El
Pabellón de Oro (1966), Yukio Mishima.
El
libro pertenece a la Colección de Clásicos Contemporáneos Internacionales. Ed.
Planeta 1999. La traducción es del escritor Juan Marsé que,sin el dominio de la
lengua nipona, lo tradujo, a su vez, del francés. No es lo mejor que puede
ocurrir, desde luego, pero si se le perdona algún defecto podemos decir que en
el libro se respira el “universo Mishima”.
Cuando
uno se acerca a la biografía de Yukio Mishima (Tokio, 1925 – 1970), hay un
hecho que resplandece sobre el resto, quizás porque fue el último. Se quitó la
vida mediante el suicidio ritual samurái cuando tenía cuarenta y cinco años.
Es
imposible adivinar que ocurre en la mente de este escritor cuando se enfrenta a
una hoja de papel y empieza a escribir, sabiendo,como sabemos, su trágico
final. Ignoro si escribía junto a una catana soñando con una muerte gloriosa
o,simplemente, escuchando y contemplando el zumbido primaveral de las abejas en
su itinerante búsqueda de néctar, tal vez ninguna, o las dos. La última
posibilidad no es descabellada, pues en el alma japonesa convive con pasmosa
facilidad la idea de abandonar este mundo en un acto voluntario y honorable y,
a la vez, el culto a la vida hasta en los detalles más nimios, en los seres
vivos más fugaces, todo eso lo contempla un japonés en una sola la mirada.
Por
tanto, Yukio Mishima se recrea en esos pequeños matices,con frecuencia,
indiferentes para la mirada de un occidental, la descripción minuciosa de
pasajes que tienen como escenario la naturaleza, y añaden unas notas de
lirismo, contrapesando la angustia de sus personajes. Eso es constante en su
obra, y ese matiz es el que muchos interpretan,interpretamos, y no puede ser de
otra manera en nuestra percepción occidental (mentira, si puede ser), como
“lectura lenta”, “libro lento”. Bueno, solo es “lectura oriental”, “libro
oriental”. Será que su mirada y la nuestra ante la misma primavera nunca será
igual. Eso debe ser.
Hay
en este libro una sensación de profunda soledad ante la vida, de sentir, como
refería Schopenhauer, los dolores del mundo. Hecho que se torna más acuciante
cuando es un niño, apenas un adolescente, quien transita por esta senda plagada
de grietas, sin llegar a asumir del todo que la vida suele desentenderse de
nuestros deseos, en definitiva, el dolor de estar en este mundo, lo que tú
anhelas... y lo que la vida es.
Mishima
fue un ser enigmático,contradictorio, en continuo desasosiego. Estamos ante uno
de esos escritores cuya vida y obra parecen almas gemelas, no sabemos donde
termina una y empieza la otra.
El
sesgo autobiográfico que discurre entre los párrafos de sus libros, es como el
símbolo de un hierro candente que marca la piel de sus personajes, éstos no
pueden desasirse de lo que fue Mishima, y se ven atravesados por una eterna
insatisfacción, quieren vivir bajo un ideal que siempre se les escapa de las
manos, de ahí la angustia que exhalan.
Eso se refleja en los ojos oscuros de Mizoguchi, así observa el Pabellón de Oro, y se detiene en la imagen reflejada en el el estanque, más bella aún por la ondulación de los destellos dorados. Más inalcanzable, pues basta el zambullido de una libélula para reducir el Pabellón a unas pocas ondas que mueren en la orilla.
El
joven Mizoguchi, protagonista principal, es un chico acomplejado por su
tartamudez y su escaso atractivo físico, vive encerrado en su mundo.Y nos lo va
a contar él, nada menos. De hecho la narración tiene sus principales brotes en
los monólogos del protagonista acerca de las cosas que le rodean.
La obra
gira en torno al vínculo enfermizo que Mizoguchi estable con el Pabellón de Oro
que, bajo la supervisión del prior, acogerá al joven para su preparación y
futura ordenación como sacerdote del mismo. La imagen del templo reflejada en
las aguas del estanque representa la idea de perfección, de belleza sublime en
la que el frágil Mizoguchi busca refugiarse para dar un sentido a su errante
transitar. El Pabellón de Oro es, pues, una metáfora que simboliza ese mundo
ideal como único destino posible para él.
La
presencia de Uiko, una bella muchacha a la que Mizoguchi amará desde el
silencio de unas palabras que nunca llegan a nacer, condicionará, a partir de
unos hechos traumáticos, su forma de entender el amor en años venideros.
Mientras
reside en el templo, su vida se entrelaza con la de dos personajes que le
influyen, Tsurukawa tiene un alma limpia, es un ser carente de pensamientos
turbios, y para Mizoguchi es la “balsa” donde permanecer a salvo de las
turbulencias. Kashiwagi es lo opuesto, representa lo siniestro, los lados
oscuros del alma, la excitación de una vida siempre desafiante,bordeando el
peligro.
Sin embargo, nada de esto alejará a Mizoguchi de su obsesiva fascinación por el Pabellón de Oro. Bajo ese influjo acontecerá la infancia y adolescencia del joven, hasta que su obsesión por ese ideal de perfección y belleza llegue hasta las últimas consecuencias. Solo puede haber un final para el Pabellón, sucumbir en una catarsis que Mizoguchi entiende como una purificación de su propia existencia.
Mishima
era un gran admirador de Dostoievski y eso se refleja en toda la obra del
japonés... lo que no tengo claro es si hay algún personaje ficticio de
Dostoievski que supere el drama real de Mishima, dicho de otra manera, la vida
siempre es menos condescendiente que la literatura.
Un perro solitario,deambulando entre la indiferencia y el absurdo de los paseantes es quien nos revela el pesar de Mizoguchi, el de Mishima,el de toda su obra:
“En
este momento pasó un perro negro,perdido en medio de la muchedumbre nocturna.
Era un perro de aguas, acostumbrado, al parecer, a circular por las negras
regiones del mundo, ya que se deslizaba hábilmente entre las piernas de los
transeúntes (…) entre uniformes militares y trajes femeninos de vivos colores.
De vez en cuando se paraba frente a una tienda. (…) Pude ver su cabeza (...)
era tuerto, y en el ángulo de su ojo reventado, humor y sangre coagulada
formaban un poso de color ágata. El ojo intacto tenía la mirada fija en el
suelo (…)
¿Qué
había de interesante en aquel perro para captar mi atención de tal modo? No lo
sé. ¿Quizá porque transportaba obstinadamente consigo, a lo largo de su
vagabundeo, un mundo totalmente distinto al de aquella calle animada y llena de
luz? “
He leído de este autor Confesiones de una máscara y me pareció una obra que lleva a la reflexión y a hacerte preguntas sobre los múltiples temas que aporta en la novela. Me gustó especialmente su bella, y a veces morbosa, prosa poética, que pone al descubierto los recovecos de un alma y un carácter contradictorio que pretende ser sincero a pesar de ser tan sólo una máscara. Muy interesante.
ResponderEliminarParece que Mishima parte habitualmente de sus propias vivencias y que sus novelas tienen mucho de autobiográficas. Me dejó la misma impresión que tú destacas de forma magnífica cuando hablas de la ... eterna insatisfacción, quieren vivir bajo un ideal que siempre se les escapa de las manos, de ahí la angustia que exhalan.
Saludos!!
Gracias por el elogio Laura. Tener un libro de Mishima entre las manos resulta inspirador. Si, la contradicción forma parte de la naturaleza japonesa, es uno de los países, tecnológicamente hablando, más avanzados del mundo pero, por otra parte, sigue siendo un pueblo profundamente anclado en la viejas tradiciones sociales como el respeto reverencial hacia los ancianos, el viejo código de valores éticos y morales heredado de sus diferentes épocas imperiales, lo que confiere, todavía, un papel testimonial a la mujer en muchos aspectos de la vida, es una sociedad patriarcal, por tanto machista, en otro orden de cosas tienen la ceremonia del té… En fin, conviven extremos tan opuestos en la mente de un japonés que la escritura se ve abocada ha mostrar toda esa esquizofrenia. Cuídate.
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