P. Castillo

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jueves, 29 de diciembre de 2016

Una nulidad de hombre. Fatos Kongoli (Elbasan, Albania Central, 1944)

Libro. Editorial Siruela (Nuevos Tiempos Siruela), 2013. Traducción de Ramón Sánchez Lizarralde y María Roces González. 171 páginas.







Fatos Kongoli, la presencia de ese nombre contundente captó enseguida mi atención... Fatos Kongoli, lo repetía porque me gustaba la sensación fónica que brotaba de su imponente sonoridad.

Al instante trato de aventurar el origen, Fatos me suena a griego, pero Kongoli, supongo que por similitud a Congo, a africano.


Después simplemente voy a la contraportada y resuelvo el misterio.

Ni lo uno ni lo otro. Es albanés. Ah... ya, musito.

¿Quién iba a pensar en Albania? Si acaso nos llega alguna tímida referencia de su más ilustre autor, Ismail Kadaré. Así pues en cuanto a todo lo demás, puntos suspensivos...

Es estimulante que su literatura no se agote con el premiado Kadaré (en España obtuvo el Príncipe de Asturias de Las Letras, año 2009).


Albania, un país del Viejo Continente situado en la región de los Balcanes. Por su ubicación podría decirse que nunca está demasiado lejos del resto de países europeos, pues bien, personalmente me parece atisbarlo a millones de años luz del continente, pienso en una realidad que se dirime en otra galaxia, en otros confines. 


Como Blancanieves, "La bella durmiente", desde aquí en el sur de Europa, Albania se desdibuja en mi mente por considerarla sumida, también, en un profundo sueño. Ese lugar "exótico y remoto", pese a sus escasas 02:50 h de vuelo desde Madrid.


Con toda probabilidad, es el mutismo y aislamiento que padeció por la atroz dictadura de Enver Hoxha lo que provoca esa apariencia de existencia difusa de todo aquello, igual que un espejismo en el desierto. 


Las dictaduras operan así, infligen una violencia definida y concreta a su pueblo, sin embargo el resto del mundo solo parece ver espejismos de esa realidad, y los espejismos deforman nuestra percepción.


Todo un país soterrado bajo la dictadura comunista más misteriosa y opaca de cuantas surgieron en El Telón de Acero. Los "arquitectos" del mal son expertos en tornar invisible aquello que construyen. 

Lo que no se ve, no existe. Se dice ¿Y ya está? Pues no. Tenemos los libros, afortunadamente.

Hete aquí a F. Kongoli. Nos propone un interesantísimo viaje a ese reducto brumoso, la capital albanesa, Tirana, en la década comprendida entre  1960 y 1970. 

¿Cómo negarme a tamaña propuesta?

Perfecto, cierro los ojos y traspaso esa nebulosa fascinante que crean los libros para que uno ponga los pies en otro tiempo y lugar...




Atravesado el limbo, un halo siniestro me invade como un escalofrío en mis primeros y alertados pasos. Estoy en Tirana. Siento en el comienzo de los primeros fragmentos, con esa prosa seca y directa, brillante y afilada como una navaja en la noche, la permanente inquietud de quien se sabe objetivo vigilado por innumerables perros de presa. El ambiente que recrea Fatos Kongoli es de una opresión palpable.

Sí, nada menos que en Tirana, tan esquiva a las miradas foráneas, cual roedor hibernando en algún rincón oscuro e inhóspito del bosque invernal.

Y, para rizar el rizo, si Tirana es el "extrarradio mental" de Europa, Fatos Kongoli nos lleva, a su vez, al extrarradio de Tirana, o sea, al extrarradio del extrarradio. De ahí es el protagonista, Thesar Lumi, y quienes le acompañan en ese periplo que circunda los límites del límite. Donde el polvo fabril tiñe las feos bloques de viviendas obreras con ese gris apagado y triste, y va cubriendo todo, los corazones y esperanza de sus moradores, la vida misma.

Veamos la síntesis de la contraportada:

"En marzo de 1991, Thesar Lumi, residente en una pequeña ciudad próxima a la capital, se sube a un buque en Durrës igual que otros miles de personas para huir hacia Italia. Pero, en el último momento, cambia de idea y se baja. Para él es demasiado tarde...
Durante su regreso a la capital, Thesar revivirá, con un crudo relato, los hitos que marcaron sus años de juventud en las décadas de 1960 y 1970. Violencia, delación, racismo, amor oculto, miedo, corrupción...
Jamás se había con tanto realismo la sociedad desesperanzada y claustrofóbica de la dictadura de Enver Hoxha."

En esa ciudad sin nombre (no aparece), es donde viven hacinados víctimas y verdugos, éstos últimos ya sean funcionarios del gobierno o vecinos delatores. Los perros de presa que decía, dispuestos a destrozarte la vida, sin miramientos, a la mínima oportunidad que les des. Unos y otros sienten el aliento, indistintamente alcoholizado, sobre sus cogotes.

Es donde se ha criado Thesar, donde vive. Esa nulidad de hombre que hace referencia al título es, de hecho, una letanía que Thesar dice para sí mismo, se siente así. 
Sin embargo ojo, no es en el sentido de una persona apocada, anodina, sin iniciativa alguna, no. Más bien se refiere a la opción de caminar siempre al borde del precipicio, de desestimar las pocas oportunidades que se le presentan para cambiar su suerte. Incluso llega a rechazar el amor que le entrega la mujer que ama. No es que obre así por ser ignorante, que no lo es, solo por temerario y desesperanzado. 

Por lo demás es un tipo duro a la fuerza, aunque pertenece a la minoría instruida del barrio, pues llegó a la universidad aunque sin concluirla, sería expulsado por sus "amistades peligrosas". Así lo consideró el funcionariado corrupto... un perro de presa más que el régimen pasea con collar de púas, hay que intimidar, devastar psicológicamente al contrario hasta reducirlo a su condición de rumiante, uno más del inmenso rebaño ovejuno. 
El problema, o la virtud, que tiene Thesar es su actitud siempre desafiante hacia quien ose importunarle, ya sea un desarrapado o una alta instancia del régimen. No titubea a la hora de escupir en la cara a un policía matón que lo instiga en comisaría, aun sabiendo que acabará malherido por la paliza. Mal asunto sin duda. Es su actitud suicida lo que desconcierta a quienes lo rodean. No en vano la idea del suicidio revolotea por su cabeza una y otra vez.

Así las cosas, solo queda volver al barrio y la casa paterna, rodeado de gitanos como él mismo dice, aunque alguno es amigo. Ahí, donde la interminable noche es iluminada con el filo de las navajas y las miradas acechantes, camufladas en la oscuridad, tienen más filo que un cuchillo.

A propósito de las cavilaciones de Thesar rememorando su juventud:

"Comenzó entonces mi doble vida, con un perpetuo complejo de culpa. Y el sueño que comenzó a cuajar en mi interior, como vía de escape, fue el de la fuga. Pero no de la fuga física, cuyo efecto ya había conocido. Me fugué a mi interior, a los territorios de la soledad. No existe fuga más amarga, pero tampoco más segura" (p. 37).

Excepto para unos cuantos elegidos, la supervivencia es una mera rutina fisiológica, ya que las palabras, aquello que se pronuncia con un sentido determinado y se razona, hay que seleccionarlas con extremo cuidado. En esas solo queda levantarse, comer, trabajar hasta dejarse la salud en la fábrica, y volver para acostarse. Mañana será igual, o peor.

F. Kongoli, sitúa a sus personajes en un mundo al que solo se viene a sufrir, a padecer mientras van pasando las semanas, luego los meses, los años. Hasta que un día mueres, y punto.
En ese escenario sórdido que recrea el escritor, hay algunos que obtienen un efímero consuelo al llegar la noche, entonces se atrincheran en el catre, se cubren con la manta y cierran los ojos. Escapan de su existencia. Hay lugares bellísimos... lo han visto en un sueño. 

El escritor nos sorprende con un estilo narrativo que elude la violencia explícita, eso sería lo fácil debió pensar, y sin embargo solivianta leerlo. Porque más allá de un asesinato, paliza o violación, que lo hay, es el poso que ello deja en el alma, eso permanece aun cuando el muerto es un esqueleto ya roído.

Y sobrecoge más presenciar como el polvo de la cementera, la gran fábrica de la ciudad y donde acaba Thesar tras su expulsión universitaria, ese monstruo de hormigón como magníficamente nos hace ver el autor, va engullendo con sus mortíferas partículas, lenta pero inexorablemente, a la ciudad, impregnando de un gris sucio la vida de sus habitantes, hasta que ya nada ni nadie se distinga en esa atmósfera irrespirable. 

El propio Thesar lo afirma; la muerte en vida es una tortura, la muerte de los muertos... es un sueño eterno. 

jueves, 1 de diciembre de 2016

Maldito amor. Rosario Ferré (Puerto Rico, septiembre de 1938 – febrero de 2016)

Libro. Editorial Emecé, 1998. Primera edición en 1986. 253 páginas.



Fortaleza, Viejo San Juan. Puerto Rico.


El gran compositor Hector Berlioz refería esto: “Se dice que el tiempo es un gran maestro; lo malo es que va matando a sus discípulos.”

En un sentido menos siniestro puedo decir que estoy sometido a una seria hambruna de tiempo, aunque no me matará de inanición. Lo que explica mi escasa presencia en el blog. A decir verdad, algunas horas  sueltas siempre acuden a tu rescate, pero esas las dedico, después de la familia, a leer y pasear, así que no había más remedio que robárselas al blog. Sin embargo otro contratiempo de impredecibles consecuencias está ya al caer, estamos inmersos en plena fase de mudanza domiciliaria, por fortuna la distancia no va más allá de unas cuantas calles, pero es un incordio considerable y la conexión a internet, en la nueva casa, ha de pasar por una fase burocrática y logística inevitable, así que seré un vagabundo virtual durante algunas semanas. Esperaremos.

Maldito amor. Rosario Ferré.




Algo que siempre tengo que agradecer a mucha, y excelente, literatura latinoamericana, en este caso caribeña, es la riqueza léxica que despliegan en sus historias. Esto se comprueba rápido cuando el viajero de acá (España), aterriza allá y constata que hasta la persona de más humilde condición, habla un castellano con tal pulcritud y corrección que causa mi desconcierto al  pensar que a este idioma hermoso se le degrade tanto en su propia cuna.
Si tuviese que definir con una palabra la prosa de esta escritora escogería “exuberancia”.

Puerto Rico es una isla caribeña, y aunque eso implica varios matices, hay un impacto inicial que provoca en el visitante, la admiración por eso mismo, la generosidad de su naturaleza, una orografía muy heterogénea; llanos, cadenas montañosas, litoral con escarpados acantilados, o de apacibles e idílicas playas. Después las lluvias, haciendo del cielo un acto de contemplación que alienta en cualquiera el deseo de ser poeta. El agua suele caer como si fuera “El diluvio universal”, para luego dar paso a una plomiza  “calma chicha”.

Miles de especies vegetales, árboles impresionantes que se adentran en el mismo San Juan, ahí está el imponente Jagüey Colorado, un sinfín de aves y fauna exótica, por ejemplo las impresionantes iguanas que sueles encontrar a cada rato, ya sea en la ciudad o en pleno campo.

La geografía humana es igual de variopinta, en definitiva un peculiar cóctel (son los inventores de la piña colada), del que acaba bebiendo el imaginario colectivo de sus habitantes, ¿y qué es la buena escritura sin la base de un imaginario individual, y por añadidura colectivo, rico y extenso?

El cruce, la mezcla, todo aquello que sea antítesis de la endogamia intelectual, debería “parir” excelente literatura, y este es un buen ejemplo, como en el mismo sentido lo fue si hablamos de Gabo, Cortázar, Cabrera Infante, Llosa, etc, etc.

Rosario Ferré hace una fotografía social de esas que solo la literatura puede reflejar, poniendo el foco en la cotidianidad y otros gestos desapercibidos en los grandes tratados. Tiene un evidente interés histórico, pues las familias terratenientes de origen español, quedan perfectamente retratadas en sus usos y costumbres de ricos azucareros, tabaqueros, cafeteros y productores de ron. Y en  un aspecto más crudo de lo que muchas veces por  aquí nos ha llegado, exhiben sin reparos el racismo verbal y social hacia todos aquellos peones, sirvientes o simples convecinos de piel oscura o “moracha”.

Tiene mérito esta excelente escritora en plasmar sin titubeos el ambiente real de aquella época, lo aclararé.

R. Ferré es hija de una ilustre familia puertorriqueña descendientes de aquella estirpe, “honorables familias españolas”, influyentes hacendados aposentados en sus elegantes mansiones coloniales , siempre con el estigma hacia el bracero, esa mano de obra con la piel oscura, el pueblo llano en definitiva, a quien consideraban descaradamente inferior e indigno de formar familias con aquellos “hidalgos hispanos”, cual Quijote, afectados de ínfulas nobiliarias.

Si bien ninguno pertenecía a la vieja nobleza española, no tardaron en cuanto llegaron a la isla e hicieron fortuna, en representar una burda, grotesca y patética imitación del rancio abolengo y noble latifundista que siempre les ninguneó en la Madre Patria. Cuando no atribuirse falsamente unos antiquísimos y señoriales orígenes.

La sucesión de acontecimientos, sobre todo trifulcas, entre los miembros de una misma familia, y de éstas con otros clanes rivales es trepidante, lo que redunda en un ritmo narrativo muy vigoroso, una lectura muy viva, impactante que no atropellada, de estímulos visuales, olfativos, táctiles a flor de piel...

Una narración que se disfruta porque apela a los sentidos, y aunque parece escamotear el acto reflexivo también otorga la posibilidad, pero no siempre te lo brinda en bandeja, porque estás apabullado con esos aromas y tonalidades, acaloramientos verbales, reacciones viscerales… es decir, un léxico que cae sobre el lector como los chaparrones tropicales, cuando el cielo caribeño literalmente se resquebraja sobre todo lo que hay debajo.

Después llega la calma aplatanada en la isla, que es como decir en el libro, y ese masticar lento de las palabras, ese acto rumiante que el lector hace con los conceptos, preludio de la reflexión en obras más… ¿abstractas? aquí también ha lugar.

Y te deleita con su exquisita escritura en otros aspectos, como la muerte:

“La muerte de mi padre me enseñó una lección terrible, don Hermenegildo: nuestro amor por los muertos, como los témpanos, solo puede medirse por el tamaño de nuestro resentimiento. En la superficie todo anda bien, navegamos la mar, la mar en calma, pero con el tiempo los recuerdos de las injurias que hemos sufrido a manos de nuestros muertos queridos se van depositando, adhiriéndose unos a otros al fondo insondable de nuestras conciencias, como un sedimento turbio y mortal. Comenzamos a pensar entonces en todo lo que, por pudor o respeto, nos callamos y no les dijimos en vida, y esas verdades comienzan entonces a enconarse al fondo de nuestros corazones, a formar lentas pústulas de odio, o, lo que es lo mismo, llagas que supuran un amor mortal. Los vivos tenemos entonces que comenzar a desembarazarnos de nuestro muertos, que comenzar a olvidarlos; tenemos que empujarlos tiernamente a un lado, o arrancarnos con violencia ese abrazo de hielo con el que intentan hundirnos, (…)”

Así escribe Rosario Ferré. Magistral.

El torrente te arrastra, la lectura se desarrolla con la furia de un aguacero caribeño (son impresionantes), y hay que dejarse empapar. Ahí nadie usa paraguas para las lluvias, solo para protegerse del sol mientras acuden a la iglesia.

Me gusta “algo” que entreveo en esto último que cuento, puede ser una bonita metáfora, como en el chaparrón, también con los libros hay que “dejarse empapar” , que las gotas (las palabras) penetren por los poros,  ser permeable a la lluvia y a las palabras que nos aguardan en los libros. A veces leer es como dejar que la lluvia empape todo tu cuerpo y sentir a las gotas surcando tu piel.

Volveré por aquí, no dejaré de visitaros, también sois como esa lluvia vivificante que, por escasa y preciada, nunca dejo de buscar.