Una
mezcla de alegría y tristeza…
Agosto 2024, notas en el
cantábrico.
He pausado un momento la lectura de Anne Carson; “Tipos de agua. El Camino de Santiago”, pues una formidable niebla se está desparramando por la colina que diviso al frente, y me fascina como el velo blanquecino va haciendo desaparecer el verdor tan notable de esta tierra asturiana, ya ha engullido una casita blanca encaramada en la cima.
Esta conjunción de la
bruma sobre el valle y la lectura de Anne Carson me han motivado a
escribir en mi libreta, impulso tan aletargado.
Itziar vio y escuchó otra vez “La Petite Fille de la Mer”, me dice que tiene una mezcla de alegría y tristeza, así lo siente. Una escueta y atinada definición de la vida, concluyo.
El orbayo, como llaman los
asturianos a esa lluvia tenue que acaricia, cae suavemente.
Una lavandera se ha posado a escasos metros de mí, corretea vivaracha picoteando la hierba, sigo su periplo.
Me pregunto, sin dejar de mirar al pájaro, qué experiencias, qué momentos vividos estos días recordarán mis hijas dentro de unos 20 años…
En la serenidad del
atardecer oigo el graznido distante de unos cuervos, quizás cornejas. La niebla
casi ha borrado los contornos de la ladera, Rimbaud hubiese creado un soberbio
poema ante tal escenario.
Por la mañana el cielo nítido no presagiaba lluvia, así la estampa me llamó mi madre:
Joaquín es, era, uno de nuestros vecinos de toda la vida, había logrado superar un cáncer de próstata, pero a sus setenta y pico años padecía otros achaques.
“Ley de vida”, dice mi madre. Y todas las madres.
Me ha dejado tocado,
teníamos muy buena relación.
Al tiempo que pensaba en la triste llamada de mi madre, mi hija pequeña, Itziar (8 años), daba grandes brincos en la colchoneta de nuestro alojamiento cantábrico, rodeada de los manzanos del jardín, y perfumado su entusiasmo con la fragancia del petricor (el aroma de la tierra mojada al llover).
¡Papá, soy un pájaro!
Saltaba y aleteaba sus brazos con el mismo vigor que la lavandera, o la tarabilla que contemplé ayer.
Supongo que mañana domingo enterrarán a Joaquín, barruntaba mientras miraba con una sonrisa melancólica a Itziar.
En el Tiempo pone que ese mismo día del entierro tendremos, por estos valles, una jornada apacible, el cielo estará despejado, azul… iremos al mar.
Va cayendo la tarde. Irrumpen diminutas lucecitas centelleando entre la bruma, destellos que anuncian la presencia de algunos hogares en la lejanía. Allí, con sus fracasos y sus logros, también resplandecen otras vidas.
La lluvia arrecia, pero Itziar ha vuelto a sus brincos sin importarle un carajo empaparse.
Sube y sube atravesando la lluvia.
La dejo un par de minutos, hasta que la convenzo para entrar en la casa. Ya está oscureciendo.
Me asomo unos segundos por la
ventana para aspirar el frescor nocturno, el repiqueteo de las gotas cayendo
del hórreo es otra forma de silencio.
Antes de que mi hija sucumba al sueño, vamos a leer el cuento que empezamos ayer, quedan pocas páginas para el final.
El resto de cosas ya irán finalizando… a su tiempo, sin prisa pero sin pausa, como el orbayo de hace un ratito.
Y en breve, un par de días, cuando la lavandera esté correteando por la tierra mojada, nosotros ya nos habremos marchado del norte, igual que los vencejos y golondrinas cuando el verano se va despidiendo.
Detengo la mirada en las distantes lucecillas, y observo como se van apagando poco a poco. Reina la oscuridad en los valles.
Brincos rebosantes de alegría, y últimos suspiros de los que se fueron.
Cierto, hija (pienso en Itziar), la vida es una mezcla de alegría y tristeza.
Ahora sí, ya duermen todos; mi mujer, mis hijas y los pájaros…