P. Castillo

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domingo, 21 de marzo de 2021

 

Las sombras se equivocaron de dueño. Miquel Cartisano (Barcelona, 1953).

Editorial Emboscall. Colección Moment Angular, primera edición, 2017.

Una mañana otoñal en el parque, con mi hija pequeña, Itziar. Foto, Paco Castillo.


Escribí la última entrada a mediados del otoño, un 5 de noviembre, cuando los lirones ya están acurrucados en algún viejo tronco guarecido por la hojarasca, esperando ese renacimiento que promete el equinoccio primaveral.



Y, mira por donde, recién estrenamos la primavera, bonita palabra, comenzó ayer 20 de marzo.

Atrás quedó el hostil invierno de Filomena. Así es, un invierno atiborrado de nieve como sacado de una novela rusa, de los “Cuentos del Don” de Mijaíl Shólojov, que estuve ojeando hace unos días (el Don es un río que cursa por la Rusia Occidental, y con mucha historia). Aunque según los entendidos es Turguéniev el mejor “paisajista” de los literatos rusos.




Cuando mi hermano Óscar y yo éramos pequeños, y nuestra madre nos mandaba a la “piltra” al poco de cenar, uno de nuestros entretenimientos favoritos, tampoco había mucho donde elegir allá por los 70, era hacer sombras chinescas en la pared de la habitación.

Teníamos una lámpara algo estrambótica, semejante a una medusa… me parecía. La luz no era para tocar palmas, ese tono amarillento febril, aunque la bombilla era inextinguible, eso sí. 

Pero eso era todo lo que mi hermano y yo necesitábamos como escenario de nuestra diversión y comenzar la sesión chinesca.

Se supone que siendo el mayor el maestro era yo, haciendo palomas, conejos, cocodrilos, vacas, etc. Óscar hacía sus intentos, claro, pero le salían animales que, de existir, nadie los vio jamás excepto él… dejémoslo ahí.

Con mis hijas, foto Paco Castillo

Al final Óscar acababa mirando fascinado mis figuras. Y así, una noche y otra entre ilusiones infantiles y palomas de vuelo torpe, mi hermano iba cerrando sus ojos lentamente y yo los míos, acaso abriéndolos a otro mundo no menos seductor.

En este caso, puedo asegurar que las sombras no se equivocaron de dueño o, matizando más, de lugar; los conejos, las palomas o los zorros… estaban donde tenían que estar, abriendo las puertas a nuestros sueños. 

He querido arrancar el comentario de la lectura con este recuerdo guardado en mi “arcón”; las sombras, pues mi estimado Miquel Cartisano titula su libro:

“Las sombras se equivocaron de dueño”.

Adentrándome en su escritura voy averiguando subyugado porqué allí las sombras se equivocaron.

En la barraca o chabola que lo vio nacer (las barracas de Can Valero Petit, Montjuïc) ni siquiera había luz eléctrica, aunque fuese una bombilla mortecina para levantar el telón y ver una sesión de patos o zorros en la pared, como las que yo proyectaba y contemplaba junto a mi hermano Óscar.

“Mi madre y yo vivíamos en una chabola. (…). Los barrios de chabolas no se significan por lo que tienen, lo hacen por aquello de lo que carecen. No había agua corriente, solo una fuente y la mayoría del poblado carecía de luz eléctrica. Ni había colmado, ni colegio, ni números en las viviendas.” 

(Las sombras se equivocaron de dueño, Miquel Cartisano.)



Puede que muchas sombras de su infancia se equivocasen de dueño, de lugar, o que esos conejos y palomas sombreadas no quisieran estar allí, entre escaseces, con poco que llevarse al buche. Se le escaparon muchas sombras, como la huidiza de su padre. Pero no todas le abandonaron, algunas atrapó, o le atraparon para el tiempo que haya decidido la vida, como la de esa compañera de viaje con la que formó familia y a la que dedica su escrito.

Miquel condensa toda una vida en esta breve obra, lo que resulta muy meritorio. Lo logra porque el tono de su escritura y las palabras que asisten a su historia son las que tienen que ser, no precisan elevarse sobre nada… porque están pegadas a su vida.

Valga este magnífico ejemplo de la amistad, que me encanta:




Como no podía ser de otra manera, nos encontramos con una figura primordial, la de su madre, mujer que no puede evitar la zozobra anímica de esa realidad ingrata con la que brega a diario, persona de firmes convicciones anarquistas, y que no cejó hasta salir con su hijo de las chabolas e instalarse en el Raval tras el esfuerzo de sus interminables jornadas dedicadas a la costura, y el salario que aportaba Miquel en los oficios que iban surgiendo, sin perder nunca el horizonte de una formación académica. 

Y vaya si lo consiguió. Aquel chaval de los arrabales, que observaba a los gorriones adentrarse por los huecos de la chabola intentando esquivar las lluvias y el frío, llegó a estudiar Pedagogía, Teología, Historia del Arte (inconclusa) y hasta hoy sigue con su carrera de Filosofía. Un Humanista en toda regla.


Creció en la Cataluña del tardofranquismo, esa donde los charnegos abrían zanjas sobre una tierra endurecida y fea, para convertirla bastante después en lustrosas avenidas que han transitado ciudadanos de todo el mundo. Hay mucho sudor y sacrificio bajo esos adoquines, muchos sueños frustrados de tantos extremeños, murcianos, andaluces, zaragozanos, gallegos… que se dejaron la piel para la gloria de Cataluña.

Todo eso lo cuenta Miquel con un tono entrañable que no melifluo, no edulcora ninguna vivencia, sencillamente por que ni con toneladas de dulce borraría la memoria sombría de tantas penurias padecidas. 

En el libro de Miquel he descubierto como ha ido encontrando sombras que de niño nunca le quisieron, he visto sus correrías que también, muchas en cierta manera, eran las mías.

Memorables sus andanzas con el Mochuelo, el Pata Palo, el Grabao y la hermana de éste; la Azucena, esa chiquilla por la que Miquel bebía los vientos en sus años mozos pero que, en cuanto tuvo edad, huyó espantada de aquella Barcelona arrabalera y gris, en blanco y negro, tal y como narra nuestro amigo. Los demás allí quedaron con distinta suerte.

Decía por arriba que aglutina toda una vida, y es curioso, ya que en gran medida nos relata su infancia y el inicio de la juventud, pero con el transcurrir del tiempo, ¿acaso no seguimos siendo aquel niño que va percibiendo el envejecer de su cuerpo?

Y esas palabras suelen tener raíces profundas como las del pruno y los fresnos que admiraba desde la ventana de mi habitación siendo chico.

Me impresionaba el paso de las estaciones mediante la observación de los árboles, de sus estampas cambiantes. De algún modo percibía el tránsito de mi existencia en el color mutable de sus hojas, y de las que se alejaban desprendidas por el viento, como tantos de nuestros recuerdos que se van quedando en el camino.

Eso es el libro de Miquel Cartisano, un árbol que ha ido creciendo al unísono de tu infancia, y adviertes en su presencia la tuya propia. Salvando distancias, he visto la vida pasar, la vida de verdad, en las líneas de Miquel, no podría haberme ofrecido algo mejor, no quería que me ofreciese otra cosa más que esa.




He descubierto lo que tenía custodiado entre sus líneas, lo que yo anhelaba ver, la vida dentro de un libro, y cuando eso acontece, no estas leyendo un libro… estás compartiendo la vida con él.




"En las barracas, los reyes magos siempre fueron poco espléndidos.

Traían poco. Siempre de una talla mayor, y generalmente sin envoltura que denotara que lo que uno se iba a poner no hubiera estado ya utilizado. Pero los chavales éramos agradecidos. Todo nos parecía nuevo, y si no, lo disimulábamos tan bien que hasta nuestros padres, quien los tuviere, pensaban que nos habían engañado.

Siempre fuimos unos viejos con pantalones cortos."

Las sombras se equivocaron de dueño (Miquel Cartisano)