P. Castillo

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miércoles, 30 de enero de 2019


Escalada, 1926-1975. Ludwig Hohl (Suiza, 1909-1984)

Minúscula, edición de 2008. Traducción de Rosa Pilar Blanco. 105 páginas.

Aquí tenemos a otro de los que viajaron conmigo al Perú.

Una cascada en los cerros que rodean a Cesara... y que conocen muy pocos.


Y si pensabais que era pequeña... miradme y comparad.
Mi cuñado Wilmer, que es una especie de "Cocodrilo Dundee" en la región, me llevó hasta el lugar, bastante complicado de llegar por la accidentada orografía durante varios kilómetros, de ahí que no sea frecuentado. 


Estos libros de minúscula (ellos lo ponen sin mayúscula), son la caña, así, como me lo suelta en el portal un vecinito de nueve o diez años, muy salao, cuando le pregunto sobre el Atleti, aunque no soy muy futbolero.


Bueno, Iván, ¿qué va hacer el Atleti?

-Buah, ganar.

No sé yo… ¿eh?

-Siii, ¡son la caña!

Me dice el chaval.

Me pregunto si no habrá hecho la primera comunión con su camiseta rojiblanca, y el rosario cayéndole del cuello a la altura del escudo atlético, desde que le conozco rara vez le he visto sin la amada prenda, son la una para el otro.

Esa caña viene a ser que minúscula tiene dos cualidades a destacar; una es que los libros caben en casi todos los bolsillos de mis abrigos, o de las bermudas si es verano. No se llama así la editorial por mero azar, los ejemplares son pequeñitos.

Tanto es así, que he ido a la estantería de mi hija mayor con este libro,  y sus dimensiones son modestas incluso al lado de muchos ejemplares infantiles que tiene mi campeona.

Mirad el libro al lado de mi mano.




Muy manejable, es de agradecer para viajeros lectores y anticuados como yo, que quieren sentir la compañía del libro en papel, por más que el ebook sea tan práctico.

Lo otra cualidad, claro está, es la exquisita nómina de autores y títulos. Podéis echar un vistazo en minúscula.

Os dejaré con mis notas acerca de la lectura, tal cual las escribí hace un mes en Perú, por ello leeréis como si aún estuviera allí, aunque eso ya es pasado.

No podía haber un título más pertinente, Escalada, para el lugar donde me encuentro, totalmente rodeado de magníficas montañas. De hecho, mi pueblo peruano ya está a unos buenos 1700 mts de altitud, pero de los caseríos vecinos ni de lejos es el más elevado, hay varios por encima de los 2000 mts.

Yo estoy como Pedro por su casa en estas cumbres andinas, me fascinan.

Por las montañas del norte peruano, Paco Castillo


En mis años mozos hice alguna que otra incursión en la escalada, pero vamos, cosas muy discretitas por la sierra madrileña (especialmente La Pedriza y Patones).

Por tanto es una historia que me viene como anillo al dedo, estando familiarizado con determinados aspectos de la historia y, para más inri, compré el libro en la Librería Desnivel, nombre estrechamente vinculado al montañismo.

Ahora bien, ¿es un libro idóneo para cualquier lector?

Tengo mis dudas…

A pesar de su brevedad, solo 105 páginas, gran parte de la narración es una cuidadosa descripción de las peculiaridades que ofrecen las cumbres alpinas, de sus características y peligros para los protagonistas; dos escaladores, uno muy curtido en estas lides, llamado Ull, y el otro no tan  experimentado, el alto y apático Johann. Pero ambos conocedores del mundo alpino.


Valles peruanos, Paco Castillo.

No diré que es un lenguaje técnico, ni que se trate de un manual escalador, no va por ahí la cosa, es una novela. Pero al profano en estos lances, o al que simplemente le aburra la montaña, puede que así se lo parezca, y se tope con una narración sumamente descriptiva (que lo es) de estos colosos nevados, o no terminen de apreciar el gran desafío que representan para el escalador, atraídos hacia el potencial peligro de los riscos… algo complicado de entender, más aún de explicar, para quienes desestiman estas experiencias.

Cuánto más descriptiva es la novela más se resiente el ritmo narrativo, es de cajón.
Esto exasperará al lector que siempre clama contra “los libros lentos”… signifique eso lo que sea. Pero no voy a negar que determinados pasajes me han provocado cierta fatiga, por ejemplo cuando se explaya señalando las peculiaridades de los seracs, que son partes fragmentadas y con numerosas grietas de un glaciar, casi dos páginas con esto se me hace extenuante.

De lo que no hay duda es que esta historia se impregna del carácter imperturbable de la montaña, de su inmutabilidad ante el efímero devenir de nuestras días, y así lo traslada el escritor.

En la construcción de esta incursión alpina, Hohl pone sobre la mesa los mínimos elementos para desarrollar el planteamiento de la novela.

Un montaña y dos escaladores. No hace falta nada más.

Quinua con Chocolate negro... y tira millas. Paco Castillo

La voz narrativa recae en la tercera persona, salvo algunos parcos diálogos, pues uno de los alpinistas, el menos experimentado, no es un entusiasta de la conversación, lo que a veces provoca un silencio tenso entre los escaladores.

Tampoco es difícil encontrar el porqué de esta voz narrativa, pues si fuese en primera persona, la de los alpinistas, restaría profundidad a la Montaña, a mi juicio la gran protagonista, en su enseñanza, en su dimensión filosófica o el mensaje que los alpinistas interiorizan de ella. Al fin y al cabo lo que permanece es la Montaña, la presencia de los hombres es pasajera. Por ahí van las tornas de esta “silenciosa” narración.

En la aproximación que hace la contraportada leemos la mención al tono poético y filosófico del relato:





Tal vez sea una prosa con cierta cadencia poética, pero ésta llega al lector como si fuese el aire gélido de Los Alpes. 
Hohl, suizo él, reviste a su lenguaje poético con el mismo desapasionamiento existencial que parece embargar a los helvéticos,  al menos con los que yo me he topado las veces que he ido por allí (reside familia de mi mujer). Será que todo funciona con exactitud milimétrica, incluidos los suizos, constreñidos en ese automatismo mental y espiritual que llevan a cuestas... dejan poco espacio a la pasión, alguno se salvará, supongo.

¿Y qué decir de Hohl?



Ludwig Hohl, foto internet.




Era un tipo excéntrico. Los anglosajones lo llamarían “outsider”, alguien que rehuye el contacto social, una suerte de asceta, si tenemos en cuenta que vivió mas de veinte años recluido en un sótano... colgando sus aforismos con pinzas de tender la ropa. Una existencia que rayaba en la precariedad, pero siendo un celoso guardián de su soledad.


Una solitaria casa en la serranía peruana... tal vez un buen lugar para Hohl


Escalada es un libro muy interesante, desde luego, pero la consideración de obra maestra que otros escritores estimaron, y no eran precisamente desconocidos, Max Frisch, Fiedrich Dürrenmatt o Peter Handke, se me antoja una distinción demasiado generosa.

Me pregunto cuanto intervino en su magnánima consideración la personalidad de Hohl, ese ser tan enigmático y estrafalario, el efecto que ello provocaba en sus colegas, seducidos por la figura inclasificable de este escritor eremita.

Añadamos también la propia creación de esta historia, cuya brevedad hace difícil entender los años que le llevó al autor acabarla, comenzó en 1926 y la finalizó en 1975.

En fin, todo en torno al libro desprende una innegable fascinación. No sé si obra maestra, pero sin duda un libro de culto por lo que rodeó a su ejecución.

Visto así, Hohl no buscaba ni el beneplácito del mundo editorial ni ambicionaba una legión de lectores. No rendía pleitesía, excepto a la soledad. Escribía cuando y cómo le daba la gana, en su sótano, sin doblegarse a los dictados de nadie, en ese sentido se entregaba a la composición de su obra con total libertad.

No sé si ese comportamiento distante hacia la industria editorial tendrá algún paralelismo con un aspecto que he apuntado más arriba; la actitud desafiante de los alpinistas hacia el peligro mortal que encierra la montaña.

Pues bien, lo enigmático de esta actitud, tratada de suicida no pocas veces por el observador distante, constituye otro de los meollos discursivos en este libro, algo que Hohl no muestra explícitamente, pero lo vamos advirtiendo con sutileza, igual que los copos de nieve al caer, haciendo desaparecer un escenario para crear otro diferente.
Este es un libro que, de algún modo, te exige observar al mismo nivel que leer.


Ceja de selva peruana, feudo de tucanes y colibries


Habremos escuchado multitud de veces que el montañismo encierra toda una filosofía de vida, lo que es cierto, podemos percibirlo leyendo Escalada

Asistimos a una conversación íntima con aquello que más aman los escaladores, la cumbre, palabra con una caprichosa ambivalencia metafórica, para los “escaladores” que pretenden ascender en el escalafón social y financiero, cumbre es sinónimo de poder económico y estatus social. Para los escaladores que intentan coronar el pico nevado, la cumbre es el lugar definitivo donde sentir la soledad de todo y de todos. Cada uno busca sus cumbres.

Hohl nos adentra en estos parajes inhóspitos, con los escaladores hechizados por La Montaña, sabedores de que su amante rocosa es como una mantis religiosa, que no vacilará en dar un abrazo mortal a su compañero si este comete el mínimo descuido con ella.


Leyendo Escalada en un entorno ideal para ello, la serranía andina


Así son estos aventureros alpinos, pensando que el resto de sus congéneres, aprisionados entre el cemento, está muerto en vida. Y ellos, observadores privilegiados desde las alturas, sintiéndose más vivos que nunca cuanto más cerca están de la muerte.


"Era una noche casi en calma, si algo incomodaba, era el silbido del viento. Pero de vez en cuando se oía un gran zumbido lejano como si procediera del mar, prolongado, de un fuelle colosal moviéndose lentamente, respiraciones de alguien que lanza suaves suspiros en medio del sueño. Algo dormía, aunque nada tan insignificante como un animal o un ser humano: quizá era la propia montaña. Después se hacía de nuevo el silencio absoluto de la noche alpina, ese silencio tremendo cuyo fondo sin embargo constituye un continuo bramido melódico..."



Sierra de Guadarrama, fotografía que tomé desde casa. Esa luz otoñal, que adquiere su entera belleza minutos antes del ocaso...






miércoles, 23 de enero de 2019


Los perros hambrientos, 1939. Ciro Alegría (Perú, 1909 – 1967)

Losada. Biblioteca clásica  y contemporánea, 1977. Narrativa, 150 páginas.




Hacienda peruana, Paco Castillo


Fue Ciro Alegría quien abrió la senda de las letras peruanas en este espacio, allá por el 2015, recién nacida mi bitácora (bonita palabra).

Ya supondréis el escaso eco que tuvo entonces. Me ha parecido de justicia recuperar a un magnífico, y no tan conocido, escritor latinoamericano, más tratándose de un libro especial para mí, y tras haber sido uno de los ejemplares que ha retornado conmigo a sus escenarios originales en la serranía andina.

Estar con estos libros, las historias que cuentan sus autores… simplemente deambular con un ejemplar en la mochila por los mismos parajes que enmarcan a las novelas, no es fácil de transmitir.

Sin duda el sentimiento de cercanía, la empatía con los personajes si se da, es algo extraordinario, unas experiencias literarias sin parangón.

Os dejo con este comentario del 2015, aunque ligeramente modificado con alguna revisión, ya sea para añadir o quitar según que aspectos, debido a la relectura que hice esta Navidad celebrada en el Perú. En lo esencial es el mismo de antaño, he retocado poca cosa.

Leo en "La Novela Andina. Pasado y Futuro" unas líneas sobre la gestación de "Los perros hambrientos" que no tienen desperdicio. 



La idea de la novela surgió mientras Ciro convalecía en un sanatorio, tratándose la tuberculosis y también episodios de amnesia. Un doctor le recomendó escribir, para recordar:

"(...) un médico paradójicamente, le recomienda que escriba para recobrar el dominio de sus recuerdos, y efectivamente, asociado al ladrido de los perros que oía entonces en la noche, renace en su mente, como una evocación que adquiere forma definida, el recuerdo de los perros que oía en su infancia y en su adolescencia en las haciendas peruanas. La imaginación de ese modo avivada hizo lo demás, (…)” pp 60.


Vista de Cesara, pueblo natal de mi mujer


Sorprendente todo aquello que puede dar origen a un gran libro, guardado en ese cajón de sastre que es la mente de un escritor.

Un libro que al concluirlo apetece permanecer varios minutos en silencio. Como si en ese calma pudiese retener indefinidamente las sensaciones que se agolpan. Es un dulce estado de embriaguez lectora que te provocan algunas obras.

Con una prosa que manifiesta su querencia poética a lo largo de la narración, Ciro Alegría nos habla de la crudeza del hambre, cuando en los remotos caseríos andinos, a una altura donde casi tocas el cielo con las manos, la existencia de las gentes está sujeta al caprichoso azar de las nubes.

Masas rebosantes de lluvia, cuyo viaje puede tener parada y fonda en las aldeas anhelantes del agua viajera, o simplemente proseguir su rumbo incierto sin que esas tierras puedan calmar su sed, negando la providencia de cultivos y cosechas a las comunidades serranas.


Sendas en la serranía peruana.

Todo esto sin olvidar la endémica injusticia social que padecen las comunidades más humildes en el continente latinoamericano (en donde mencionar a “la clase media” es referirse a un fenómeno reciente).

El título sintetiza fielmente la historia que tiene ante sí el lector. El alma de esta obra no está, o mucho menos, en los hombres y las mujeres de la puna andina, no. Está en Wanca, Zambo, Güeso y Pellejo, los infatigables perros pastores de la Antuca, la niña pastora que siente la compañía silenciosa de los riscos, que habla con el viento y las nubes, y acaricia con amor a sus perros en las solitarias montañas.

Esta circunstancia es de lo más natural. Para las comunidades andinas, y hablo con conocimiento de causa, la relación hacia la tierra y todo lo vinculado a ella, así como la relación con los animales, está al mismo nivel de importancia que los afectos con sus semejantes, las gentes.


 Caserío peruano, en la ceja de selva.


En Pasajes tan hermosos como éste, que es el comienzo, se expone con claridad:

“Guau… guau…, guauuúu…

El ladrido monótono y largo, agudo hasta ser taladrante, triste como un lamento, azotaba el vellón albo de las ovejas, conduciendo la manada. Ésta, marchando a trote corto, trisca que trisca el ichu duro (ichu, pasto del altiplano), moteaba de blanco la rijosidad gris de la cordillera andina. (…)

La Antuca y los suyos estaban contentos de poseer tanta oveja. También los perros pastores.

El tono triste de su ladrido no era más que eso, pues ellos saltaban y corrían alegremente, orientando la marcha de la manada por donde quería la pastora, quien, hilando el copo de lana sujeto a la rueca, iba por detrás en silencio o entonando una canción, si es que no daba órdenes.
(…)

La dulce y pequeña voz de la Antuca moría a unos cuantos pasos en medio de la desolada amplitud de la cordillera, donde la paja es apenas un regalo de la inclemencia.
(…)

Los cerros, retorciéndose, erguían sus peñas azulencas y negras, en torno de las cuales, ascendiendo lentamente, flotaban nubes densas.
La imponente y callada grandeza de las rocas empequeñecían aún más a las ovejas, a los perros, a la misma Antuca, chinita de doce años que “cantaba para acompañarse”. Cuando llegaban a un pajonal propicio, cesaba la marcha (…). Entonces un inmenso y pesado silencio oprimía el pecho núbil de la pastora. Ella gritaba:

-Nube, nube, nubeée…

Porque así gritan los cordilleranos. Así, porque todas las cosas de la naturaleza pertenecen a su conocimiento  y a su intimidad.

-Viento, viento, vientooo…

Y a veces llegaba el viento, potente y bronco, mugiendo contra los riscos, silvando entre las pajas, arremolinando las nubes, desengreñando la pelambrera lacia de los perros y extendiendo hasta el horizonte el rebozo negro y la pollera roja de la Antuca. Ella, si estaba un perro a su lado –siempre tenía uno acompañándola-, le decía en tono de broma:

-¿Ves? Vino el viento. Hace caso…

Y reía con una risa de corriente clara. El perro, comprendiéndola, movía la cola coposa y reía también con los vivaces ojos que brillaban tras el agudo hocico reluciente.

-Perro, perrito bonito… “


El libro reposando junto a las albardas.


Por eso la escritura de Ciro nunca pasa de puntillas por el paisaje, esos bellísimos e intimidantes escenarios andinos, lugares que siempre elige la muerte para soltar su zarpazo a los incautos o desprevenidos, y lo hace con una facilidad pasmosa.

Él se crió correteando por esas serranías, es ahí donde sus palabras retornan con ecos líricos, fragmentos que el lector siente, más que leerlos. Un entorno que magnifica el drama de los hombres y, al mismo tiempo, los convierte en presencias insignificantes.

Ciro Alegría, haciendo uso de una memorable prosopopeya, nos acerca los avatares de estos perros y sus descendientes, y los sentimos un poco humanos (nos identificamos con ellos) en la lucha atávica por vivir un día más, cuando todo es hambruna, miseria y muerte.

Y cuando las cosas se ponen realmente feas, hombres y animales se las tendrán que ver con la cara más siniestra de la naturaleza; una sequía que convierte en secarral lo que antes era exuberancia, cuando las últimas gotas de agua se esfumen entre las grietas de la tierra, y el verdor de las cosechas solo resida en el recuerdo de los perros y los campesinos.


Cesara, Perú.

En ese escenario macabro, hombres y perros deshacen su pacto de antigua amistad. El hambriento no se alimenta con lealtad.

Los perros, antes dóciles, no dudarán  en matarse entre ellos por un pellejo de cabra, o desafiar a sus amos por los despojos que van quedando. Los hombres no vacilarán en matar a los perros, ahora de mirada agresiva. Cuando terminen con los animales, se matarán entre ellos, cosas de hombres, aflorando las brechas sociales, las castas, la ingratitud de la vida con los justos y, a veces, su benevolencia con los injustos. Acontecimientos que van desencadenándose en una espiral de locura, ante la desesperación de no tener una gota de agua con que mojar los labios, o las fauces perrunas.


Cesara, Perú.


El narrador omnisciente simboliza, a través de los perros, la ancestral lucha por la supervivencia en un escenario donde todo invita a la muerte.

Hay pasajes que me traen a la memoria fragmentos del "Pedro Páramo" de Juan Rulfo, pues en ocasiones no se sabe muy bien si los vivos hablan de los muertos o son éstos los que hablan de los vivos.

Esa relación ambigua entre la vida y la muerte, en definitiva todo lo sobrenatural e infrahumano que vertebra buena parte de la literatura latinoamericana, es un vestigio de aquel primitivo animismo que sigue latente en la cultura del continente y que está impregnado en la obra de Ciro, Vallejo, Llosa, el propio Rulfo y un largo etcétera de escritores al otro lado del océano.


Cesara, "mi pueblo" peruano en las alturas... espléndido café.


Esta narración se sitúa en la llamada novela indigenista latinoamericana, por lo que señalo, la brutal explotación del campesino, el indio como denominan, a manos del hacendado, sea pequeño o gran latifundista, casi siempre el descendiente blanco de los gringos.

Una realidad que no ignora el peruano Ciro Alegría, hijo de familia hacendada, de lejanos orígenes españoles e irlandeses. Sin embargo, él empatizó profundamente con los campesinos, dándoles voz en sus libros, igual que hicieran sus compatriotas Clorinda Matto de Turner, José María Arguedas, Manuel Scorza o César Vallejo, entre otros.

La narración destila una belleza sobrecogedora, por inquietante. Sabes que  la muerte se abalanzará a la mínima oportunidad, un horror que se refugia en el idílico paisaje de la serranía andina, un lugar donde la vida es una incertidumbre que te acosa sin cesar.


Paseando por la ceja de selva peruana

Una vez más quedo embelesado ante el portentoso dominio de la lengua castellana que poseen los autores latinoamericanos, y el caso de los escritores peruanos me parece uno de los mejores ejemplos allende los mares, como corroboro con Ciro Alegría.

De alguna manera transmiten el aprecio que sienten por algo tan valioso como el idioma. En la literatura latinoamericana, me resulta fascinante la natural coexistencia entre expresiones y palabras ya en desuso por España, pero no allá (aventar, ir al excusado, quebrada, finado, frazada, etc), con otros vocablos de plena actualidad a ambos lados del Atlántico.

Dicha convivencia lingüística es la que otorga, así lo veo, el encanto que desprende el castellano hablado y escrito por aquellas tierras, y reitero que Perú es uno de los exponentes más brillantes al respecto, un acicate más para acercarse a su literatura.


Valles andinos, Cesara.

Me cuesta entender que a un lector no le seduzca la riqueza del lenguaje, como si todo el atractivo de leer residiera en el nudo de la trama o historia que se narra, en el desenlace que vamos desentramando, su argumento… quedarse solo en eso es desperdiciar los dones que nos brinda la literatura, creo yo.


" Amaneció con un sol crudo, implacable, voraz. La tierra se abría en grietas sedientas y el sol entraba por ellas, tostándola. Y a lo largo de las sendas, en los cauces de las quebradas - buscando una gota de agua para su tremenda sed de envenenados - , al pie de los eucaliptos mustios, acezaban moribundos los perros hambrientos. otros habían muerto ya y miraban con pupilas fijas.

Runruneaba un lento y negro vuelo de aves carnívoras. Se posaban en torno de los entecos cadáveres y les sacaban los ojos primeramente. Siempre hacen así. Tal vez porque prefieren los ojos. tal vez porque la vida persiste en simularse en ellos y, al extraerlos, quieren apagar su último y molesto rastro."




( Los perros hambrientos, 1939 ) 

domingo, 20 de enero de 2019


Un aperitivo de Ciro Alegría aliñado con César Vallejo… mientras arreglo un desaguisado.





César Vallejo (Perú, 1892 – París, 1938) – Ciro Alegría (Perú, 1909 -1967)



Ha surgido un problemilla con el word de Ciro Alegría a punto de publicar el comentario (“Los perros hambrientos”), lo resolveré pronto, siempre escribo el original en mi libreta con el Bic, tomando notas mientras leo, la costumbre. Y si esto no bastara, es un comentario ya publicado aquí en los comienzos, ahora estaba adaptándolo con algún cambio, después de la relectura viajera.




De todas formas he tenido que improvisar un plan B sobre la marcha, no era justo dejar al amigo Ciro fuera de juego.


Vamos a ver que tal sale el asunto.



En Perú, Paco Castillo.


Ciro Alegría es uno de tantos escritores cuya presencia por los espacios blogeros constituye una rara avis. Y dentro de esas escasas apariciones, más extraño aún es toparse con apreciaciones de sus obras que refieran un hecho, a mi juicio, de primer nivel, y muy atractivo… tuvo como profesor de primaria, siendo el autor un tierno infante, tímido y asustadizo, nada menos que a César Vallejo (tan admirado por Joaquín Sabina, no dejo de decirlo).

Un Vallejo que no solo fue figura ilustre de las letras peruanas, también gozó de un notorio prestigio internacional. Por ejemplo, el Nobel literario Tomas Tranströmer (ya fallecido) solía releer junto a su esposa los poemas del andino … “Es que Vallejo es muy bueno”, afirmaba el escritor sueco.



San Ignacio, región de Cajamarca, Perú.


Pues sí, el gran Vallejo profesor de Ciro Alegría… y esas cosas marcan a uno cuando es chiquillo.

Por tanto, un detalle que conviene remarcar al abordar la literatura de Ciro Alegría.

Aspectos que conozco gracias a ciertos libros que tengo por casa, y que he ido adquiriendo con el paso del tiempo.
















Es evidente que me atrae la narrativa hispanoamericana. 

A partir de este buen material se puede indagar por la red y complementar la información.

Rescato un fragmento delicioso (éste de internet), no ya para los exiguos entusiastas de Ciro Alegría, sino para cualquier amante de la lectura, pues reconocerá en estas líneas el potencial evocador de la palabra escrita, cuando se pone a ello un magnífico autor. 

Entre mis asiduos visitantes y comentaristas sé que hay profesores, ya sea en activo o disfrutando de una merecida jubilación. Ellos especialmente, pero no solo, podrían deleitarse con  estas líneas que narran el encuentro real de un alumno primerizo y acongojado, Ciro Alegría, con la figura de un profesor conciliador y balsámico, unas veces, melancólico y ausente otras, César Vallejo
Un encuentro verídico de aquel profesor llevando de la mano al alumno dubitativo en el primer día de clase, y que pasados los años emularía literariamente a su maestro.

En estas líneas de Ciro Alegría hallaremos una de las mejores semblanzas que se han hecho sobre la figura de César Vallejo, el hermoso homenaje de un alumno a su profesor: 


“Caminamos hasta la esquina y, volteando, se abrió a media cuadra la puerta que usaban los profesores y alumnos de la sección primaria. Nos detuvimos de pronto y mi tío presentóme a quien debía ser mi profesor. Junto a la puerta estaba parado César Vallejo. Magro, cetrino, casi hierático, me pareció un árbol deshojado. 

Su traje era oscuro como su piel oscura. Por primera vez vi el intenso brillo de sus ojos cuando se inclinó a preguntarme, con una tierna atención, mi nombre. Cambió luego unas cuantas palabras con mi tío y, al irse éste, me dijo: “Vente por acá”. Entramos a un pequeño patio donde jugaban muchos niños. Hacia uno de los lados estaba el salón de los del primer año. Ya allí, se puso a levantar la tapa de las carpetas para ver las que estaban desocupadas, según había o no prendas en su interior, y me señaló una de la primera fila diciéndome:

—Aquí te vas a sentar… Pon adentro tus cositas… No, así no… Hay que ser ordenado. La pizarra, que es más grande, debajo y encima tu libro… También tu gorrita…



Cuando dejé arregladas todas mis cosas, siguió:

—Muchos niños prefieren sentarse más atrás, porque no quieren que se les pregunte mucho… Pero tú vas a ser un buen niño, buen estudiante, ¿no es cierto?



Yo no sabía nada de las pequeñas mañas de los chicos, de modo que no entendía bien a qué se refería, pero contesté con ingenuidad:

—Sí, mi mamita me ha dicho que estudie mucho…

Él sonrió dejando ver unos dientes blanquísimos y luego me condujo hasta la puerta. Llamó a uno de los chicuelos que estaban por allí jugando la pega y le dijo:

—Éste es un niño nuevo: llévalo a jugar…

Entonces se marchó y vinieron otros chicos, todos los cuales se pusieron a mirarme curiosamente, sonriendo. “¡Serrano chaposo!”, comentó uno viendo mis mejillas coloradas, pues los habitantes de la costa tienen generalmente la cara pálida. Los demás se echaron a reír. El chico encargado de llevarme a jugar, me preguntó sabiamente:

—¿Sabes jugar la pega?
Le dije que no, y él sentenció:

—Eres muy nuevo para saber jugar…

Me dejaron para seguir correteando. Yo estaba muy azorado y el bullicio que armaban todos me aturdía. Busqué con la mirada a mi profesor y lo vi de nuevo parado junto a la puerta, moreno y enjuto, conversando con otro profesor gordo y de bigote erguido, buen hombre a quien yo también habría de llamar Champollion, como hacían los estudiantes desde muchas generaciones atrás. No me atreví a ir hacia ellos y caminé al azar. 

Cruzando otra puerta, llegué a una gran patio donde había muchos más niños. Nadie me miraba ni decía nada. Seguí caminando y encontré otro patio, donde los estudiantes eran más grandes. Por allí se hallaba mi tío. Había muchos patios, muchos salones, muchas arquerías. 

Las paredes estaban pintadas de un rojo claro, casi sonrosado, quizás para templar la severidad de un edificio que, en antiguos tiempos, había sido convento. Sonó la campana y yo no supe volver a mi salón. Me perdí, entrando equivocadamente a otro. 


Vino a sacarme de mi confusión el propio Vallejo quien, al notar mi ausencia, se había puesto a buscarme de salón en salón. Cogiéndome de la mano, me llevó con él. Aún recuerdo la sensación que me produjo su mano fría, grande y nudosa, apretando mi pequeña mano tímida y huidiza debido al azoro. Me quise soltar y él me la retuvo. Mientras caminábamos por los amplios corredores desiertos, me iba diciendo sin que yo atinara a responderle:

—¿Por qué te pusiste a caminar? ¿Te encontraste solo? Un niñito como tú no debe irse lejos de su salón ni de su patio… Este colegio es muy grande… ¿Estás triste?

Llegamos a nuestro salón y me condujo hasta mi banco. Él pasó a ocupar su mesa, situada a la misma altura de nuestras carpetas y muy cerca de ellas, de modo que hablaba casi junto a nosotros. En ese momento me di cuenta de que el profesor no se recortaba el pelo como todos los hombres, sino que usaba una gran melena lacia, abundante, nigérrima. Sin saber a qué atribuirlo, pregunté en voz baja a mi compañero de banco: “¿Y por qué tiene el pelo así?”. 

“Poeta es poeta”, me cuchicheó. 

La personalidad de Vallejo se me antojó un tanto misteriosa y comencé a hacerme muchas preguntas que no podía contestar. Él había de sacarme de mi perplejidad dando, con la regla, dos golpecitos en la mesa. Era su modo de pedir atención. Anunció que iba a dictar la clase de geografía y, engarfiando los dedos para simular con sus flacas y morenas manos la forma de la tierra, comenzó a decir:

—Niñosh… la Tierra esh redonda como una naranja… Eshta mishma Tierra en que vivimos y vemos como shi fuera plana, esh redonda.


Hablaba lentamente, silbando en forma peculiar las eses, que así suelen pronunciarlas los naturales de Santiago de Chuco, hasta el punto en que por tal característica son reconocidos por los moradores de las otras provincias de la región.

Se levantó después para dibujar la Tierra en el pizarrón y durante toda la clase nos repitió que era redonda, no siendo eso lo único sorprendente sino también que giraba sobre sí misma. Dio como pruebas las de la salida y puesta del sol, la forma en que aparecen y desaparecen los barcos en el mar y otras más. Yo estaba sencillamente maravillado, tanto de que este mundo en el cual vivimos fuera redondo y girara sobre sí mismo, como de lo mucho que sabía mi profesor. 

Cuando la campana sonó anunciando el recreo, César Vallejo se limpió la tiza que blanqueaba sobre una de sus mangas, se alisó la melena haciendo correr entre ella los garfios de sus dedos, y salió. Fue a pararse de nuevo junto a la puerta y estuvo allí haciendo como que conversaba con los otros profesores. Digo esto porque tenía un aire muy distraído.

De nuevo en el salón, era hora de estudio. La próxima sería de lectura. Había que repasar la lección. Me llamó junto a él y abrió mi libro en la sección de Pato. Tuve confianza en mi sabiduría y le dije:

—Ya pasé Pato hace tiempo. También Rosita y Pepito. Yo sé todo ese libro…

Vallejo me miró inquisitivamente:

—¿Sabes también escribir?

A mi respuesta afirmativa, me pidió que escribiera mi nombre y después el suyo. Dudé entre la be labial y la otra para escribir su apellido, pero tuve suerte al decidirme y salí bien. Me probó con otras palabras y una frase larga.
La cosa parecía divertirle. Después me preguntó:

—Y si sabes leer y escribir, ¿por qué te han puesto en primer año?

—Porque no sé otras cosas…

Entonces me dijo que fuera a sentarme. Traté de conversar con mi compañero de banco, quien me cuchicheó que estaba prohibido hablar durante la hora de estudio.

Miré a mi profesor.

César Vallejo —siempre me ha parecido que ésa fue la primera vez que lo vi— estaba con las manos sobre la mesa y la cara vuelta hacia la puerta. Bajo la abundosa melena negra, su faz mostraba líneas duras y definidas. La nariz era enérgica y el mentón, más enérgico todavía, sobresalía en la parte inferior como una quilla. Sus ojos oscuros —no recuerdo si eran grises o negros— brillaban como si hubiera lágrimas en ellos. Su traje era uno viejo y luído y, cerrando la abertura del cuello blando, una pequeña corbata de lazo estaba anudada con descuido. 

Se puso a fumar y siguió mirando hacia la puerta, por la cual entraba la clara luz de abril. Pensaba o soñaba quién sabe qué cosas. De todo su ser fluía una gran tristeza. Nunca he visto un hombre que pareciera más triste. Su dolor era a la vez una secreta y ostensible condición, que terminó por contagiárseme. 

Cierta extraña e inexplicable pena me sobrecogió. Aunque a primera vista pudiera parecer tranquilo, había algo profundamente desgarrado en aquel hombre que yo no entendí sino sentí con toda mi despierta y alerta sensibilidad de niño. 
De pronto, me encontré pensando en mis lares nativos, en las montañas que había cruzado, en toda la vida que dejé atrás. 

Volviendo a examinar los rasgos de mi profesor, le encontré parecido a Cayetano Oruna, peón de nuestra hacienda a quien llamábamos Cayo. Éste era más alto y fornido, pero la cara y el aire entre solemne y triste de ambos, tenían gran semejanza. 

El hombre Vallejo se me antojó como un mensaje de la tierra y seguí contemplándolo. Tiró el cigarrillo, se apretó la frente, se alisó otra vez la sombría melena y volvió a su quietud. Su boca contraíase en un rictus doloroso. Mas la personalidad de Vallejo inquietaba tan sólo de ser vista. Yo estaba definitivamente conturbado y sospeché que, de tanto sufrir y por irradiar así tristeza, Vallejo tenía que ver tal vez con el misterio de la poesía. Él se volvió súbitamente y me miró y nos miró a todos. Los chicos estaban leyendo sus libros y abrí también el mío. No veía las letras y quise llorar…

Así fue como encontré a César Vallejo y así como lo vi, tal si fuera por primera vez. Las palabras que le oí sobre la Tierra son también las que más se me han grabado en la memoria. El tiempo había de revelarme nuevos aspectos de su persona, los largos silencios en que caía, su actitud de tristeza inacabable y otros que ya aparecerán en estas líneas.

Por la noche, durante la comida, me preguntaron en casa:

—¿Te gusta tu profesor?
—Sí —respondí.”
(1)




Dos vidas que se encontraron en un trecho del camino.




Lo que los libros unieron, no lo separen los...





(1) Fragmento del texto -El César Vallejo que yo conocí- en “Memorias, mucha suerte con harto palo”. Libro I, pág. 26.



Fuente:
https://copypasteilustrado.wordpress.com/2013/06/06/ciro-alegria-cesar-vallejo-colegio-primaria-profesor-literatura-trujillo-caramelos-pelea/