La canción de Salomón. Tony Morrison (Ohio, Estados
Unidos, 1931)
Libro. Editorial Debolsillo 2004. Traducción de
Carmen Criado. 431 páginas.
Concluida
“La canción de Salomón”, el primer libro que leo de la norteamericana Tony Morrison, mi comienzo es rotundo; he descubierto una
escritora prodigiosa, un portento literario que deslumbra.
La
lista de galardones, por ejemplo el Premio Nobel de Literatura (1993), el
National Books Critic´s Circle o el Pulitzer (1988), es interminable.
Tony Morrison
No
sobra ni una coma en esta emocionante y tensa historia, es más, uno toma
resuello en cada “hito” de la escritura, resoplando admirado por lo que acaba
de leer y expectante ante lo que está por llegar.
Es
alucinante las sensaciones que te puede arrancar un libro, como si fuera la
vida misma. Es eso, la vida, y es lo que pretendo exponer, pero antes voy con la sinopsis de
contraportada:
“A
medio camino entre la fantasía mítica y la cruda realidad de los guetos negros
en los años sesenta, La canción de Salomón narra la historia familiar de un
próspero hombre de negocios que ha tratado de ocultar sus orígenes para
integrarse en la sociedad blanca.
Pese a todos sus esfuerzos, su hijo decide
tomar el camino opuesto. Lejos de rehuir a sus iguales como hizo su padre,
entrará en un círculo de gente dispuesta a reaccionar contra la violencia de
los blancos y emprenderá un viaje en busca de un tesoro que habrá de conducirle
a los orígenes de su raza.
Una
magnífica saga a lo largo de tres generaciones, que le valió a la futura
ganadora del Premio Nobel de Literatura 1993 el Premio Book Critic´s Circle
1978.”
Macon
Muerto (sí, ese es el nombre y apellido del hijo rebelde) reniega de todo lo
que supone su familia, empezando por su padre, siguiendo por su madre y
terminando por sus dos hermanas mayores.
La
falsedad e impostura que ha imperado siempre en el ambiente familiar, llegan a
un punto que se le hacen insoportables, necesita huir de un lugar que tiene
poco de hogareño, ahora que ya es un hombre adulto.
Su
padre también se llama Macon Muerto, y lo mismo fue para el abuelo paterno.
¿Dónde
puede ir alguien que se llama Macon Muerto?
El
origen de ese nombre es el siguiente; cuando el abuelo, siendo joven, acudió al
registro civil en los estados norteños, quiso la mala suerte que le tocase un
funcionario borracho, un yanqui blanco con tal
cogorza que escribió en la casilla del nombre las primeras palabras que
se le pasaron por la cabeza: Macon Muerto. No hubo lugar a la protesta. El
analfabetismo del abuelo dejó impune la tropelía del funcionario.
Y así
cargó con el nombre, que traspasó a su futuro hijo, y éste al suyo. Si el
abuelo y el padre tuvieron arrestos para soportar las consecuencias de un
apelativo tan siniestro… el pequeño de la saga no se iba a ir de rositas. Ajo y
agua.
Empezaba
jodido el pequeño Macon Muerto, a la sazón el gran protagonista de esta
historia.
Menos
mal que alguien tuvo la ocurrencia de ponerle al niño el mote de “Lechero”, por
lo tardío de su destete, mejor así, sonaba más agradable.
Bueno,
pues aquí tenemos a esta familia negra viviendo en algún condado irrelevante de
Michigan.
Tienen
una posición económica muy desahogada, tanto que concita la admiración y la
inquina, sin tener claro que sobresale más, del resto del vecindario negro,
pues con los vecinos blancos la relación, sin ser idílica, resulta correcta por
la escasez del trato.
Lechero
crecerá despreciando todo lo que significa su familia, es decir, su padre, su
madre y sus dos hermanas mayores.
Un
padre que siempre está renegando de su piel negra, que no parece considerar
suya… y vaya, el oprobio sufrido tuvo ese efecto maligno en muchos negros, no
era algo infrecuente por aquellos tiempos, como nos hace ver Tony Morrison.
Un
patriarca con amaneramientos de blanco, que quiere ser como los blancos,
adoptar sus modos, que mira a los negros, siéndolo él mismo, de igual manera
que si fuera blanco, que restriega su dinero ante sus vecinos negros con la
grosería de los blancos.
Una
madre que no parece saber, si quiera, su lugar, al menos el padre no tiene
dudas al respecto.
Unas
hermanas con la voluntad tan machacada por la violencia verbal del padre,
humilladas desde que tienen uso de razón, que son incapaces de decir esta voz
es mía, tan pusilánimes que a Lechero le exaspera la complacencia que tienen
con todo. Un padre que se empeña en destrozar la convivencia diaria.
“Duro,
violento, dispuesto siempre a estallar sin previo aviso, Macon mantenía a todos
los miembros de su familia sumidos en el temor. El odio que sentía por su mujer
fulgía y centelleaba en cada palabra que le dirigía. El desencanto que le
producían sus hijas se cernía sobre ellas como ceniza, empañando su tez
lustrosa y ahogando el tono alegre que de otro modo habría animado aquellas
voces infantiles.
Bajo
el gélido calor de su mirada (¡me encanta esa expresión!) Sus hijas tropezaban
en los umbrales de las puertas y vaciaban el salero entero en las yemas de los
huevos escalfados. El modo en que su padre mutilaba su gracia, su ingenio, su
propia estima, constituía el único acontecimiento de sus vidas. (…) mientras
que su esposa, Ruth, despertaba sumida en la quietud provocada por el odio de
su marido y se acostaba consumida totalmente por esa pasión.”
Una
familia que el padre siempre ha exhibido
como exponente del éxito, especialmente las hijas y el hijo. Mostrados como
trofeos, luciendo sus vestidos caros frente a los vecinos negros, unos hijos
expuestos como bienes financieros que hablan de su envidiable posición económica.
Macon
padre posee varias propiedades, pequeños locales y parcelas que revende y
alquila. Puede permitirse comprarse un coche nuevo cada año, y modelos de alta gama. Macon luce a sus
hijos con el mismo interés que pone en los coches. Le mueven las apariencias,
no los afectos. Un hombre que puede permitirse de todo, excepto una cosa, ser
blanco, porque es negro.
Al
hijo le revienta observar esa actitud en su familia, y cuanto más le desagrada,
con más orgullo busca sus raíces, y se larga a buscarlas al profundo sur
norteamericano, o al oeste, o a donde haga falta.
Y
escucha canciones… como La canción de Salomón, hay que leerlas, porque ahí está
todo, aunque solo sean unas pocas palabras perdidas entre cuatrocientas y pico
páginas, por ahí merodean los secretos…
He
referido al principio que pretendía mostrar, no la lectura de un libro, sino la
vida que atesora uno como éste.
Escribir
y leer una historia de ficción, cuando hablamos de recrear la realidad, debería
parecerse poco a escribir y leer una historia de ficción, y sí asemejarse, todo
lo posible, a transitar la vida, que es mucho más que escribir, y mucho más que
leer.
Bajo
esta premisa podría afirmarse que crear una novela como ésta supone el anhelo,
muchas veces desesperado, de trasladar la existencia tal cual, palpable, a ese
otro plano de la realidad, la hoja en
blanco, si hablamos de literatura.
Como
si desde ese estadio análogo a la realidad, se pudiera desentrañar algo más la
complejidad de ser y estar aquí, ahora. Cualquiera que sea la época y el lugar
en las que han tenido cabida ese “aquí” y “ahora” para tantos autores habidos y
por haber.
Es
obvio que Tony Morrison ha escrito una novela, como se escriben y publican
centenares todos lo días. Se cierra el libro, y ya está, ahí se queda todo.
Punto
final. No hay más.
Pero
eso no me vale, sí sucediera así, hoy mismo dejaba la lectura.
Desde
la consideración que me tengo como lector, no puedo quedarme ahí, y ya está.
Necesito
extraer la vida de ese libro, saber que, de alguna forma, la vida está apresada
entre las páginas, yo la busco, leo para buscar la vida, sea pasada, presente o
futura, de esta manera o de aquella otra, me da igual. La vida.
Y
cuando la encuentro allí, pues ya veré lo que hago… reír, llorar, salir
corriendo para estar solo, o no… si lo que deseo es besar a mi mujer, tumbarme
y cerrar los ojos, abrazar a mis hijas, pensar, o solo divagar, soñar, mirar a
las nubes, mirar a la gente, no querer ver a nadie… tal vez a las hormigas,
dudar, afirmarme, amar, quizás odiar, asustarme de mí, congraciarme de ser como
soy… conversar, callar, escuchar, o simplemente el silencio…
Si la
lectura no es nada de todo eso, o muy poco, hoy es el último día que abro un
libro.
Así
que voy a contar como Tony Morrison ha arrastrado la vida a estas páginas de
“La canción de Salomón”, como ha empujado la vida hasta aquí, al libro, como la
ha traído a golpe de riñón, de talento, inteligencia, imaginación, emoción,
indignación, satisfacción, sensibilidad, puede que gritando, desde luego
escribiendo, o puede que en silencio.
Sí, seguramente el silencio es lo mejor
para una escritora, pero la vida es mucho más que silencio, puede que la haya
lanzado hasta el libro soñando, incluso
dudando de sí misma, o no, reafirmada en lo que es…
Este libro tiene todo eso que es la vida, algo que parece un jodido lío y a
continuación se hace de lo más elemental.
Es
como si atraviesas una gran avenida atestada de tráfico, flanqueada por
escaparates comerciales, andar caótico de ciudadanos pendientes, o no, de sus
móviles, oficinas ocupadas por empleados que cumplen su misión como las hormigas
en el hormiguero, imponentes edificios acristalados, el estruendo de un avión
atravesando el cielo contaminado… el ruido de la civilización.
Y
doblas una esquina para dar con un solar abandonado, yermo, con dos yerbajos,
unos pocos cascotes y un gato durmiendo al sol, junto a un zapato roído que ya
no pertenece a nadie, más que al silencio… todo el vértigo de la civilización
engullido por ese silencio elemental y roído, un mundo flamante y vertiginoso
ignorado con desdén gatuno.
Decía
que la vida es mucho más que leer un libro, es verdad. Y sin embargo, también
es cierto que la vida es mucho menos sin los libros.
Tony
Morrison logra esa sensación palpitante, de letra transfigurada en vida, porque
tiene un dominio extraordinario de la situación narrativa, del ritmo, de la
tensión y la distensión, con una prosa que se agarra a la existencia como los
tentáculos de un pulpo a su presa.
La
perfección de sus personajes consiste en la imperfección que transmiten, en sus
incongruencias, en su excelsa humanidad aliñada con las miserias que arrastran.
Porque
hoy eres todo bonhomía y mañana tienes un pensamiento que te hace mascullar,
acusándote para tus adentros, de ser un cabrón… Todos somos así, divididos por la
luz del día y la oscuridad de la noche.
Tony
Morrison perfila a sus personajes de tal manera que, cuando crees que los vas
viendo previsibles, dejándote ellos ciertos señuelos… ¡zass! pasas un par de
páginas y te descoloca ese automatismo que te empuja a encajar tal o cual
personaje en este o aquel perfil.
Se ríe
de tu mirada viciada… pensará que lo previsible no es su escritura, sino tu
mirada.
Hay
que empezar cada libro con los ojos renovados, hay que esforzarse en esa
actitud.
Abordar
cada libro diferente con la misma mirada previsible… es perverso
Así
que Tony Morrison no escribe para que leas, sino para que presencies y sientas.
Cada
frase no es una posibilidad que te ofrece el libro, sino una posibilidad que te
ofrece la vida.
La
mejor literatura que he leído no es la me hace pensar en tal o cual técnica
narrativa, sino la que hace olvidar eso mientras lees…
Luego,
una vez concluido, si a uno le apetece estará muy bien comentar la construcción
del personaje, el punto de vista del narrador, si la elipsis está así o asá, o
lo que sea, pero mientras estoy inmerso en la historia, todo eso… me importa un
carajo.
En mi
caso, pues ya he señalado más arriba algunos aspectos narrativos, claro, está
bien así, del mismo modo que procedo ahora.
Su
escritura tiene mucho magnetismo. Por ejemplo, leo un fragmento en el que se
pone a describir, mediante un personaje magnífico, la tía Pilatos, la clave
para conseguir dos huevos pasados por agua perfectos… y logra mantenerte pegado
a la lectura como sí en esas líneas culinarias te fuera la vida, como si
estuviera revelando un momento fundamental
de la novela en la cocción de dos simples huevos.
Reviste
todo con una intensidad que se hace palpable para el lector, realmente
impresiona el dominio que tiene para mover de un terreno a otro las emociones,
para tensar y destensar la intriga, para inquietarte o apaciguarte.
Termino
con Lechero, con esa previsibilidad engañosa que deja deslizar Morrison en las
vicisitudes del protagonista.
Constatará
Lechero que las cosas son más complejas que un simple querer y no poder (ser
blanco).
La
vida es algo más que un color de piel.
Es
muchísimo más…