Cien años de soledad. Gabriel García Márquez (Aracataca,
Colombia, 1927 – Ciudad de México, 2014)
Editorial RBA, 2004, “Biblioteca García Márquez”. 510 pp.
Este es un libro de los buenos, dicho así, sin ambages,
como lo diría un genuino Buendía, esa estirpe de seres solitarios atrapados en
el recóndito Macondo, asediados por las telarañas que teje el olvido de todos y
de todo.
Bueno, esa irrupción está bien, pero… qué puedo comentar
de una obra así, se podría decir todo, agotar las posibilidades de este blog, o
no decir nada, solo rumiar el placer de la lectura en un silencio apacible. No,
claro, algo tendré que añadir, que sembrar fuera de mi mente… para eso es este
pequeño rincón.
Pocos festines literarios debe de haber más suculentos que
enfrascarse en “Cien años de soledad”. Tal es el poderío que García Márquez
despliega sobre la palabra, el juego de malabares que ofrece con ellas al
lector, que Gabo podría describir quince veces la misma escena sin repetir una
sola expresión.
“A veces, ante una acuarela de Venecia, la nostalgia
transformaba en tibios aromas de flores el olor de fango y mariscos podridos
de los canales. Amaranta suspiraba, reía, soñaba con una segunda patria de
hombres y mujeres hermosos que hablaban una lengua de niños, con ciudades
antiguas de cuya pasada grandeza solo quedaban los gatos entre los escombros.
(p. 138)”
Y bajo esa arquitectura estilística que es el realismo
mágico, deslumbrante en su puesta de escena narrativa, Gabo nos hace ver el andamiaje,
la estructura oculta sobre la que se soporta nuestra condición humana en el
vano intento de sobrevivir al tiempo, frente a la claudicación final ante la
muerte, pero jalonada por innumerables “victorias y derrotas menores”
acontecidas a lo largo del camino.
Sin embargo las palabras de Gabo te llevan por la historia
de los Buendía en un estado de sosiego extraño, tal vez porque el transcurrir
del tiempo que envuelve los destinos de Macondo y sus moradores, bastante más
de un siglo a juzgar por la edad que alcanzan algunos personajes (Pilar Ternera
llega a los… ¡¡145 años!!), flota en una atmósfera atemporal, pues la muerte
de un Buendía siempre deja la simiente en nuevo descendiente, como la semilla
de un fruto maduro que dará lugar a una nueva planta que habrá de florecer para volver a pudrirse, un ciclo de vida y muerte que dibuja círculos
concéntricos… extraño, el discurrir de las cosas en un tiempo que se ha
cristalizado, y esa rareza parece tan real que se acaba convirtiendo en algo mágico. Realismo mágico, lo que
quiera que eso signifique.
"Era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía saber a ciencia cierta donde estaban los límites de la realidad." (p. 276)
Dicen que esta obra es la quintaesencia del Realismo
Mágico. Así será.
Tampoco me he puesto a indagar ahora en sus señas,
prefiero que estas líneas fluyan desde el territorio virgen de mis impresiones,
lejos de acotaciones teóricas, serán muy importantes, desde luego, pero yo
estoy en otra historia, la del libro sin ir más lejos.
Una obra que ha conseguido algún logro impensable conmigo,
bueno, tampoco es nada del otro mundo, me explicaré.
Leo con una frugalidad monacal, lento. Tal vez esa
lentitud que exaspera a los trastocados por la velocidad de nuestra época. Yo a
lo mío. Cuando leo lo que leo (se entiende la tautología, ¿no?), me importa un
comino despacharme 98 o 18 libros al año.
Pero, he aquí la paradoja, estas 510 páginas se me han
hecho cortas, una carrera de cien metros lisos, una prueba de sprint para un
corredor-lector de larga distancia.
¿Por qué ha sido así? Otros libros también me han
entusiasmado, pero los he leído con la cadencia de una vaca rumiando alfalfa.
Sencillamente, aún no lo sé con claridad, todo es
reciente.
Imagino que en el transcurso de los días se irá
despejando el horizonte.
A lo mejor es un hecho a priori inconexo con la lectura…
¡Eureka, eso es! Y una penumbra de mi cerebro se ilumina
al instante.
Puede ser una tarde cualquiera conduciendo hacia el colegio
para recoger a mi hija mayor… se cruza en mi trayecto un mirlo de vuelo
rasante, y en una milésima de segundo toco levemente el freno para salvarlo. Su
vida alada roza la carrocería mortífera de mi coche, un rapidísimo acto reflejo
para mirarle y comprobar que la belleza de su vuelo sigue alejándose, intacta.
Esto que cuento ya me ocurrió.
¿Y eso qué tiene que ver con lo leído?
Pues claro qué tiene que ver… pero todavía no lo sé, habrá que atar cabos. En Cien años de soledad llegan a morir muchos pájaros.
El mirlo se salvó.
Un personaje de Akutagawa leía fragmentos de libros al
azar pensando que le aclaraban (más bien oscurecían) su vida, el iluso estaba
equivocado. Uno se detiene en momentos de su vida para explicarse ciertos
libros. Los libros no explican la vida, es la vida la que esclarece los libros.
Como siempre, me voy por las ramas, pero es que
esta historia, dicen, es realismo mágico, y mi cerebro se entretiene mucho
haciendo “magia con la realidad”.
Ah, qué no se me olvide. Hay una cosa, sobre todas, que
estos Buendía han aprendido viviendo “cien años de soledad”. Morir en paz.
Gracias por la lección, Gabo.
"No habría podido concebirse un cortejo fúnebre más desolado. Habían puesto el ataúd en una carreta de bueyes (...) pero la presión de la lluvia era tan intensa y las calles estaban tan empantanadas que a cada paso se atollaban las ruedas (...)
Los chorros de agua triste que caían sobre el ataúd iban ensopando la bandera que le habían puesto encima, y que en realidad era la bandera sucia de sangre y de pólvora, (...)
- Adiós, Gerinaldo, hijo mío -gritó-. Salúdame a mi gente y dile que nos vemos cuando escampe."