La inteligencia de las flores. Maurice Maeterlinck
(Gante, Bélgica, 1862 – Niza, Francia, 1949)
Libro. Ediciones Orbis, 1988. Colección: Jorge Luis
Borges. Biblioteca personal. Prólogo de Jorge Luis Borges. Título original: L´intelligence
des fleurs (1907) . Traductor: Juan Bautista Enseñat. 261 páginas. Ensayo.
Fotos realizadas por Paco Castillo.
“Una cosa bella no muere sin haber purificado algo.
No hay belleza que se pierda” (p. 256).
Si existen proclamas que sirvan al mundo para
consolarse de tanta vulgaridad o chabacanería, la escrita arriba tendría su sitio
en el Olimpo.
Sucede que nuestros ojos, empachados de tanta
mediocridad, se han acomodado a la presencia de este inmenso desguace con cosas
inútiles, pensamientos y palabras vacías, un arrabal de escombros que no deja
de extenderse sobre nuestra cotidiana realidad.
Nuestra mirada parece desdeñar todo aquello que se
manifiesta sin estridencia, sin ruido, por no hablar de todo lo minúsculo que,
por su misma condición, juzgamos irrelevante.
La insignificancia de aplastar una hormiga con el
pie es proporcional a la medida de tu humanidad.
Lo comentaba hace poco en el blog de María (Junto a
una taza de té). Nuestra mirada necesita posarse en lo esencial; así es, en una
flor, en un rostro querido, en ti mismo, en el mar, en las nubes, en las
estrellas, en el vuelo de un pájaro, en un libro, porque los libros te piden
que los observes casi tanto como leerlos.
Éste, el de Maeterlinck, tiene el noble propósito
de liberar nuestra mirada de ese desguace lleno de herrumbre y, aunque sea por
un tiempo, situarla ante todo lo que una vez, hace ya miles de estaciones, la
conmovió.
“La inteligencia de las flores” es un conjunto de
ensayos sobre el sentido profundo de la vida. El título del libro es el que da
paso al primer ensayo, el más extenso de todos.
Vayamos al primer capítulo.
A través del desafío que la vida representa para
las flores y los insectos que viven vinculados a ellas, sus peculiaridades y
asombrosas capacidades para sobrevivir y evolucionar en la tierra, Maeterlinck
lo que hace, en realidad, es desarrollar todo un tratado filosófico extrapolable
al género humano.
De tal suerte que el tránsito de las flores por la
vida es una analogía del nuestro, que dicho sea, es más imperfecto que el de
las plantas.
Ya nos gustaría hacer gala de la misma inventiva
para seducir a alguien que la empleada por las orquídeas para atraer al
insecto, y echarle ese “polvo mágico” (a buen entendedor, pocas palabras… Al
menos por estos lares) para fecundar a otra orquídea.
Tenemos ante nosotros una exquisita y sugerente
“filosofía de las flores”. Y nos permite indagar en nuestra naturaleza humana,
así como alentar la imaginación.
Las flores nos han enseñado comportamientos,
tácticas y diseños que no hemos dudado en aplicar a nuestra vida y modelos
sociales.
A pesar de que Maeterlinck, con lógica prudencia,
deja claro que no es un experto en botánica y que sus conocimientos no
pretenden competir con los del científico especializado, el dominio que
despliega sobre dicha materia es apabullante.
Pero lo más atractivo es que, con un rigor
científico, nos cuenta sobre las flores con la mirada de un poeta sin perder la
perspectiva filosófica… ¿Vaya conjunción, no? Inclasificable, impresionante,
estimulante.
Se puede considerar a Maeterlinck más dramaturgo
que poeta, más poeta que dramaturgo, o por encima de eso un filósofo. Todas las
consideraciones son válidas.
El Simbolismo ejerció una gran influencia en su
obra poética, teatral, ensayística o filosófica, y el estilo narrativo de este
libro, con una prosa poético-filosófica, es una prueba de ese influjo.
También destaca por su visión panteísta de la
existencia, es decir, no es tanto la evidencia de un dios omnipotente, sino que
todo está imbuido de un halo divino.
Ese simbolismo le hace poner en duda que el hombre
posea una inteligencia per se, idea que encuentra de un arrogante
etnocentrismo.
Más bien se pregunta si el hombre, como todas las
cosas que hay sobre la tierra y en torno a ella, no participa de una
inteligencia primigenia que mantiene el complejísimo equilibrio en el que todo
se sustenta.
“Se me figura que no sería muy temerario sostener
que no hay seres más o menos inteligentes, sino una inteligencia esparcida,
general, una especie de fluido universal que penetra diversamente, según sean
buenos o malos conductores del espíritu, los organismos que encuentra.
Los que las flores acaban de ofrecernos (indicios
de inteligencia) son probablemente pequeñísimos, comparados con los que nos
dirían las montañas, el mar, las estrellas, si sorprendiéramos el secreto de su
vida.” (p. 72)
Después de leer este primer un ensayo, uno piensa
en el moderno ecologismo y constata que fueron intelectuales, como Maeterlinck,
quienes pusieron los cimientos sobre los que se desarrolló el compromiso
medioambiental en su dimensión actual.
Pero el autor no se detiene en el reino vegetal, ni
mucho menos. La lista de ensayos es tan variopinta como peculiar. Lo mismo
ensalza al “Rey Lear” de Shakespeare, obra a la que dedica todo un ensayo, que
hace un “Elogio del boxeo” en otro capítulo, proponiendo que si ha de haber,
inevitablemente, violencia en el mundo, porque es inherente a nuestro ser,
debiera ser el boxeo el que dirimiese todas las contiendas humanas, por ser la
lucha más noble, si cabe tal distinción. Extravagante este Maeterlinck…
La clarividencia con la que se expresa el dramaturgo
y poeta belga (también premio Nobel, 1911) es prodigiosa, no es de extrañar que tuviese en Borges a un
rendido admirador. Su estilo narrativo brota, sin duda, de su alma poética
tocada por el simbolismo.
Otro de los ensayos más… extraños, en principio;
“La medida de las horas”.
Maeterlinck nos comenta sobre el tiempo que rige a
la naturaleza y al destino humano. Señala lo pertinente de un determinado
medidor del tiempo para cada estado de ánimo asociado a las estaciones y a los
asuntos de la vida, como el trabajo y el ocio.
“Cuadra, por ejemplo, que nuestros meses laboriosos
y nuestros días de invierno, días de cuidados, de negocios, de apresuramientos
de inquietud, sean estricta, metódica y ásperamente divididos y registrados por
los rodajes, las manecillas de acero, los discos esmaltados de nuestros relojes
de chimenea, de nuestras esferas eléctricas o neumáticas y de nuestros
minúsculos relojes de bolsillo. (…)
Por otra parte, para nuestras horas, no ya
indiferentes, sino realmente sombrías; para nuestras horas de abandono, de
enfermedad y de sufrimientos, para los minutos muertos de nuestra vida, echamos
de menos el antiguo, el triste y silencioso reloj de arena de nuestros
antepasados. (…)
En los días tristes del pensamiento humano (…), el
reloj de arena era (..) una medida que ninguna otra hubiera podido reemplazar
(…)
No precisaba el tiempo, lo ahogaba en la arena. (…)
Los minutos caían en polvo, aislados de la vida
ambiente del cielo, del jardín, del espacio, reclusos en la ampolla de vidrio
como el fraile que se hallaba en su celda, sin marcar, sin nombrar ninguna
hora, sepultándolas en la arena fúnebre, mientras los ociosos pensamientos que
veleban sobre su caída incesante y muda se iban con ellas a juntarse con las
cenizas de los muertos.
Entre las magníficas riveras del ardiente estío,
parece mejor saborear la animada sucesión de las horas en el orden en que las
señala el astro mismo (…). En esos días más amplios (…) no tengo fe ni me
atengo más que a las grandes divisiones de la luz que el sol me nombra (…)
(p. 82-83).
Y aquí llegamos al fragmento que considero más
impactante, del ensayo que lleva por título “El accidente”. Sí, los instantes
previos de un accidente… Quisiera escribir algo más sobre esto, pero la visión
que me ofrecen estas palabras obnubilan mi mente, ahí va, respirad hondo:
“Supongamos pues que hemos partido al despuntar la
aurora de un hermoso día, en un automóvil, en bicicleta, en motocicleta (…)
poco importa el vehículo para el acontecimiento que se prepara; (…)
De pronto, sin motivos, en un recodo del camino, en
medio de la ancha y larga carretera, al principio de una bajada, acá o acullá, a
la derecha o a la izquierda, agarrado el freno, la rueda, la dirección,
obstruyendo súbitamente todo el espacio bajo la apariencia falaz y
perfectamente transparente de un árbol, de un muro, de una roca, de un
obstáculo cualquiera, he ahí frente a frente, imprevista, enorme, inmediata,
indudable, inevitable, irrevocable, la Muerte, que cierra instantáneamente el
horizonte dejándolo sin salida…
En el acto empieza entre nuestra inteligencia y
nuestro instinto una emocionante, una interminable escena que dura medio
segundo. La actitud de la inteligencia, de la razón, de la conciencia como os
guste llamarla, es en extremo interesante. Juzga instantáneamente, sanamente y
lógicamente que Todo está perdido. Sin embargo no se aloca ni se espanta. Se
representa con exactitud la catástrofe, sus detalles y sus consecuencias y
observa con satisfacción que no tiene miedo y conserva su lucidez. Entre la
caída y el choque le sobra tiempo para entretenerse pensando en toda otra cosa,
en evocar recuerdos, en hacer comparaciones, observaciones mínimas y precisas.
El árbol que se ve a través de la Muerte es un plátano, tiene tres agujeros en
su matizada corteza…, es menos hermoso que el del jardín…, la roca sobre la
cual se estrellará el cráneo tiene venas de mica y de mármol blanquísimo… La
razón siente que no es responsable, que no se le puede hacer ningún reproche;
casi risueña, saborea no sé qué voluptuosidad ambigua y espera lo inevitable
con una suave resignación mezclada con una prodigiosa curiosidad” (p. 136-137).
(…) (…) Dejo estos espacios en blanco, son míos,
son SILENCIO para pensar en lo que acabáis de leer...
A pesar de la aparente incongruencia entre los
diferentes ensayos, diecinueve repartidos en todo el libro, percibes, una vez
leídos, que todas las reflexiones suscitadas de ellos son vasos comunicantes,
te remiten a un principio de todas las cosas, una especie de sopa cósmica, como
la referida por los científicos, en donde una vez, todo lo que ahora hay
(montañas, estrellas, animales, vientos, océanos, tierra…) fue la misma materia
en ese “primer minuto”. Una tabula rasa en donde estaba todo por
escribir.
Hay algo de nosotros en las montañas, algo de las
montañas en nosotros, hay algo de los helechos en nosotros y algo de nosotros
en los helechos, hay algo de las golondrinas en nosotros y algo de nosotros en
las golondrinas, hay algo nuestro en el cielo y algo del cielo en nosotros. Hay
mucho de nosotros en los ojos, que te miran, de otro como tú, y hay mucho de
ese otro en tus ojos al mirarlo.
Quiero escribir esto otra vez, a ver si siguiendo
el contorno de cada letra con el dedo queda grabado en algún rincón de mi
memoria.
“Una cosa bella no muere sin haber purificado algo.
No hay belleza que se pierda”
¿Habéis visto lo que hace la Naturaleza cuando
tiende su mano amiga? Pues realiza al día no pocas acciones para redimir a este
mismo mundo de tanta fealdad.
Yo lo constato muchas tardes paseando por el campo,
por citar un caso, cuando los rayos del sol, con la última claridad, caen
oblicuos sobre el paisaje, y esa luz lánguida, mortecina, se adhiere como polvo
de partículas brillantes sobre todo lo que hay. Y Me quedo absorto, mirando la
textura rugosa de los troncos, en las encinas el efecto de esa luminosidad es
precioso.
A veces uno se quedaría a vivir toda su vida dentro
de ese instante.
Fijaros en los últimos rayos de sol, cuando esa
pálida claridad está a punto de fallecer, guardan toda su belleza para esos momentos
finales y regalártela a ti, como si quisieran albergarte la esperanza de que en
este puto mundo aún hubiese un lugar donde merezca la pena mirar.
Y EXISTE.
En algún lugar, entre la tierra...
Y el cielo...
EXISTE
Hola Paco
ResponderEliminarTerminada la lectura de tu reseña/comentario/esperanza/alegato/poema me encuentro en la encrucijada de tres caminos: aplaudir, lamentarme o fingir que no lo he leído. ¿la razón de las tres cosas? Aplaudir por que es bello sobre lo que escribes y cómo lo escribes, pero no ese aplauso digno y alelado “casi obligado” de fin de actuación, no , es el aplauso de las cosas bien hechas, con gusto, con mimo, con análisis. De la manera que siempre he pensado que tiene que ser el análisis de un libro, poniendo tu parte, tu experiencia, tu filtro sesudo, tu visión sin gafas pagadas por otros...¿Lamentarme? Te preguntarás la razón por la que debería lamentarme , pues por lo que dices, por el análisis que haces -y que comparto de lo que nos rodea-: el mundo se va perdiendo en una falacia de bellezas impuestas, una vergüenza de ideas predispuestas, en una cultura estúpida de televisión y comida rápida, lectura rápida, mentira rápida, ¿por que leer si tenemos hombres y mujeres y viceversa o salvados o ,,,? somos dignos ocupantes de este indigno siglo. Y todo desde el mero análisis de un libro de hace un siglo..¿fingir que no lo he leído? Fácil, pura envidia...
gracias
cuídate
Hola Wineruda.
EliminarVaya… muchas gracias por lo que dices, me complace mucho viniendo de tu parte. Lo cierto es que, con determinados libros, tengo la impresión de que mi propia voz cede la palabra al libro, sí, como si fuese el libro quien hablase por mí, de alguna forma es así, ¿no crees?
Está claro para gustos están los colores, y la forma de abordar un libro es inseparable de la personalidad de quien lo lee y luego escribe. Es evidente que no soy un crítico profesional, ni lo pretendo, así habrá aspectos más técnicos o específicos de la obra que yo no he considerado, pero como nos dice nuestra amiga común, Ana (Blasfuemia) “Cuento y me cuento a partir de lo que leo”, creo que no se puede expresar mejor mi mensaje, que con estas palabras de Ana.
Por tanto, como sucede en la vida, habrá a quien le guste… Y a quien le parezca un tostón lo que escribo. No pasa nada… c´est la vie!
Lo que sí tengo claro es que no puedo escribir sin mimo por las palabras, el lenguaje… Y a quienes me leen, sin duda.
Visto este lamentable panorama, que con tan acertado y fino humor señalas, considero que en la lectura no solo hay un afán por aprender, conocer el testimonio de otros, deleitarse con un poema… sino que también acudimos a ella como un refugio donde guarecernos ante la chabacanería que nos acecha.
Así es, amigo Wineruda, las gracias para ti, que sé de tu incansable búsqueda de la belleza… allá donde esté.
Cuídate tú también.
Me gusta la belleza de las cosas cotidianas sin valor económico (justamente pueden ser las flores, una puesta de sol, el fluir de un manantial o el ruido del mar). La capacidad para apreciar esa belleza desinteresada y libre es la mejor prueba de que el ser humano tiene alguna posibilidad de vida que merezca la pena ser vivida.
ResponderEliminarLas fotos son estupendas, cada vez sitios más difíciles :))
Respecto al libro, me gusta el planteamiento del libro y tu lectura. Hay muchos autores que hablan de desaprender para poder aprender o mirar de nuevo con una visión renovada que no se quede en los estereotipos prefabricados. No es nada fácil, pero no es imposible.
El fragmento que has reproducido de esos momentos previos al accidente y a la muerte son escalofriantes. ¿Dará tiempo a pensar? Si lo da, vaya experiencia...
Una estupenda reseña.
Un abrazo!
Hola Laura.
EliminarDesde luego, la belleza de un atardecer, el fluir de un manantial, como bien dices (y me encanta) tienen una capacidad de conmover, al menos para mí, que jamás lograran otras "bellezas artificiales" que pueden tener un considerable valor monetario.
Las fotos siempre presentan el reto de mejorar la anterior, lo realmente difícil no son los sitios, sino que tu ojo capte ese instante sublime de un cielo, un detalle sutil... Los cielos siempre estarán ahí, el almendro (espero), el ojo para captar la conjunción ideal... muchas veces no.
Maeterlinck tiene una capacidad de observación prodigiosa, se sirve de un detalle casi imperceptible para extraer una certeza demoledora sobre la vida, sobre nuestro lugar en el mundo, nuestro ser en definitiva. Ha sido una lectura aleccionadora y emocionante. Lo meritorio de intelectuales como él es que hacen que lo imposible parezca posible.
Ese fragmento es... la leche! jajaja
Gracias amiga.
Un abrazo!
Hola Paco: Esa frase con la que inicias el comentario... Dentro está todo. Vengo de mi accidentada ruta farera, mi mirada se ha llenado de tanta belleza que siento que implosiona dentro de mí. Belleza que está ahí, cerca, cada día, en el campo, en la montaña, en el mar. Está ahí, en la naturaleza. Un día, justo antes de que mi rodilla me jugara una mala pasada, estuve horas y horas al lado del faro, frente al mar, con los pies colgando en un pequeño acantilado. No necesitaba nada más, Paco. Nada más. Podría pasarme no horas, ni días... la vida me podría pasar así. Acompañada de un par de libros y unos cuadernos. Nada más. Eso es la belleza.
ResponderEliminarEl otro párrafo. El del accidente. Impresionante. Da tiempo a pensar, justamente como lo refleja. Y doy fe además de que es así. Y no puedo ni debo añadir nada más. Silencio.
No se me olvida que los Sagarzos nos esperan. Terminaré un libro que estoy leyendo despacito, por puro placer y luego abordaré otro que no puedo hacer esperar. Y luego hablamos ¿vale?
Un abrazo
Así es Ana, es una frase a la que una/o necesita aferrarse, parece que interiorizándola algunas cosas son más llevaderas.
EliminarVaya... ¿Tuviste alguna lesión en la rodilla? Uff, espero que no sea grave, Ana.
En un momento así, como el que me cuentas, junto al acantilado y el faro, te reconcilias con la vida, sientes que ese es tu lugar en el mundo.
El párrafo del accidente es uno de los fragmentos más reveladores e intensos que yo he leído en un libro... Tremendo!
Sin prisa, Ana, estas cosas se hacen sin agobios, con mimo.
Cuídate, ok?
Creo que esta vida acelerada que con frecuencia nos lleva, nos hace olvidar las cosas preciosas que nos ofrece la naturaleza, leyéndote me han venido a la mente mis paseos por mis montañas, y en esas sensaciones que me invaden de repente de paz y de tranquilidad, de que todo está bien y entonces solo queda agradecer a la naturaleza todo lo que nos da sin pedir nada a cambio.
ResponderEliminarEl fragmento de la muerte...impresionante, es ese pasar del todo a la nada en un solo instante, cuando todo parece pasar a cámara lenta y sin remedio.
Tus fotos...fantásticas, me encantan las amapolas, me parecen tan frágiles y tan imposibles de domesticar.
Un saludo
Hola Conxita.
Eliminar¡Qué bien tus paseos montañeros! Cuando estás en un entorno así, rodeada de montañas, de naturaleza... sientes lo ridícula que resulta, con frecuencia, nuestra vida, siempre con agobios, prisas, como seres autómatas, nos hemos deshumanizado bastante, y ya no tenemos una relación de armonía con la naturaleza, somos treméndamente irrespetuosos con ella, me da mucha rabia.
Maeterlinck ha descrito ese momento de una forma que veo difícil superar por otro autor, es impresionante, como bien dices.
Me alegro de que te gusten las fotos, es rarísimo que salga sin mi cámara... y, a menudo, con un libro en la mano.
Ya somos dos entusiastas de las amapolas :))
Un saludo.
No sé qué alabar más: si tus exquisitas palabras en esta suerte de alocución escrita, porque invita a la reflexión y a hacernos salir de nuestra óptica cotidiana con un llamado a tratar de vivir una vida más plena, más en contacto con la naturaleza, o las fotografías que has tomado, que no sólo acompañan al texto, sino que se vuelven también ellas protagonistas de tu reseña. Una maravilla doble!
ResponderEliminarOjála, querido amigo, uno pudiera reflexionar respecto de su propia vida y cambiar a tiempo, sin tener que llegar al irreversible último segundo de su existencia.
Magnífica reseña, Paco!
Recibe mi mayor reconocimiento por esta entrada.
Un abrazo grande!
Así es, amigo. Un buen libro siempre es una invitación a la reflexión sosegada, algo que necesita nuestra mente para mantenerse ágil y despierta... que no es poco.
ResponderEliminarLa naturaleza siempre da sabias lecciones de vida, solo basta observarla con detenimiento para constatarlo, yo lo intento en la medida de lo posible. Ya me he acostumbrado a ir con un libro en una mano y la cámara de fotos en la otra...jeje.
Gracias, Marcelo, siempre valoro tus palabras.
Un abrazo!!
Contigo los libros parece que cobran vida en la naturaleza...en lo cotidiano, en las pequeñas y sencillos acontecimientos...
ResponderEliminarApunto el libro, que sé que no viene acompañado de tus fotos, pero que me recordará a cielos azules abiertos, a amapolas, a caminos, a corteza de árboles, a sus copas renaciendo...a espacios en puntos suspensivos en silencio, en fin...en definitiva, a vivir el presente.
Necesitamos alejarnos del ruido, de la prisa...y vivir con algunos libros que no son tan comerciales, ni se presentan en todas partes...esos que están escondidos y hablan verdades como puños...esos que te hacen DESPERTAR de un mundo aletargado y dormido...
Un interesante intercambio de palabras de Maurice y Paco. Imagino a ambos en Gante...una maravilla, y entiendo que hable de esa inteligencia de las flores...sin duda alguna, la imagino sabias...
Felices lecturas, y momentos llenos de la belleza que no se pierde...
Me fascina la capacidad, si uno sabe sacar partido, que tiene un libro de embellecer el paisaje, integrarse con el entorno... Un buen libro nunca desentona, en todos los sentidos.
Eliminar"(...) esos que te hacen DESPERTAR de un mundo aletargado y dormido..."
Fíjate; María, me quedo pensando en tu frase, y creo que los aletargados y dormidos son en realidad todos aquellos que sienten indiferencia ante los libros.
¡Uff, Gante! Gracias por situarme en un escenario tan bello... Ya me gustaría a mí :)
Feliz día del libro, y de lecturas venideras.
Cuídate María.