus dioses y héroes les parece conferir, por encima del bien y del mal.

Es posible que las mujeres gustasen más de mirarse en el espejo de la enigmática poetisa Safo (Lesbos, 612 a. C. – 548 a. C). La razón resultaba obvia. Las habitantes de Lesbos, hogar de Safo, gozaban de una libertad y autonomía que las atenienses solo podían soñar. La mujer ateniense, salvo excepcionales ocasiones, solía pasar su vida recluida en el gineceo, excluida de la vida social de su marido, más que compañera y confidente, su condición se asemejaba a la de una concubina.

Un alma poética y sensible como la de Safo hubo de conmoverse ante la visión de la noche estival, con el reflejo centelleante de millones de estrellas ondulando en las aguas del mar Egeo.
¿Compondría algún poema contemplando esas noches de quietud?

Tal vez, en ese silencio roto por el estribillo de grillos y cigarras, debió de mirar al cielo y hacerse las íntimas preguntas que, durante milenios, han ocupado el pensamiento de quienes también hemos alzado la vista en busca de alguna respuesta. No me cuesta imaginarlo.
También parece evidente que Safo supo deleitarse con la indescriptible luz mediterránea que realzaba, más si cabe, la idílica belleza de su isla, Lesbos:




Amo lo que es delicado,
Luminoso, desafiante,
Lo que pertenece a la luz del Sol.
Eso es lo que ansío. (p.116)

Safo, la gran musa de la poesía lírica ( las representaciones se hacían al son de una lira, de ahí el nombre). Admirada con fervor sexual por hombres y mujeres.
Nunca tuvo reparo en reconocer que la grandeza de la vida no se reflejaba en el brillo de los escudos y espadas que portaban valerosos guerreros , camino hacia una muerte gloriosa. No, la guerra no era digna de glorificarse, la grandeza de la vida era el amor. Safo lo proclamó contra viento y marea. Era una mujer libre, como su poesía.

Me consta que todos coincidiremos en la misma apreciación, si hay una aportación griega al mundo civilizado que destaque sobre el resto, es la FILOSOFÍA.

Las esculturas que sobre el busto de los filósofos contemplamos hoy, parecen otorgarles un aura majestuosa, casi como si ellos mismos fuesen los dioses del Olimpo. Nada más alejado de la realidad.

Thomas Cahill:

"Bajo la mirada de los griegos, Sócrates era un hombre rechoncho, feo y descalzo que no se bañaba muy seguido, y a quien era fácil ver arrastrando los pies de camino al ágora o pasando el tiempo en su lugar predilecto, la tienda de Simón el zapatero. No era nada parecido a un dios o a un héroe, tenía los ojos saltones, la nariz chata, los labios prominentes y una barriga considerable. Aunque era albañil e hijo de albañil, y por lo tanto un artesano de los estratos más bajos de la clase media, no era muy bueno en hacer ejercicio y, cuando podía, se rehusaba a comprometerse en los asuntos cívicos y políticos." (p. 187).

Igual que si fuese una estrella del rock, los jóvenes veneraban a este ser estrafalario, era una voz incómoda para los apoltronados en el poder. Los padres de estos jóvenes lo consideraban una influencia peligrosa, esto hacía que la juventud se volcase aún más con él.
Como ha venido sucediendo a lo largo de la historia, a un hombre así hay que quitarlo de en medio. Fue acusado de sacrilegio y corrupción de la juventud ateniense. Se propuso la pena de muerte. Pero se le concedió la oportunidad de escoger el exilio temporal, lo desestimó. Más aún, consideró que el Estado debería recompensarlo por todo lo que él había aportado a la sociedad.

"El exilio, la prisión, una multa, todos estos serían castigos injustos, mientras que la muerte… bueno, ¿es la muerte un castigo? ¿Quién podría asegurarlo?
Casi podemos ver los rostros sombríos y crispados de los jurados tratando de digerir lo que acaban de escuchar. Tomando forma en sus mentes la vaga sospecha de que (…) el convicto ni siquiera admite la legalidad de este venerable proceso. Por supuesto, lo sentencian a muerte.
Antes de beber la cicuta Sócrates consuela a sus amigos, asegurándoles que la muerte (…) es algo a lo que no hay que temer. Espera por fin encontrarse con Homero, Hesíodo y los héroes de la Ilíada." (p. 213).

Damos un giro a los acontecimientos y nos vamos al alfabeto griego.

Thomas Cahill :

“Aunque las lenguas antiguas se destacan por sus vocabularios modestos (…) la lengua griega es una excepción: la abundancia de palabras en un diccionario de griego antiguo deja atónito no solo al estudiante, sino al experto. (…)
No sorprende que al enloquecer, Virginia Woolf escuchara a los pájaros cantar en griego antiguo, en esa lengua que su padre le había enseñado; y cuando, muchos años después, volvió a escuchar sus cantos en esa misma lengua, comprendió que era hora de partir y, cargando sus bolsillos con piedras, entró caminando a la corriente del Ouse.”

Vaya, qué tarde es, me ha sorprendido la madrugada.
Es una lástima que aquí no pueda descubrir tantas estrellas como contemplaba Safo, pero en un momentito, cuando apague el ordenador, alzaré la vista al cielo. No, no seré capaz de crear un poema, solo pretendo encontrarme con esas estrellas que una vez, hace 2. 600 años, admiró ella.
Os dejo ya.


martes, 14 de julio de 2015

PATRIA MÍA. Ezra Pound, (Estados Unidos, 1885 - Italia, 1972).
Libro. Tusquets Editor, 1971. Colección "Cuadernos marginales" nº 23. 75 páginas. Traducción de Mirko Lauer.




Ezra Pound constituye una de las personalidades más extravagantes y polémicas, sobre todo lo último, que ha dado la poesía y la literatura del siglo XX. Además de crítico literario y ensayista, es considerado por muchos uno de los poetas más sobresalientes desde su irrupción en la escena literaria.

En “Patria mía” realiza un ensayo de corta extensión que, sin embargo, contiene muchas claves para aproximarse a su pensamiento, que no a entenderlo en toda su excentricidad, eso no lo ha logrado nadie.

Las reflexiones del autor van iluminando algunas zonas oscuras que pertenecen a la idiosincrasia de los estadounidenses, en lo concerniente a sus instituciones literarias, artísticas o arquitectónicas, entre otras, y que se revelan como aspectos desapercibidos para el lector europeo.
En sus líneas se puede leer el resentimiento del autor hacia la vertiente más pragmática y mercantilista con la que se concibe la cultura de su país, pues sabido es que el sistema educativo estadounidense siempre estuvo al servicio del utilitarismo en detrimento del humanismo.

Afirma que la simplicidad provinciana, por utilizar una expresión, de la cultura estadounidense es fruto de la escasa o nula formación humanista de las personalidades vinculadas al mundo literario y artístico, tanto escritores, docentes u otros funcionarios públicos.
Un escenario de mediocridad poblado por una mayoría de intelectuales, salvo meritorias excepciones, en los que no existe la huella de una “conciencia literaria”, que el poso de una cultura milenaria sí ha concedido a sus homólogos europeos.
Ezra Pound sitúa a G. K. Chesterton, nada menos, como uno de los paradigmas de ese “estado adolescente” de las letras estadounidenses.

No era la situación de Ezra Pound. Sus estudios de lenguas románicas en la universidad, estimularon una profunda admiración por las manifestaciones culturales que tuvieron su apogeo en la Edad Media.
Desde la perspectiva del experto en lenguas románicas, su pasión por la antigua cultura europea no es otra cosa que el reflejo de la frustración por verse, él mismo lo afirma, como el provinciano yanquee que asiste deslumbrado a la magnificencia cultural que siglos de historia han otorgado al viejo continente.
El esplendor de París y Londres, o palpar en el ambiente de países como España, Italia o Grecia el origen mismo de la cultura occidental, es una sustancia histórica y  vital con la que no crecen las mujeres y los hombres de letras estadounidenses. Aunque, dice él, algunos logran superar esa carencia con largas estancias, a veces definitivas, en Europa, y sus obras tienen el mérito de captar, en parte, el espíritu humanista del que carecen al otro lado del Atlántico, pone como ejemplo a su admirado Henry James.

Nada hay en este ensayo que haga atisbar los episodios más tumultuosos de su vida. Así que considero oportuno presentar algunos datos de su biografía.
La gran contradicción en la que vivía Ezra Pound fascinaba, a la vez que desconcertaba, a propios y extraños.
Igual que sucediera con otros intelectuales de Estados Unidos, Ezra Pound se embarcó en un largo periplo viajero que le llevó a recorrer gran parte de Europa. En una especie de “peregrinaje etimológico”, va al encuentro mismo de las fuentes culturales que lo formaron en la universidad; los clásicos grecolatinos, el medievalismo, el humanismo, los prerrafaelistas.
Sus pasos también se dirigieron a España. Becado por la universidad, un jovencísimo Ezra Pound recorría a pie parajes significativos de la España de principios del S. XX. Seducido por la épica legendaria del Cid, no dudará en recorrer los caminos que forjaron la leyenda del héroe castellano. Buscaba, de alguna forma, el santo grial de sus ínfulas literarias.
Mientras estuvo en Italia, sus coqueteos con el fascismo italiano de Mussolini alcanzaron la máxima expresión en una suerte de furibundas arengas radiofónicas que, desde Roma, lanzó contra el establishment de su propio país, los Estados Unidos, y extensibles a los aliados contra el fascismo, (se podrían comparar, salvando las distancias ideológicas y temporales, con las que protagonizó el difunto Hugo Chávez).

Sus amigos estadounidenses se preguntaban si las excentricidades del poeta habían hecho que sucumbiese a los cantos de sirena con los que le engatusó el fascismo italiano. Pero el hecho que terminó por desconcertar del todo a sus conocidos fue, desde su estancia italiana, el incipiente antisemitismo, pues algunos de sus mejores amigos eran judíos, y hasta entonces no había mostrado acritud alguna por motivos raciales.

Conviene matizar que el fascismo de Ezra Pound se revistió con su misma extravagancia, sus biógrafos y muchos intelectuales no dudan en afirmar que su apasionada defensa del fascismo se fraguó en la repulsa que le producía el capitalismo despiadado de su país, al que siempre acusó de pervertir el espíritu humanista de la cultura, algo que a E. Pound le repugnaba.
Parece que vio en el fascismo la única alternativa eficaz de frenar el capitalismo que condenaba. Sea como fuere la polémica estaba servida y le acompañaría hasta el día de su muerte.

Ni que decir tiene que pagó un alto precio por esa actitud suicida de caminar al borde del precipicio. Fue capturado por los aliados, declarado culpable por alta traición y condenado por su país. Se libró de la pena capital por la presión de numerosos escritores e intelectuales estadounidenses y europeos, que asistían, con más pena que gloria, a su decadencia moral, consternados por sus furibundas incoherencias, conscientes de que algún elemento externo había perturbado esa mente privilegiada. Consiguieron que lo declarasen demente y librarlo del patíbulo. Pasó doce años en un centro psiquiátrico de Washington.

No obstante, toda esa zona sombría de su personalidad llegó a convivir, sin aparentes fricciones internas, con una generosidad y altruismo pocas veces visto en una figura literaria. Bien lo comprobó T. S. Eliot, a quien apoyó, editó (incluso corrigió),  y posibilitó la publicación de su obra, “La tierra baldía”. Y la lista es larga, si Joyce consiguió que su “Ulises” viese la luz, fue gracias a la protección y apoyo económico que le brindó su gran amigo, Ezra Pound. 
Similar entrega agradecieron D. H Lawrence, Hemingway o Yeats, por citar algunos. A todos ayudó, y a parte de T. S. Eliot, a más de uno osó corregir. Su labor de promoción a jóvenes talentos fue siempre incansable, incluso los asistía en las situaciones personales más acuciantes.

Como hecho curioso de este ensayo, destaco una suerte de “endemismo biológico” que parece caracterizar a reconocidas figuras del panorama artístico y literario de Nueva York; Ezra Pound reivindica su condición de neoyorquino (ciudad a la que se trasladó en su infancia), por encima de su procedencia estadounidense, de tal forma que todas las maldiciones de su país a penas tocan de refilón a Nueva York, y las excelencias de Estados Unidos rara vez salen del área metropolitana de la “Big apple”. Con similar actitud podemos recordar a personalidades como Woody Allen, por citar un ejemplo cercano.

Hablando de Nueva York, esta es una descripción que hace de la “Ciudad de los rascacielos” en el ensayo:

¿Y es Nueva York la ciudad más hermosa del mundo?
No dista mucho de serlo. No hay noches urbanas como las suyas. He contemplado a la ciudad desde la altura de ciertas ventanas. Es cuando los grandes edificios pierden realidad y asumen sus poderes mágicos. Son incorpóreos, es decir, que uno no ve sino las ventanas encendidas.
Cuadrado en llamas tras cuadrado en llamas, engastados en el éter. Aquí hay poesía, pues hemos hecho descender a las estrellas.

Y la continuación de este fragmento acaba con una mención que, por estos lares, a más de uno sorprenderá:

“En cuanto al puerto, y a la ciudad del puerto, la última vez que fui allí, un inmenso irlandés se paró a mi lado y trató, en vano, de expresarse repitiendo:
-         Supera a Londres.
-         Supera a Londres.
Yo he visto Cádiz desde el mar. Los lotos, blancos y delgados, más allá de un sorprendente azul. El irlandés solo pensaba en el tamaño. Yo pensaba en la belleza, y a su lado Venecia parecía una escenografía chillona.”

¡Vaya! Para Ezra Pound ni la mismísima Venecia superaba en belleza el esplendor de Cádiz, erguida sobre el azul calmo del Mediterráneo.
Por cierto, os dejo un par de fotos que hice, precisamente, en Rota (Cádiz), hace unas semanas.





Concluyo con un enlace, una magnífica semblanza que realizara Manuel Vicent en 2010. Os animo a leerla, me consta que alentará la curiosidad por indagar en la vida y obra de Ezra Pound, y os recompensará con uno de esos deliciosos momentos literarios que logran aislarnos del tiempo… y a los de por aquí, espero que del calor.
Seguimos.


miércoles, 8 de julio de 2015

AMAZONAS, ÚLTIMO DESTINO. Luis Pancorbo.
Editorial Luis Vives, 1990. 171 páginas.




En estos días abrasadores, en los que hasta el sueño parece cocerse a fuego lento, y salir durante las horas del día es como vagar desorientado entre espejismos saharianos, un deseo sobresale en mi cabeza, escapar de aquí.
Como ahora no puedo subir a un avión y plantarme en Reykjavík, me decido por otra posibilidad de huida, la que me ofrece, en un abrir y cerrar de páginas, la lectura de un buen libro.
Dicho y hecho, curioseo por mi biblioteca y en las estanterías inferiores hay un librito cuyo título es toda una invitación a viajar, nada más y nada menos que al Amazonas, un nombre que evoca en mi memoria intensas experiencias ya vividas.
No deja de ser chocante que, huyendo de este aire infernal, busque refugio en la Amazonía, cuyo denso ambiente es igual o más insoportable que el de aquí, y sé de lo que hablo, pero esa ya es otra historia.
El autor de esta crónica viajera es Luis Pancorbo. Uno de esos tipos que me resultan entrañables, será por su indumentaria de explorador con la que suele aparecer, a lo David Livingstone, un tanto decimonónica, pero sin la cual me cuesta imaginar esa figura algo oronda, y su inseparable pipa que añade al semblante bonachón un aire de científico y erudito de la Inglaterra victoriana .




Es un comunicador que irradia carisma porque es un apasionado de lo que hace. Pertenece a esa clase de divulgadores, ya casi extinta, que supieron contagiar su pasión por la antropología e historia, la naturaleza y los grandes viajes a una generación de españoles cuya única ventana al mundo eran ellos asomándose a los televisores, no pocos aún en blanco y negro.
Ahí aparecen las figuras de Félix Rodríguez de la Fuente, Miguel de la Cuadra Salcedo, César Pérez de Tudela y el propio Pancorbo, seguro que alguno me dejaré en el tintero.

Pancorbo es doctor en ciencias de la información, fue corresponsal de RTVE en Italia y Suecia, pero su faceta más conocida es la de  periodista especializado en antropología, lo que le llevo a crear la legendaria serie de documentales “Otros pueblos”, de la cual siempre fui un entusiasta seguidor, consiguiendo transmitirme, con esa sencillez no exenta de rigor, el entusiasmo por conocer algunas de las culturas y pueblos más remotos del planeta, especialmente recuerdo sus reportajes sobre Laponia y las Estepas Siberianas, por ser lugares llenos de misterio y fascinación desde los tiempos más tempranos de mi juventud.
El periodista nos cuenta su periplo vital hasta llegar a los poblados yanomami de Brasil y Venezuela, después de dos intentos infructuosos por diversos motivos.
A la tercera va la vencida, tras haber empleado varios años para acometer con éxito su tercer intento, por fin logra su ansiado sueño. Es un relato en el que se mezcla un fino sentido del humor, pues obviamente se dan situaciones hilarantes entre dos formas de estar en el mundo casi opuestas, y, por otra parte, una llamada de atención ante el colosal destrozo, ya en aquellos años, que se le estaba causando a la Amazonía y a los yanomamis, además de otras etnias.
Es, en suma, un recorrido humano y geográfico por la enigmática e inmensa selva amazónica.



Pacorbo nos habla de uno de sus guías:



“Clarí, encargado de manejar el fuera borda, me impresionaba. Tenía un rostro impasible, como si él mismo fuera uno de los petroglifos que abundan en tierra yanomami. Clavaba sus ojos en la corriente, pero si, por un causal, yo le miraba, invariablemente le encontraba sonriéndome. Décimas de segundo después volvía a transformarse en una máscara pétrea y sombría.”

Pancorbo, con ese rostro afable que decía y su voz conciliadora, nos invita mediante su relato a una profunda reflexión, mientras nos descubre la vida sin artificios de los yanomami, me voy percatando de todas esas cosas auténticas y sencillas que nuestro frenético, y a veces inhumano, estilo de vida ha ido marginando con una lamentable indiferencia.

Conversación entre Pancorbo y Brujito, (tal es el mote que el equipo de filmación puso a un joven y alegre yanomami) :

"(…) Brujito, señalándome con el dedo índice la luna llena, me preguntó: 
¿Tú has ido allí?
Casi estuve por decirle que sí. El me habría creído. Brujito sabía que los aviones que aterrizaban en la Misión del Ocamo venían volando desde muy lejos, desde fuera de su mundo. (…)
Pero como aún no he estado en la luna, no quise mentirle.
-         Yo no. Otros hombres han estado.
Valero (otro guía local de Pancorbo, medio yanomami), estaba escuchando la conversación. Tendido en su hamaca fumaba un pitillo. Le habló un rato a Brujito en yanomami. El chico le escuchaba con un silencio total, parecía fascinado. Debió de hacerle a Valero una pregunta para mí.
-         Te pregunta como es la luna.
Lo pensé unos segundos antes de responder (…)
-         La luna es fría, muy fría. Allí hay que llevarse una hoguera.
Brujito sintió un escalofrío. Él sabía, en plena selva, lo que era la sensación térmica de la frialdad, (en las noches lluviosas la temperatura refresca bastante).
Con un gesto decidido, pero sin bajarse de la hamaca, se agachó de medio cuerpo hasta la hoguera, y se puso a soplarla con fuerza, hasta sacar llamas del rescoldo. Luego, se cruzó los brazos sobre el pecho, y se acurrucó. Ya no podía hablar más, ni le apetecía. Tenía sueño y yo supuse que quería soñar despierto, aún un rato, imaginando como se sube hasta la luna en una avioneta y como se las ingeniaría para llevar arriba unas ramas secas y sus palitos de frotar. Para encender enseguida un fuego y no morir. Entre bostezos musitó algo. Le pregunté a Valero que había dicho Brujito.

- No quiere ir a la luna. "


miércoles, 1 de julio de 2015

La mujer rota. Simone de Beauvoir, (París, 1908 - ibíd. 1986) 

Libro. Edición para el Diario Público, (Biblioteca Pensamiento Crítico), 2009.  251 páginas. Traducción de Dolores Sierra y Nieves Sánchez.








Los poetas que se adentran, de cuando en cuando, en el género puramente narrativo o novelesco, parece que se acercan más a la esencia de la prosa que los filósofos ante el mismo intento.
A éstos, con excepciones, les cuesta desligarse de una concepción profundamente metafísica en su tentativa literaria. Es como si considerasen que sus lectores también son filósofos. Hacen pocas concesiones a la acción, la fluidez en las conversaciones de los personajes, el ritmo narrativo en definitiva.
Eso pensé cuando leí un libro de quien fue, precisamente, la pareja sentimental de la autora que hoy me ocupa.
El libro y el filósofo a los que me refería son “La nausea”, de Jean Paul Sartre. Me gustó, pero el disfrute fue absolutamente dependiente de mi afición por la filosofía, aunque Sartre, en este caso, pretendía hacer una “filosofía novelada”, y advirtió al lector.

Con tales consideraciones revoloteando por mi cabeza me acerqué al libro de Simone de Beauvoir, filósofa igual que su compañero. Y me rompió los esquemas.

Será porque las mujeres viven más cerca de su intimidad que los hombres, pero lo cierto es que en esta obra he asistido a un recorrido vital mucho más largo que en la de Sartre.
Si no fuese aficionado a la filosofía, este libro me hubiese entusiasmado igual.

Simone de Beauvoir escribe condenadamente bien. “La mujer rota” me parece magistral.

Sucede que, después de haberlo leído, me resulta todo un reto colocar una letra delante de otra para nombrar y significar todo lo que palpita en mi interior, y mis palabras son como mensajeros desorientados ante la inmensidad del territorio que han cruzado hasta llegar aquí, exhaustas por el esfuerzo de traducir al lenguaje de los signos todo ese cúmulo de sensaciones deseoso por fluir al exterior.

Qué difícil es narrar, con esa exquisita sencillez asentada en lo cotidiano, el insondable vacío que se abre a los pies de estas mujeres.

La felicidad y la melancolía, el espíritu sosegado y la ira desatada, el hastío que envuelve a la vulgaridad y la delicadeza que se extrae de la vida, la libertad de encontrarse a sí misma y la condena de desvivirse para otros, la insultante seguridad de la juventud y el miedo vacilante por la vejez incipiente. Todas estas variables de la personalidad se solapan en la escritura de Simone de Beauvoir como lo hacen en la vida, sin solución de continuidad, igual que el paso del cielo gris al azul cuando amaina el temporal y empieza a escampar. El tiempo es voluble, y nosotros estamos hechos con la volubilidad del tiempo.

Simone de Beauvoir transmite con admirable destreza las inquietudes existenciales de la mujer, su prosa se desliza con una sutileza conmovedora y acto seguido puede provocar un desgarro doloroso, es decir, la vida.

Este es el comienzo del libro:

“¿Mi reloj está parado? No. Pero las agujas no dan la sensación de girar” (pág. 11)

 Y así concluye:

“Tengo miedo” (pág. 251)

Pues bien, entre el principio y el final ha discurrido la vida de tres mujeres, tres historias independientes entre sí, pero ateridas por el mismo viento helado y angustioso que a su paso les deja el amor. Ellas serán las narradoras.

La edad de la discreción.
La primera historia, nuestra primera mujer, es una profesora universitaria y autora de ensayos literarios que le merecen cierto reconocimiento en el ámbito académico. Casada con un científico. Ambos están a punto de jubilarse, tienen un hijo, ya adulto y casado, que está en la recta final de su tesis doctoral y, presumiblemente, seguirá los pasos de su madre.

Una fortísima discusión con el hijo por su intención de abandonar la tesis y desavenencias políticas, que la madre desde su fuerte convicción comunista considera un verdadero desagravio, crearán un cisma familiar. Ella se siente traicionada, ha dedicado muchos años de esfuerzo en educar a su hijo desde las convicciones que para ella tenían sentido, uno educa desde la posición en la que cree. Su marido, aunque en desacuerdo con el hijo, ve un problema menor donde ella encuentra un abismo.
Acusa a su marido de no implicarse en absoluto por este desplante, de hecho le reprocha no haber asumido nunca un compromiso serio en cuanto a la educación del hijo. El espíritu apocado del marido la sume en un estado de gran irritación. De repente ninguno parece reconocer a la persona junto a la que han dormido más de media vida. La apacible armonía en la que habían vivido todo este tiempo surge como algo ficticio. El matrimonio, llegando al final del recorrido, solo parece un anodino manual de instrucciones.

Ella, con el semblante abatido por la melancolía, mira hacia la lejanía de aquellos tiempos felices de vino y rosas, apenas ya visibles:


“ He vuelto a salir y me he quedado todavía un largo rato en el balcón. He mirado girar sobre el fondo azul del cielo un grúa color minio. He seguido con la mirada a un insecto negro que trazaba en el azul un ancho surco espumoso y helado. La perpetua juventud del mundo me corta el aliento.”

Esa frase en negrita… ¡esa frase llena un libro entero!

La forma que tiene Simone de posarse sobre lo cotidiano refleja, aunque resulte paradójico, cuan profunda es su mirada para observar lo que casi nos roza la piel, lo cotidiano nos es tan próximo que terminamos por no verlo.

Nuestra mujer se siente terriblemente sola, su marido también. Se amaron, no se resignan a contemplar el horizonte en soledad… una mano busca a la otra para acariciarla, sus miradas se encuentran y el brillo acuoso de una se refleja en la otra. Sus manos ya no quieren huir.

Monólogo.
Segunda historia. Cambio de registro en el estilo narrativo. Un monólogo, iracundo, extenso, duro, implacable. Simone ha suprimido comas, no todas. Al liberar el texto de sus anclajes gramaticales a levantado compuertas, y las frases son un torrente desbordado de palabras que te arrastran con una furia imparable.

La mujer de esta historia está dolida, mucho. Hastiada de la fealdad de su vida y de las vidas que la rodean en su casa, en su bloque, en su barrio, en la ciudad, en todo lo que abarca su campo visual. Vomita su resentimiento contra su ex marido. Ella apostó todo por él. Él, una mañana cualquiera, la dejó tirada, como quien arroja una colilla por la alcantarilla.

Está asqueada con el mundo.

“Me cuido únicamente como productos dietéticos pero así y todo siempre hay alguien que los manosea con manos más o menos limpias la higiene no existe en este mundo el aire es impuro no solo a causa de los coche y de las fábricas sino a causa de esos millones de bocas sucias que lo graban y lo vuelven a escupir desde la mañana a la noche; cuando pienso que estoy sumergida en sus alientos tengo ganas de huir al fondo de un desierto; cómo conservar un cuerpo limpio en un mundo tan asqueroso uno se contamina por todos los poros de la piel y sin embargo yo era sana limpia no quiero que me infecten.”

Sí, hay que parar a respirar. No es, ni de lejos, de los textos más duros que hay en el monólogo. Algunos incluso podrían herir sensibilidades, y no es una advertencia baladí.

Pero esta mujer, sobre todo, no soporta que el jodido mundo siga girando a su alrededor, cuando para ella la vida se detuvo a las dos de la tarde, un martes de junio. 
Sylvie, su hija adolescente, se suicidó.

Los vecinos de arriba siguen escuchando ese ridículo programa de radio como si tal cosa, los jóvenes siguen pavoneándose con sus parejas en el garito que divisa desde la ventana, ella se consume ante la indiferencia que le muestra la vida ninguneando su tragedia.

Se siente pisoteada como a una cucaracha. Ella llora acurrucada en la soledad, sus lágrimas ya conocen cada palmo de su cuerpo, han trazado innumerables autopistas por él.

La mujer rota.
Tercera historia. Otra vez la infidelidad, ahora padecida por una mujer diametralmente opuesta a la anterior.
La protagonista relata en su diario la crónica de su degradación moral (también física), y la humillación que le supone convivir con la infidelidad de su marido. Un matrimonio que ella creía sólido.
Ella, una mujer culta y sensible, apasionada de las películas de Bergman.
El marido, un médico especialista e investigador. Una persona afable, apasionada por su trabajo. Él no puede eludir la angustia, eso afirma, ante el sufrimiento que está provocando a su mujer. Pero la promesa de “una segunda juventud” es más poderosa que cualquier afecto hacia ella. ( La clase de hombre que B. Constant retratara de forma tan elegante en su “Adolfo”).
Un tanto al margen del drama, las dos hijas del matrimonio, adultas e independientes.
La mujer sospecha de la “aventura”, si se permite el eufemismo, que parece tener su marido, la alarma se activa por una serie de detalles sumamente reveladores para ella y peligrosamente insignificantes para él. Lo habitual.

Este es su drama:
Él se siente liberado al confesar, por fin, la verdad, el peso de vivir en la clandestinidad es duro de sobrellevar.
Ella consiente en someterse a la humillación de tolerar la infidelidad de su marido y mantener la apariencia de un matrimonio que, si antaño la colmaba de una serena felicidad, ahora será un lento transitar hacia la devastación de su integridad. ¿Por qué? Porque lo ama.

Decide darle libertad de movimientos, nada de presiones, ni agobios, hay que mantener la calma, la serenidad. Hay que dejarle hacer, solo es una “estúpida aventura”, volverá a sus brazos porque se aman sinceramente. Él sigue tratándola con la misma delicadeza de siempre, ninguna palabra altisonante. Claro que regresará…
¿Pero y si ya no la ama? ¿Y si no vuelve? ¿Y si toda su vida se deshace como la nieve derretida por el sol?


Leo esta historia con desasosiego, atravesado por una sensación lacerante que perdurará hasta el final. Quieres encontrar alguna explicación racional que justifique el proceder de la esposa para, de esa forma, apaciguar tu frustración. Pero no existe tal explicación. Ella simplemente lo ama. ¿Es eso racional? En absoluto. ¿Es el amor racional? De ninguna manera. Sigue siendo un misterio, por eso los poetas llevan siglos tratando de “apresarlo”. (¡Y que sigan!)

Lo más tremendo es que la habilísima forma que tiene Simone de Beauvoir manejando nuestra contrariedad, hace que la indignación no recaiga tanto en el marido, como en ella, sí, ¡¡ella!!
La esposa que abofeteada su mejilla pone la otra. Ese estúpido fraude de dudosa moral en la que no debería caer una mujer así, encantadora, culta, generosa, entregada a los demás. Pero cae, y nos enfadamos mucho con ella por dejarse caer. Si ella se arrastra nos caemos todos los que apostábamos por el triunfo de los buenos sentimientos sobre la traición. Es ella misma quien ha entregado la victoria, y no sabemos como encajar que él construya su felicidad sobre los escombros que la desolación a hecho de ella.

Diciembre. Domingo 14. (varios meses después de convivir con la infidelidad):

“ Esa presencia familiar como mi propia imagen, mi razón de vivir, mi alegría, ahora es este extranjero, este juez, este enemigo; mi corazón late de terror cuando empuja la puerta. Vino hacia mi rápidamente, me sonrió al tomarme en sus brazos:
- Feliz cumpleaños, querida.
Lloré sobre su hombro, silenciosamente. Él acariciaba mis cabellos:
- No llores. No quiero que seas muy desdichada. Te quiero tanto.
- Me dijiste que desde hace ocho años no me querías.
- No, después te dije que no era verdad. Me importas mucho.
- ¿Pero ya no me amas?
- Hay tantas clases de amor.”


Sí, hay tantas clases de amor…


Gracias, Simone, por dejarme mirar con tus ojos.

Y, claro está, a vosotros, por estar ahí, tan callados leyéndome. Gracias.