P. Castillo

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sábado, 7 de marzo de 2015

Tierras del Ebro.
















No puedo evitar cierta reticencia al plantear mis impresiones lectoras en relación a determinadas corrientes literarias. El universo particular de un escritor es algo fuera de nuestro alcance. La crítica puede disertar sobre el estilo y las premisas lingüísticas de las palabras utilizadas, pero el "mundo" que esas palabras encierran pertenece a la cosmovisión del escritor, nunca podrá ser el "mundo" del crítico. Con ello no pretendo deslegitimar el ejercicio de la crítica, solo digo que ésta no puede erigirse como un juicio sobre la totalidad, por esas parcelas inaccesibles para el crítico.

Tierras del Ebro (1931), escrita desde la deslumbrante sensibilidad de Sebastián Juán Arbó (1902 - 1984), encajaría, si echamos mano de los ismos, en la denominada novela costumbrista. Es cierto que la descripción de usos y costumbres de los campesinos arroceros del Ebro está ahí, pero circunscribir la dimensión de lo que allí ocurre, de la narración en definitiva, a un terreno acotado por los ismos es una comodidad en la que no me seduce apoltronarme.

Tierras del Ebro habla de cómo la vida se va escapando de las manos, lenta pero inexorablemente,  sin haber concedido una oportunidad a lo que verdaderamente da sentido a la existencia, al menos a la de los personajes del libro, el amor profundo de un padre hacia el hijo, afecto que el padre escatima en su enfermiza cruzada contra la ingratitud que la vida le ofrece.

La prosa de Sebastián J. Arbó hace gala de un lirismo arrebatador, no recargado o barroco, sino que parte de una elocuencia descriptiva que, más que las palabras, son los mismos sentidos los que describen cada situación, ya sea la visión del paisaje, o el transcurrir anodino de los campesinos en el arrozal.

Hay en la obra un manejo magistral de los silencios, el silencio es un elemento que vertebra toda la narración, el silencio que preside la relación entre el padre y el hijo, el silencio instalado en la soledad del campo, incluso  la muerte acontece en el silencio más sobrecogedor, porque la vida se va apagando  en las horas previsibles de los días iguales, de la llegada invariable del calor cada verano y el frío cada invierno, sin más ambición que levantar la azada para hundirla en la tierra, jornada tras jornada, año tras año, ante el mismo horizonte, ahora nublado, mañana abrasador, hasta que una tarde tranquila la mano encallecida no vuelve a sostener la azada.

La fuerza todopoderosa del narrador omnisciente adquiere en esta obra su máxima expresión. Sebastián J. Arbó es un escritor de enorme talento y el uso que hace de este recurso revela una maestría excepcional.

Tierras del Ebro es la historia del oculto y profundo amor de un padre hacia su hijo. Un hijo que jamás llegará a sospechar el verdadero sentimiento que su padre le profesa. Un padre embrutecido por los golpes de la vida, por la muerte de la esposa y madre de su hijo, el pequeño Joanet. Juan, el padre, se enfrenta a la fatalidad de su suerte con un estoicismo que le hace renegar de su naturaleza sensible, de los gestos de ternura que la mirada, cada vez más ausente, de Joanet parece mendigar. Como si la miseria de la vida retase al recio campesino y éste respondiese mostrándose impasible ante el sufrimiento, ante el amor. 

No caben contemplaciones para quien trabaja de sol a sol sin mostrar un síntoma de debilidad, pero, ¿hasta cuando?

El embrutecimiento progresivo del padre irá sembrando el rencor y el odio en el lastimado corazón del hijo. Tras un fatídico accidente, la desaparición de la figura materna, idolatrada por ambos,  supone la muerte en vida del padre, hasta el punto de empujar el amor por el chico hacia el abismo, al más destructor de los silencios, a la ausencia de la ternura y las caricias que el pequeño anhela. 

Y así crecerá Joanet, entre el miedo, la soledad y el silencio que han ocupado el espacio vital que dejó de habitar la madre. El despertar amoroso de Joanet, se debate entre el impulso incontrolable de la juventud y el estigma de una infancia carente del abrazo fuerte y tranquilizador del padre, de la caricia suave y el beso de buenas noches. Con ese bagaje el joven asiste a sus primeras experiencias amorosas.

La muerte puede ser una despedida agradecida ante lo bueno que la vida tuvo a bien ofrecerte, un acto de reconciliación. Pero también puede acontecer en la más absoluta indiferencia, como si todo y todos hubiesen ignorado tu existencia, sin más compañía final que el silencio y la imperturbable soledad del campo, aunque al día siguiente el petirrojo vuelva a cantar, posado en la rama del sauce, ante la vida extinguida sobre la hierba de un hombre que negó su amor.

Sebastián J. Arbó escribió Tierras del Ebro con veintinueve años, ya entonces era capaz de tales sutilezas:

" Todo el valle era un murmullo de agua corriente y un brillar de reverberaciones de sol entre los chopos. Sobre el valle, sobre los arrozales, la amplia noche, la sucesión de noches infinitas, el parpadeo inextinguible de las estrellas. tal es el ámbito, tal la dimensión. 


Entre ambos planos paralelos, la vida humana; pequeña vida ferviente que se extingue y reanuda con el tránsito levísimo de las horas, los días y los siglos sin dejar rastro alguno en el arrozal, en la acequia, en los canales que desembocan inexorablemente en el mar; sin dejar rastro alguno en la eternidad sonora de la noche y de los campos de arroz, mosaico dibujado por el susurro interminable de diminutas y mortales palpitaciones; el bullir incesante de las estrellas en el techo profundo, el croar de las ranas, obsesionante en la balsas, el amor, el amor que pulsa en las venas de los hombres. 

Fugaces estelas, hombres y mujeres bracean contra la abrumadora soledad, y el latigazo de los tiempos los devuelve a la espesura de los rumores, levantada con savia e ímpetu vegetal; hienden entonces la azada, ateridos, contra la fresca tierra, como contra una carne enemiga y cercana, contra su única proximidad".

Una bellísima novela.

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