La mujer rota. Simone de Beauvoir, (París, 1908 - ibíd. 1986)
Libro. Edición para el Diario Público, (Biblioteca Pensamiento Crítico), 2009. 251 páginas. Traducción de Dolores Sierra y Nieves Sánchez.
Los poetas que se adentran, de cuando en
cuando, en el género puramente narrativo o novelesco, parece que se acercan más
a la esencia de la prosa que los filósofos ante el mismo intento.
A éstos, con excepciones, les cuesta
desligarse de una concepción profundamente metafísica en su tentativa
literaria. Es como si considerasen que sus lectores también son filósofos.
Hacen pocas concesiones a la acción, la fluidez en las conversaciones de los
personajes, el ritmo narrativo en definitiva.
Eso pensé cuando leí un libro de quien fue,
precisamente, la pareja sentimental de la autora que hoy me ocupa.
El libro y el filósofo a los que me refería
son “La nausea”, de Jean Paul Sartre. Me gustó, pero el disfrute fue
absolutamente dependiente de mi afición por la filosofía, aunque Sartre, en
este caso, pretendía hacer una “filosofía novelada”, y advirtió al lector.
Con tales consideraciones revoloteando por mi
cabeza me acerqué al libro de Simone de Beauvoir, filósofa igual que su
compañero. Y me rompió los esquemas.
Será porque las mujeres viven más cerca de su
intimidad que los hombres, pero lo cierto es que en esta obra he asistido a un
recorrido vital mucho más largo que en la de Sartre.
Si no fuese aficionado a la filosofía, este
libro me hubiese entusiasmado igual.
Simone de Beauvoir escribe condenadamente
bien. “La mujer rota” me parece magistral.
Sucede que, después de haberlo leído, me
resulta todo un reto colocar una letra delante de otra para nombrar y
significar todo lo que palpita en mi interior, y mis palabras son como
mensajeros desorientados ante la inmensidad del territorio que han cruzado
hasta llegar aquí, exhaustas por el esfuerzo de traducir al lenguaje de los
signos todo ese cúmulo de sensaciones deseoso por fluir al exterior.
Qué difícil es narrar, con esa exquisita sencillez asentada en lo cotidiano, el insondable vacío que se abre a los pies de estas mujeres.
La felicidad y la melancolía, el espíritu
sosegado y la ira desatada, el hastío que envuelve a la vulgaridad y la
delicadeza que se extrae de la vida, la libertad de encontrarse a sí misma y la
condena de desvivirse para otros, la insultante seguridad de la juventud y el
miedo vacilante por la vejez incipiente. Todas estas variables de la
personalidad se solapan en la escritura de Simone de Beauvoir como lo hacen en
la vida, sin solución de continuidad, igual que el paso del cielo gris al azul
cuando amaina el temporal y empieza a escampar. El tiempo es voluble, y
nosotros estamos hechos con la volubilidad del tiempo.
Simone de Beauvoir transmite con admirable
destreza las inquietudes existenciales de la mujer, su prosa se desliza con una
sutileza conmovedora y acto seguido puede provocar un desgarro doloroso, es
decir, la vida.
Este es el comienzo del libro:
“¿Mi reloj está parado? No. Pero las agujas no
dan la sensación de girar” (pág. 11)
Y así concluye:
“Tengo miedo” (pág. 251)
Pues bien, entre el principio y el final ha
discurrido la vida de tres mujeres, tres historias independientes entre sí,
pero ateridas por el mismo viento helado y angustioso que a su paso les deja el
amor. Ellas serán las narradoras.
La edad de la discreción.
La primera historia, nuestra primera mujer, es
una profesora universitaria y autora de ensayos literarios que le merecen
cierto reconocimiento en el ámbito académico. Casada con un científico. Ambos
están a punto de jubilarse, tienen un hijo, ya adulto y casado, que está en la
recta final de su tesis doctoral y, presumiblemente, seguirá los pasos de su
madre.
Una fortísima discusión con el hijo por su
intención de abandonar la tesis y desavenencias políticas, que la madre desde
su fuerte convicción comunista considera un verdadero desagravio, crearán un
cisma familiar. Ella se siente traicionada, ha dedicado muchos años de esfuerzo
en educar a su hijo desde las convicciones que para ella tenían sentido, uno
educa desde la posición en la que cree. Su marido, aunque en desacuerdo con el
hijo, ve un problema menor donde ella encuentra un abismo.
Acusa a su marido de no implicarse en absoluto
por este desplante, de hecho le reprocha no haber asumido nunca un compromiso
serio en cuanto a la educación del hijo. El espíritu apocado del marido la sume
en un estado de gran irritación. De repente ninguno parece reconocer a la
persona junto a la que han dormido más de media vida. La apacible armonía en la
que habían vivido todo este tiempo surge como algo ficticio. El matrimonio,
llegando al final del recorrido, solo parece un anodino manual de instrucciones.
Ella, con el semblante abatido por la
melancolía, mira hacia la lejanía de aquellos tiempos felices de vino y rosas,
apenas ya visibles:
“ He vuelto a salir y me he quedado todavía un
largo rato en el balcón. He mirado girar sobre el fondo azul del cielo un grúa
color minio. He seguido con la mirada a un insecto negro que trazaba en el azul
un ancho surco espumoso y helado. La perpetua juventud del mundo me
corta el aliento.”
Esa frase en negrita… ¡esa frase llena un libro entero!
La forma que tiene Simone de posarse sobre lo
cotidiano refleja, aunque resulte paradójico, cuan profunda es su mirada para
observar lo que casi nos roza la piel, lo cotidiano nos es tan próximo que
terminamos por no verlo.
Nuestra mujer se siente terriblemente sola, su
marido también. Se amaron, no se resignan a contemplar el horizonte en soledad…
una mano busca a la otra para acariciarla, sus miradas se encuentran y el
brillo acuoso de una se refleja en la otra. Sus manos ya no quieren huir.
Monólogo.
Segunda historia. Cambio de registro en el
estilo narrativo. Un monólogo, iracundo, extenso, duro, implacable. Simone ha
suprimido comas, no todas. Al liberar el texto de sus anclajes gramaticales a
levantado compuertas, y las frases son un torrente desbordado de palabras que
te arrastran con una furia imparable.
La mujer de esta historia está dolida, mucho.
Hastiada de la fealdad de su vida y de las vidas que la rodean en su casa, en
su bloque, en su barrio, en la ciudad, en todo lo que abarca su campo visual.
Vomita su resentimiento contra su ex marido. Ella apostó todo por él. Él, una
mañana cualquiera, la dejó tirada, como quien arroja una colilla por la
alcantarilla.
Está asqueada con el mundo.
“Me cuido únicamente como productos dietéticos
pero así y todo siempre hay alguien que los manosea con manos más o menos
limpias la higiene no existe en este mundo el aire es impuro no solo a causa de
los coche y de las fábricas sino a causa de esos millones de bocas sucias que
lo graban y lo vuelven a escupir desde la mañana a la noche; cuando pienso que
estoy sumergida en sus alientos tengo ganas de huir al fondo de un desierto;
cómo conservar un cuerpo limpio en un mundo tan asqueroso uno se contamina por
todos los poros de la piel y sin embargo yo era sana limpia no quiero que me
infecten.”
Sí, hay que parar a respirar. No es, ni de
lejos, de los textos más duros que hay en el monólogo. Algunos incluso podrían
herir sensibilidades, y no es una advertencia baladí.
Pero esta mujer, sobre todo, no soporta que el
jodido mundo siga girando a su alrededor, cuando para ella la vida se detuvo a
las dos de la tarde, un martes de junio.
Sylvie, su hija adolescente, se suicidó.
Sylvie, su hija adolescente, se suicidó.
Los vecinos de arriba siguen escuchando ese ridículo programa de radio como si tal cosa, los jóvenes siguen pavoneándose con sus parejas en el garito que divisa desde la ventana, ella se consume ante la indiferencia que le muestra la vida ninguneando su tragedia.
Se siente pisoteada como a una cucaracha. Ella
llora acurrucada en la soledad, sus lágrimas ya conocen cada palmo de su
cuerpo, han trazado innumerables autopistas por él.
La mujer rota.
Tercera historia. Otra vez la infidelidad,
ahora padecida por una mujer diametralmente opuesta a la anterior.
La protagonista relata en su diario la crónica
de su degradación moral (también física), y la humillación que le supone
convivir con la infidelidad de su marido. Un matrimonio que ella creía sólido.
Ella, una mujer culta y sensible, apasionada
de las películas de Bergman.
El marido, un médico especialista e
investigador. Una persona afable, apasionada por su trabajo. Él no puede eludir
la angustia, eso afirma, ante el sufrimiento que está provocando a su mujer.
Pero la promesa de “una segunda juventud” es más poderosa que cualquier afecto
hacia ella. ( La clase de hombre que B. Constant retratara de forma tan
elegante en su “Adolfo”).
Un tanto al margen del drama, las dos hijas
del matrimonio, adultas e independientes.
La mujer sospecha de la “aventura”, si se
permite el eufemismo, que parece tener su marido, la alarma se activa por una
serie de detalles sumamente reveladores para ella y peligrosamente
insignificantes para él. Lo habitual.
Este es su drama:
Él se siente liberado al confesar, por fin, la
verdad, el peso de vivir en la clandestinidad es duro de sobrellevar.
Ella consiente en someterse a la humillación
de tolerar la infidelidad de su marido y mantener la apariencia de un
matrimonio que, si antaño la colmaba de una serena felicidad, ahora será un
lento transitar hacia la devastación de su integridad. ¿Por qué? Porque lo ama.
Decide darle libertad de movimientos, nada de
presiones, ni agobios, hay que mantener la calma, la serenidad. Hay que dejarle
hacer, solo es una “estúpida aventura”, volverá a sus brazos porque se aman
sinceramente. Él sigue tratándola con la misma delicadeza de siempre, ninguna
palabra altisonante. Claro que regresará…
¿Pero y si ya no la ama? ¿Y si no vuelve? ¿Y
si toda su vida se deshace como la nieve derretida por el sol?
Leo esta historia con desasosiego, atravesado
por una sensación lacerante que perdurará hasta el final. Quieres encontrar
alguna explicación racional que justifique el proceder de la esposa para, de
esa forma, apaciguar tu frustración. Pero no existe tal explicación. Ella
simplemente lo ama. ¿Es eso racional? En absoluto. ¿Es el amor racional? De
ninguna manera. Sigue siendo un misterio, por eso los poetas llevan siglos
tratando de “apresarlo”. (¡Y que sigan!)
Lo más tremendo es que la habilísima forma que
tiene Simone de Beauvoir manejando nuestra contrariedad, hace que la
indignación no recaiga tanto en el marido, como en ella, sí, ¡¡ella!!
La esposa que abofeteada su mejilla pone la
otra. Ese estúpido fraude de dudosa moral en la que no debería caer una mujer
así, encantadora, culta, generosa, entregada a los demás. Pero cae, y nos
enfadamos mucho con ella por dejarse caer. Si ella se arrastra nos caemos todos
los que apostábamos por el triunfo de los buenos sentimientos sobre la
traición. Es ella misma quien ha entregado la victoria, y no sabemos como
encajar que él construya su felicidad sobre los escombros que la desolación a
hecho de ella.
Diciembre. Domingo 14. (varios meses después
de convivir con la infidelidad):
“ Esa presencia familiar como mi propia
imagen, mi razón de vivir, mi alegría, ahora es este extranjero, este juez,
este enemigo; mi corazón late de terror cuando empuja la puerta. Vino hacia mi
rápidamente, me sonrió al tomarme en sus brazos:
- Feliz cumpleaños, querida.
Lloré sobre su hombro, silenciosamente. Él
acariciaba mis cabellos:
- No llores. No quiero que seas muy
desdichada. Te quiero tanto.
- Me dijiste que desde hace ocho años no me
querías.
- No, después te dije que no era verdad. Me
importas mucho.
- ¿Pero ya no me amas?
- Hay tantas clases de amor.”
Sí, hay tantas clases de amor…
Gracias, Simone, por dejarme mirar con tus ojos.
Creo que ya te lo comenté, pero si no lo hice te lo vuelvo a decir: me EN-CAN-TA lo que lees y sobre todo cómo lo lees. Beauvoir, otra escritora a la que tengo que releer y que fue clave en mi adolescencia, la lectora y la hormonal. A mí también me rompió los esquemas (como lo hizo Anaïs Nin y tantas autoras y autores).
ResponderEliminarHace muchiiiiiiisimo que leí La mujer rota y me la has "refrescado" tan bien que por un lado me han dado ganas de ponerme a leer el libro ya mismo y por otro he pensado que prefería quedarme con tus sensaciones y mejor aplazar la (re)lectura.
Hasta algunas citas de las que has puesto recuerdo haber subrayado, especialmente estas dos: La perpetua juventud del mundo me corta el aliento. y la de Hay tantas clases de amor.
Gracias a tí por leer con esa mirada. Y contarlo tan bien.
Un abrazo
Hola Ana. Muy agradecido por tus palabras, Simone de Beauvoir te incita a leer este libro con todos los sentidos puestos en cada historia, y de la misma forma escribo las impresiones que me ha generado, algo que también he percibido en tus reseñas lectoras, tienen "músculo". Uno tiene el deseo de transmitir a los demás las sensaciones que le han conmovido, y te pones a escribir por impulsos que van de la lógica a la emoción y viceversa.
ResponderEliminarGracias a ti, por leerlo como lo haces.
Un abrazo.
Igual ya he comentado alguna vez que Simone de Beauvoir es una de mis escritoras favoritas, que la leí casi completa de veinteañera. Era mi forma de leer entonces, si algún autor o autora me gustaba, no paraba hasta que había leído toda su obra (o casi). Me pasó con varios escritores/as, Beauvoir fue una, Virginia Woolf o Cortázar, fueron otros dos, pero hubo algunos más. Después dejé de leer así y me lo tomé con más calma, pero me ha vuelto a ocurrir de nuevo con James Joyce.
ResponderEliminarNaturalmente esta obra la he leído. Hace tanto tiempo que no recordaba apenas nada, así que leyéndote he ido recordando. Los temas son suyos, los he reconocido de inmediato. Ella, desde su vida personal compleja, buscaba posibilidades y reflexionaba, especialmente, sobre los comportamientos de las mujeres.
Respecto a lo que dices al principio, es posible que influya el sexo en la manera de vivir los afectos y emociones, pero me parece más decisiva la capacidad narradora.
Abrazos!!
Pdt: me alegra mucho que un hombre lea con esa actitud una obra como esta.
Hola Laura. Agradecido también por tus palabras. Señalas la actitud ante una obra, y esa condición dada me parece determinante para extraer el “diamante ya pulido”, dentro del “diamante en bruto” que es en sí la obra.
EliminarLa premisa para mi siempre es la misma, no caer en la pretensión absurda de que sea el libro, su propuesta, la que deba adaptarse por entero a mi cosmovisión, tú tienes que aceptar la invitación del libro y adaptarte a su visión de la realidad, sin perder tu perspectiva, claro.
Parece un equilibrio de fuerzas complejo, pero cuanto mayor es la experiencia y variedad lectora, tanto mayor es la espontaneidad para asomarte al mundo con otros ojos.
Ese es un tesoro que todo lector con actitud humilde alcanzará. En cuanto a lo que dices de considerar más decisiva la capacidad narradora, bien pudiera ser así, lo que está fuera de toda duda es que los libros, también, están creados con esa otra materia íntima del autor, que convierte nuestros juicios en meras suposiciones o conjeturas, está bien que así sea, un libro tiene que conservar ese misterio inaccesible para el lector, y es, paradójicamente, esa “materia” la que nos hace soñar e imaginar otra realidad. Un abrazo amiga y cuídate del calor!