P. Castillo

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sábado, 28 de diciembre de 2019


Narraciones de la España Renacentista.

Introducción, notas y selección de Felix Herrero Salgado, Doctor en Filología románica y catedrático de Lengua y Literatura españolas.

Editorial Magisterio Español, S.A. 1969. 197 páginas.




Por estas festividades, y con puntualidad británica, suele asomarse por la escena literaria el Cuento de Navidad del gran Charles Dickens, sin menoscabo del magnífico cuentista inglés, mi ánimo me sitúa por otros derroteros, unos cuentos y textos diversos, de tiempos aún más lejanos pero cercanos en la geografía, son los que aparecen en esta interesante recopilación, selecta y no muy extensa, como toda antología que se precie.

El ejemplar en cuestión se titula “Narraciones de la España Renacentista”, y la mención de “Narraciones” explica la variedad de géneros que hallaremos compilados en los siguientes apartados; apogtema y anécdota, narraciones curiosas, cuento y novela.
Tal y como se ve en estas dos  fotografías de la introducción (páginas 13 y 14).





Nos adentramos en el siglo XVI, el denominado Siglo de Oro español, abarcando los reinados de Carlos V y después el de su hijo, Felipe II.

El variopinto paisanaje que desfila por estas páginas tiene, los más, esa disposición andariega,  "tipos trashumantes" que diría el escritor santanderino José María de Pereda (1833-1906).



Tipos Trashumantes, José María de Pereda. Fotos, Paco Castillo.


Condición que yo mismo me atribuyo, en el sentido de convertir la caminata en toda una experiencia para la observación y el sentir.

Por aquí deambulan sorprendentes escritos de autores como el jurista, poeta épico y bohemio Juan Rufo (1547-1620), que refleja anécdotas en sus correrías por Europa, es decir, muchos de estos autores nos narran chismes y observaciones de sus periplos viajeros.

                                       Fotos, Paco Castillo.




Qué decir de Ginés Pérez de Hita, solicitado maestro zapatero en Murcia (poseía un reputado taller de zapatería), iletrado, pues no adquirió su cultura (que sí poseía) formándose en la Universidad, por ello no conviene confundir iletrado con analfabeto, son dos conceptos distintos, aunque Pérez de Hita estaba falto de estudios humanistas en la Universidad, propios de la época, era un voraz lector, por ejemplo conocía en profundidad Orlando Furioso de Ludovico Ariosto, su impronta en el Siglo de Oro, sin ser tan relevante como la de otros autores, tiene su importancia como representante formado en la cultura popular, al margen de los majestuosos claustros universitarios que acogieron a otros coetáneos.


O Juan de Timoneda, zurrador de pieles en Valencia antes que especializarse como librero, lo que a la postre le haría literato, adaptó al teatro piezas de clásicos como Plauto, que estrenaba con éxito en las plazas valencianas, y su gran obra, “El Patrañuelo”, conjunto de piezas (patrañas, según refería él) inspiradas en los escritos de Bocaccio, Ludovico Ariosto, etc.

Como curiosidad, en Valencia (lo mismo que en otras ciudades, en Madrid la hay) existe la calle “Zurradores”, en donde se encontraba el gremio de curtidores, seguramente lugar de reunión para nuestro amigo Timoneda.




Autores como Juan de Timoneda y otros no me son extraños, me acompañan hace años en la Colección Clásicos Españoles, amén de otros ejemplares de la Colección Clásicos Castellanos. Tengo muy claro que de hacer un expurgo en mi biblioteca, sería prescindible mucha literatura actual antes que deshacerme de estos libros. 



Fotos, Paco Castillo.


A parte de los citados, son varios los autores que aparecen en esta antología, igualmente interesantes.

Retratan personajes cotidianos de vida bohemia y licenciosa, estudiantes que se fraguan en la filosofía tabernaria, aunque todos cortados por el mismo patrón; fervorosos humanistas, en su mayoría acólitos de Erasmo de Rotterdam.

Hablando de Erasmo de Rotterdam, ya aparecerá por aquí una maravillosa biografía escrita, nada menos, que por Zweig, ¿os imagináis el fruto de esta unión? Impresionante.

Foto, Paco Castillo.

Sigo. Tenemos cortesanos y servidumbre de condes o duques, los propios nobles, una muy nutrida representación del Clero, entre frailes, monaguillos u obispos, militares y oficiales patrios llegados de las campañas de Flandes, Italia, etc.







Pero también, dos breves aunque jugosos capítulos del “Lazarillo de Tormes”


Así mismo  resulta muy atractivo un fragmento de “El Crótalon” escrito por el enigmático Cristóbal de Villalón, cuya senda vital es algo brumosa, los historiadores no tienen muy claro ciertos datos biográficos sobre él, más allá de haber sido bachiller en Alcalá de Henares, estudiante en la Universidad de Salamanca, un entusiasta eramista (seguidor de Erasmo de Rotterdam) y algunas cosas más. 

Un apunte, durante un tiempo sonó como el autor original del Lazarillo de Tormes, pero no existen pruebas determinantes; vamos, todo un misterio el tal Cristóbal de Villalón.



Hay una descripción en el libro (Narraciones de la España Renacentista) sobre la novela picaresca, cuando introduce al Lazarillo que me entusiasma:

“Literatura del asco y filosofía del hambre”

Ahí queda eso.


Cierran el libro las fascinantes andanzas de los cronistas y expedicionarios de las Indias, tales como Núñez de Vaca, Garcilaso de la Vega, Hernán Cortés y Francés Zúñiga.


Para ir acabando, me gustó esa naturaleza caminante de muchos textos. Se dice que Cristóbal de Villalón era de estilo lucianista, por Luciano de Samosata, de hecho El Crótalon está inspirado ( o directamente imita) en uno de los famosos Diálogos de Luciano Samosata, en concreto El sueño o el Gallo.



Arriba El Crótalon, aquí con Luciano y sus Diálogos.

El gallo, ave que parece ir de salto en salto por la literatura de los tiempos; tal vez Ferlosio se cansara del parlanchín animal y lo redujese a veleta en Alfanhui, aunque tampoco es que se estuviera muy quieto:

“El gallo de la veleta, recortado en una chapa de hierro que se cantea al viento sin moverse y que tiene un ojo solo que se ve por las dos partes, pero es un solo ojo, se bajó una noche de la casa y se fue a las piedras a cazar lagartos. Hacía luna, y a picotazos de hierro los mataba.”




Con el Alfanhui de Ferlosio, qué magnífica lectura, Foto, Paco Castillo.

Todo este espíritu caminante retorna al útero con Luciano de Samosata, oriundo de Siria (nacido en la antigua ciudad de Samosata), griego de adopción y ateniense de carácter, pocas simpatías por Roma y los romanos, sofista de profesión, cuando ser sofista era una profesión, y viajero que vendía sus discursos, como orador profesional, en las plazas de Italia, Grecia y después la Galia:

(…) aunque solo una minoría entendiera sus charlas, a todos encantaba por la gracia de sus ademanes, por la elegancia de sus gestos y por la melodía de sus palabras.”

Diálogos, de Luciano y El Crótalon (C. de Villalón). Foto, Paco Castillo.

De literatura caminante hemos hablado, o escrito. Y así concluimos este 2019.

Ha sido un viaje entretenido...





Felices Fiestas y buena entrada de año, amigos.





martes, 17 de diciembre de 2019


Lluvia (1994). Kirsty Gunn (Nueva Zelanda, 1960).

Muchnik Editores, 1997. Traducción de Nora Muchnik. 128 páginas.


Tormenta a finales de septiembre. Foto, Paco Castillo


Hay que ser un espía de John Le Carré, como el curtido George Smiley, para recabar alguna pista de Kirsty Gunn por las redes ibéricas. Es poco lo que se averigua de esta excelente escritora neozelandesa, pero residente en Escocia desde hace tiempo.

Tiene algunos títulos publicados en España, el primero fue Lluvia, editado por la siempre interesante y ya extinta Muchnik Editores (reconvertida hoy en El Aleph Editores, adquirida por Planeta), obra que supuso su estreno novelístico allá por 1994, obteniendo una entusiasta acogida entre lectores y críticos del ámbito anglosajón, y no escapó al olfato de sabueso del editor Mario Muchnik.



Con ella ganó el London Arts Board Literature Award en aquel año. No es el único reconocimiento.
Con la novela The boy and the sea, creo que no ha llegado aquí, también obtuvo el galardón al Libro del Año 2007 del Sundial Scottish Arts Council, Escocia.
   
Y el último en caer fue por otra novela, The Big Music, agraciada con el Libro del Año en los New Zealand Post Book Awards 2013. Una historia que se adentra en el corazón de la gaita escocesa y su evocación del paisaje, las Highlands.

Inminente tormenta septembrina, foto de Paco Castillo, 2019

Un lánguido desasosiego ha sido la sensación predominante mientras leía sus apenas 128 páginas.


Lo de lánguido desasosiego es por la tenue cadencia narrativa que imprime Kirsty Gunn,  haciendo que la historia no suscite  reacciones contundentes, que sí profundas, en el lector, hay pocas acciones vertiginosas, predomina lo descriptivo; todo adquiere ese sereno fluir de las ondas en la quietud del lago, el mismo que sirve de refugio a dos hermanos que iremos conociendo en el transcurso del libro, avanzando bajo la sensación de una calma tensa…

El escenario tiene lugar en una casa veraniega que Ed y Kate, los progenitores del pequeño Jim, apenas cinco años, y su hermana, la casi adolescente Janey, principal protagonista con sus doce años y voz narradora, poseen en algún enclave del bellísimo litoral neozelandés.

Es un bonito vecindario residencial ubicado en una bahía, junto al lago como inmejorable atractivo para los moradores de esta zona. La mayoría son urbanitas que, como la familia de Janey y Jim, tienen el privilegio de contar con una residencia estival lejos del mundanal ruido.

El marco temporal abarca uno de esos veranos con días inacabables y destellos plateados.


El lago es un elemento vertebrador en la narración, a medida que discurre la novela, Kirsty Gunn va confiriendo al lago una gran carga simbólica. El lago como algo real y, a la par, metáfora de todas las sensaciones y emociones que afligen o calman el alma de Janey.

Con estos precedentes podemos pensar que la vida de Janey es envidiable… nada más lejos.

La prioridad que tienen Ed y Kate en su retiro vacacional consiste en hacer una fiesta tras otra en la residencia, al son de la música y entre los efluvios de los cigarrillos, el whisky, la ginebra y las barbacoas.

Dentro de ese cóctel se agita la existencia del padre y, sobre todo, la madre. Ella es una mujer bastante atractiva, como así mismo lo piensa su hija, Janey, en cierto modo fascinada con la imagen seductora de su madre. La máxima ambición vacacional de kate es tumbarse en el jardín y disponer de un whisky al alcance de la mano.


Ed y kate constituyen un matrimonio que se sostiene con dificultad, aunque no se plantean un divorcio inminente, todavía se toleran, y no sería exacto tildarles de alcohólicos desahuciados o recalcitrantes, aunque beban en exceso y esto repercuta en la dedicación a los hijos.


Son gente educada, incluso amable con sus críos, nada de modos bruscos. Se llevan bien con los vecinos, a quienes agasajan con fiestas que empiezan en las primeras horas de la tarde y acaban al amanecer, un día sí y otro también.

Una existencia que puede resumirse en Il dolce far niente, el placer de no hacer nada, que dicen los italianos, y más allá de sucumbir a la bacanal festiva, literalmente es así… no hacer nada.

Ni siquiera asumir la responsabilidad de atender y preocuparse de los niños, ya que Ed y Kate suelen dormir la mona hasta bien entrado el mediodía, y cuando despiertan están para pocas dedicaciones familiares. A lo sumo pueden ver a los chicos y darles un abrazo, un beso… ¿Qué tal va eso chicos?, ¿habéis desayunado algo?  Janey, cariño, creo que en la nevera había… no sé, mira a ver.

Se desinhiben de tal modo de sus obligaciones con los niños, que éstos suelen pasar la jornada totalmente solos, y llenan su tiempo curioseando por las inmediaciones del lago, en sus rincones favoritos.


Janey se desvive por Jim, procura cuidarle en todo momento, y lo hace de buen grado y con cariño, pues adora al pequeño, parece volcar en su hermanito el instinto maternal que no les prodiga su madre.

Y Jim, a sus cinco años, busca en los brazos de su hermana la figura materna y la seguridad que no halla en sus progenitores. Si bien, cuando la madre le reclama para acariciarle el cabello y hacerle carantoñas, se deja querer, es demasiado pequeño aún para renunciar a los mimos. Janey no rehuye estos ramalazos de afecto, pero su actitud es fría, claro está.

Arriba, en su cuarto, nuestra madre se movió en sueños. (…)
No te preocupes, Jimmy- dije. –Todo está bien.

Era ya por la mañana pero aún pasarían horas antes de de que ella se levantara. Las cortinas estaban corridas, la oscuridad a su alrededor era total. Las tazas de café de nuestro padre, colocadas junto a ella, solo formaban nata y se enfriaban sin ser bebidas. Seguiría durmiendo.
De ahora en adelante debemos cuidar de nosotros mismos. Dije a mi hermano. –Hacer picnics, preparar sándwiches. Dime tú qué necesitas… (..)

-¿Quieres un vaso de naranjada, amorcito? ¿Un pastel?

Por la noche yo preparaba su cena, lavaba su ropa, desenredaba los nudos de su cabello y le metía un jersey por la cabeza cuando temblaba. Llevaba chocolate en los bolsillos para sobornarlo.

-Es hora de dormir. (…) termina tu almuerzo (…)

-No lo soporto- me dijo una vez mi madre.
-Me haces sentirme tan vieja…


Kirsty Gunn ha confesado más de una vez que le atrae reflejar el núcleo familiar como un ente conflictivo, sobre todo el impacto que muchos desequilibrios familiares tiene en los hijos. Esto es lo que nos irá descubriendo la hija, Janey. Ella nos sumergirá en aquel verano familiar…


Janey y Jim mitigan el desamparo que sufren con la presencia, a veces idílica, a veces violenta, del lago, en sus ensenadas y escondrijos que tan bien conocen.

Kirsty Gunn hace del lago un trasunto de Janey y Jim, convirtiéndolo en una visión relajante para después mostrarlo turbador… la claridad lacustre en los días soleados da paso a la oscuridad del agua turbia. Esa es la infancia que recrea Kirsty Gunn, pequeños destellos soleados que acaban anegándose en las turbulencias fangosas. El balance final es una infancia despojada de cimientos, oscura.

La psicología de los personajes aflora con una exquisita sensibilidad y lirismo, la autora muestra su talento en estas lides, igual sucede con del entorno natural. Sus palabras irradian sensualidad, resultando una prosa seductora y coqueteando con ese juego de insinuar sin mostrar.


Una novela en donde la complejidad y lo sencillo se mezclan sin solución de continuidad, porque así es la vida. Kirsty Gunn tiene el suficiente dominio narrativo para no recurrir a los clichés que podrían pulular en una historia como esta.

También me ha parecido una escritura de trazo impresionista en su manera de captar la belleza, los silencios, lo efímero, lo sutil del instante. Entrelaza los tonos luminosos y poéticos de un paraje natural con los pensamientos más profundos de Janey, creando una conjunción de claroscuros poderosa. Lo del trazo impresionista lo apuntaba por pasajes así:

(…) la nieve que seguía derritiéndose al bajar de las montañas regaba los canales azules hasta oscurecerlos de frío.
(…) Fue una extraña corriente de agua dulce la que se deslizó sobre la playa y formó el río. (…)

Al acercarte más veías que oscura era el agua, cuán complicada por sombras de la vegetación saliente, como sus jades interiores estaban moteados de oro.

Atrapadas debajo de su superficie, madejas de pálida hierba rubia iban lavándose interminablemente río abajo. Había tanto silencio que podías oír el agua lamiendo las riberas; tanto silencio que podías oír como se formaban y se rompían burbujas de aire, el aire empapado que trataba de respirar.




Un fragmento que me ha trasladado a los grandes genios descriptivos, los autores japoneses; resuenan en mi cabeza ecos de kawabata y Mishima. Especialmente me recuerda al último, por esa estela melancólica cuya pesadumbre se va haciendo cada vez más honda.

Una historia que, desde inusuales perspectivas, me ha dado mucho que pensar sobre la familia; vivimos inmersos en su realidad, y eso nos dificulta reparar en lo frágil y extraño que puede resultar este núcleo, esa madeja de afectos y desafectos. Hay que alejarse de la montaña para apreciarla en toda su magnitud... valga el símil.

Kirsty Gunn no ha tenido ninguna pretensión de erigirse en juez mostrando la situación, ni los progenitores son los condenados ni Janey la víctima inocente, todos tienen luces y sombras, ya he señalado que no cae en arquetipos, simplemente refleja la vida, con toda su complejidad y sencillez, como indiqué. El lector que saque sus conclusiones.

Es verdad que los temas en literatura son recurrentes, por eso ha de encontrarse un lenguaje propio para contarlos. Es ahí donde se marca la diferencia, cuando unos autores se quedan rezagados y otros, como Kirsty Gunn, ponen tierra de por medio.




jueves, 5 de diciembre de 2019


Barría recuerdos…



Foto, Paco Castillo.


Estos encuentros que narro son reales, como la vida misma.

Ya temprano he visto a Claudio,  un vecino mío, este navarro de unos setenta años, corpulento y bonachón, sufrió hace varios años un ictus, le dejó secuelas en la movilidad, aunque se defiende bien andando, y sobre todo en el lenguaje, ha perdido facultades en el habla, pronuncia pocas palabras, confusas en ocasiones, excepto una que dice con claridad meridiana: 

“Hostias”. Entendiendo su significado como aquellas que NO reparte el cura.

Claudio tampoco las reparte, ni las repartía.

De tal suerte que le comentas: Hola, Claudio, vaya frío que se ha levantado, ¿no?

Claudio: “Hostiass, síiii”

Y en verano. Hola, Claudio, vaya bochorno tenemos, ¿eh?

Claudio: Síiii, hostiass”

A estas alturas, me he percatado que a Claudio hay que hacerle las preguntas fundamentales para que se haga entender, y se sienta razonablemente satisfecho por poder comunicarse, por eso hay que ir al meollo e incidir en los asuntos vitales que siempre nos han condicionado la existencia, los que importan;  mirar al cielo (el tiempo), la gastronomía, la familia, y dos o tres cosas más…

Eso le permite a Claudio mantener una mínima conversación a base de… Hostias, pronunciadas claro está. 
Así él se va tranquilo por su camino, y yo por el mío. Un buen tipo, mi vecino.

Como muchas mañanas, bajo por la calle del Viejo Casino, no, no se llama así la calle, ni tampoco hay un casino antiguo, solo es el nombre de una pequeña urbanización de chalets.


Foto, Paco Castillo.

La calle está flanqueada en ambos márgenes por largas hileras de árboles, en su mayoría plátanos, algunas moreras, también olmos, y casi al final se observan unos parterres con planta de romero.

Las hojas hace ya tiempo que han adquirido las tonalidades otoñales y yacen por el suelo al capricho del viento, a mí me gusta que cubran la fealdad del cemento, como si el adoquinado grisáceo se disfrazara de arlequín veneciano.

Ha estado lloviendo copiosamente la noche anterior, aún llovizna algo, es un orbayu agradable, purificador, sí, orbayar, que es lluvia fina y poco densa, esparciendo el rocío por aquí y por allá, igual que unos comensales lanzando granos de arroz a los recién casados.

Resulta curioso ver el rocío sobre el romero, pues su nombre latino, rosmarinus, significa “rocío del mar”, así se lee en Leyendas y Mitos de las Flores.





Y en ese emparejamiento entre rocío de lluvia y rocío de mar, tenemos una fascinante singladura, ya que el rocío de lluvia, parte en su viaje inicial desde el mar, y cuando cubre el romero, de algún modo,  retorna al hogar.





A lo que vamos. Siempre me cruzo con el mismo barrendero, un hombre más joven que yo, le echo unos cuarenta y pico.

Nos decimos los buenos días, pero él apenas esboza un murmullo. 

Tiene algo en su manera de estar que me hace considerarlo una persona muy tímida o retraída. Incluso deja entrever una expresión melancólica… y no hago esta consideración sugestionado por el orbayu, o porque nuestros saludos se aíslen en su vaho. 

Son los ojos, creo que son sus ojos oscuros, las pocas veces que los levanta de las hojas me hablan de alguna derrota, hay algo triste en esos iris que contienen reflejos ocres, granates y dorados de las hojas marchitas.

Me intriga su figura silenciosa, porque no puedo saber que mundo o que pasado hay encerrado tras esa mirada, una mirada que tiene miedo a que se deshaga el vaho, se siente segura en la ambigüedad de ese vapor flotante, reconfortada fuera de la claridad.

Por cierto, si os apetece conocer deliciosas descripciones de la lluvia, después de la lluvia, durante la lluvia… os tenéis que hacer amigos de Stephen Dedalus, el chaval del  Retrato del artista adolescente, y la verdad es que el chico se deja querer. Ahí tenemos a James Joyce describiendo, como solo un irlandés puede hacerlo, instantes de lluvia que te empapan al leerlos.

Sí, como ya comenté a cerca de este libro, creo que la lluvia la han inventado los irlandeses para escribirla:

“Cuando el malestar hubo pasado, caminó con dificultad hasta la ventana (…) La lluvia había cesado y entre movibles masas de vapor de agua, la ciudad estaba hilando de luz el delicado capullo de una neblina amarillenta. El cielo estaba tranquilo y tenía una vaga luminosidad. Y el aire resultaba grato al pulmón como en una arboleda bien calada a chaparrones. Y, en medio de aquella paz de las luces temblorosas y la quieta fragancia de la noche, Stephen hizo un pacto con su corazón.”


Retrato del artista adolescente, James Joyce. Foto, Paco Castillo.


Lo dicho, instantes de lluvia que te empapan mientras lees.

                                         Foto, Paco Castillo.


Prosigo. 

Este chico farfulla el saludo pero no deja de mirar al suelo y barrer hojas, barrer y barrer hojas ensimismado, mientras continúan cayendo de las ramas, cubriendo sus botas toscas y embarradas.

Lo veo abandonado a su suerte, tal vez eso explicaría su apego a las hojas, pues el árbol actúa así con ellas, las abandona a su suerte cuando llega la oscuridad otoñal e invernal, las priva del alimento vital, las expulsa de la copa,  expatriadas del reino, no le trae a cuenta usar tanta energía para mantenerlas a cambio del exiguo beneficio que obtiene en estos días lúgubres y gélidos.


Foto, Paco Castillo.

Y una vez que lo dejo atrás, a mí me da por pensar… si acaso no son hojas lo que barre este hombre, sino recuerdos de una infancia mientras recoge  restos amarillentos, rojizos, pardos. Más adelante acumula un montoncito y me pregunto si ahora habrá barrido el rostro de un amor juvenil.

Y cuando deja limpio de hojas el alcorque de la morera… me digo que besos, abrazos, juguetes, canciones, amigos, quizás una perrita llamada Canela… sí, un nombre poco original, o risas, llantos y palabras no dichas estará arrinconando en una esquina desnuda y helada de la calle.

Yo continúo hacia abajo, paso rozando las arizónicas empapadas de rocío, aspiro la fragancia y por un instante me embriago de plenitud.

Mañana volveré a verlo con su maquinal vaivén de escoba, en ese lugar por el que apenas transita un alma.

Ahí estará barriendo los restos vencidos del otoño. Lo saludaré, y él me responderá con un débil rumor sin dejar de barrer y barrer... barrer parte de su vida.

Nunca lo encuentro junto a las arizónicas, debería dejar la escoba un momento y aspirar ese aroma que a mí me insufla vitalidad, podría acercar la cara a las gotas de rocío, así el brillo de sus ojos sería soleado, y no el de un estanque congelado y sombrío.


                                         Foto, Paco Castillo.

Pero no lo hará, allí no hay hojas que barrer, no hay juguetes, ni amigos, ni nombres poco originales, como el de la perrita Canela, ni abrazos que arrinconar en una esquina…

Me voy alejando y perdiendo su silueta, borrada poco a poco por la bruma. 

Al final cada uno habrá de seguir su camino.  

¿A dónde? 

Quien sabe, siempre hay un lugar… con hojas o sin ellas.

Sin darme cuenta, me he puesto a tararear Autumn leaves (hojas otoñales), y con la imagen de ese muchacho barriendo hojas, retengo un fragmento que cuenta así:

(…) los días se hacen más largos.
Y pronto escucharé la vieja canción de invierno.
Pero te extraño más que nada, mi amor… cuando las hojas de otoño comienzan a caer.


Eric Clapton, Autumn Leaves