Una Aldea. Ivan Bunin ( Vorónezh, Rusia, 1870 –
París, Francia, 1953)
Libro. Editorial Calpe, edición de 1923. Colección
Universal. Traducción de Tatiana Enco de Valero. 269 páginas.
Sabía que Marcelo ( blog, "Libros en estéreo") y los clásicos rusos eran un
matrimonio bien avenido, de la misma forma que él también lo constató conmigo.
De hecho, en una entrada suya sobre Gógol,
le comenté a cerca de otro autor, Ivan Bunin y su obra cumbre, “Una
aldea”, y tuvo el detalle de proponerme una lectura conjunta, su famoso
“estéreo”, de este libro. Ese dueto lector me pareció muy apetecible, la mirada
de Marcelo significa sumar juicios muy certeros a la visión de la obra.
Mi primera impresión, que se produjo apenas leídas
las primeras veinte páginas, es más una corroboración; siempre he pensado que
la literatura rusa del s. XIX y principios del s. XX ha descrito como ninguna otra
la paupérrima existencia de los campesinos, las gentes del campo.
Sí, lo ha hecho a través de su pueblo, claro, pero
cualquier lector reconoce en esos rostros la cara de una miseria sin fronteras,
sin edad, porque esa brecha entre ricos y pobres sigue hoy tan vigente como la
relatada en “Una Aldea”, hace más de cien años.
Cuando leo a un autor ruso casi siempre me hago la
misma pregunta; ¿Qué tiene de peculiar este pueblo para que muchas de sus obras
literarias, geniales desde luego, sean un ajuste de cuentas contra el propio
pueblo, contra uno mismo?
Así que echo mano de mi biblioteca e intento poner
alguna luz en la sombría personalidad rusa, enseguida me hago con dos tomos, en
busca de indicios reveladores.
El famoso “infortunio ruso” que, casi un siglo
después, reflejara el historiador Iuri Afanásiev en su libro “Mi Rusia
fatal”. Ese carácter trágico que uno cree adivinar en aquellas
tierras severas, forjado en lo inmenso e inhóspito de su llanura.
O también será la indefinición de los rusos como
indicara otro autor, bastantes años antes que Afananásiev, el profesor ruso Wladimir
Weidlé, nos hablaba del desencuentro entre los “occidentalistas” y los
“eslavófilos”, en su ensayo “Rusia ausente y presente”, una crisis
identitaria que atraviesa a la historia rusa.
Acercamientos, sin duda, pero aún queda penumbra,
dada la magnitud y complejidad de lo que se entiende por pueblo ruso.
Una nación, país, o lo que se quiera, que parece
siempre abocada al fatalismo, solo así se explica que haya laureadas obras
tituladas “Almas muertas”, Los endemoniados”, Crimen y castigo”,
Guerra y paz”, “La pobreza no es vileza”, “Cementerio aldeano”…y podría
seguir por esa senda.
Bunin, en ese sentido, hace un retrato de las
gentes del campo magnífico, tal vez uno de los más logrados en la novela rusa
entre el s.XIX y el XX. No hay que olvidar que esta historia tiene claras
referencias autobiográficas, el autor deja traslucir la impronta que la Rusia
profunda y rural ha marcado en su trayectoria vital.
Ahora, volviendo a releer algunos pasajes de “Una
aldea” para escribir este comentario, me parece reconocer la estela del
gran Dostoyevski, el maestro que esculpió como nadie el alma humana para dejar
al desnudo toda su angustia o, como le mentaba Stefan Zweig, “el mejor
conocedor del alma humana de todos los tiempos”.
Si bien, a diferencia de Dostoyevski, crecido en la
gran Moscú, de la que es oriundo, motivando que una parte importante de sus
relatos y personajes tengan ese carácter urbano, Bunin está claramente determinado por el
escenario agreste y remoto de la estepa rusa donde nació y pasó su infancia.
La mirada de Bunin hace que perciba (yo) la miseria
del campo, en contraposición a la ciudad, con mayor intensidad, en tanto que
las brutales condiciones de los campesinos, sus rudos sentimientos, su
resignación, chocan frontalmente con el sosegado bucolismo que se respira en los
bosques o praderas que envuelven a la Aldea, como se relata en la obra.
En la ciudad toda pobreza acaba confundiéndose
entre el caos y el ruido. En la calma y aislamiento del campo todo se
magnifica.
La novela consta de tres partes. En la primera será
un personaje, Tijon, el que acapare casi todo el protagonismo. En las otras dos,
los derroteros de la historia recaen sobre el hermano, Kuzmá.
Bunin alterna el narrador omnisciente para
contarnos la vida de estos hermanos, narradores a su vez, ya hombres que
afrontan la madurez en la remota estepa rusa, paradigma de la fragil y dolorosa
existencia de los campesinos en los últimos años del zarismo, con en el zar
Nicolás II de Rusia, y previos a la Revolución Bolchevique de 1917.
Escribió esta obra en 1910, cuando el
panorama literario estaba dominado por la corriente del realismo. En Rusia esto
quiere decir protagonistas que arrastran un profundo desencanto con la realidad
que los circunda. Ese carácter trágico que uno cree adivinar en aquellas
tierras severas.
La muerte tiene en el frío estepario, el hambre y
el alcoholismo, a sus más implacables verdugos contra esos desgraciados que
pululan por las páginas del libro.
El frío invernal se cuela por las desvencijadas
casuchas, en las noches oscuras y heladas la muerte silenciosa decide que este
sea el último sueño de esa niña, aquel borracho, o aquella anciana.
Además, son seres que se enfrentan solos a su
destino, a sus angustias. Los autores rusos y eslavos tienen una inclinación
natural, por idiosincrasia, a presentar personajes como si cada uno fuese un
planeta aislado en el espacio. Hay otros planetas pero todos son equidistantes
entre sí. Mirándolo con detenimiento, es muy difícil encontrar la figura del amigo
en la literatura del este, algo tan arraigado en la cultura del sur…
¿No es el Quijote, entre otras cosas, un delicioso
elogio al amigo, el bueno de Sancho?
A veces considero que la literatura eslava, y en
menor medida la nórdica, constituye un enorme monumento a la desconfianza del
ser humano hacia sus semejantes, bueno, solo es una apreciación personal que
revolotea por ahí…
La Rusia tradicional y zarista, la realidad, que
parece encarnar Tijon, confrontada con la Rusia revolucionaria, una idea, un
sueño romántico que anida en el imaginario de los más visionarios, como Kuzmá. El
antagonismo entre ambos hermanos (entre las dos “Rusias”) es evidente, pero no
hay que dejarse engañar por este aparente maniqueísmo, Bunin no se deja tentar
fácilmente por los arquetipos y acaba perfilando dos personalidades que tienen
sus aristas, sus particularidades. Al final resulta una paleta de colores en
los que un tono adquiere matices del otro y viceversa, se enriquecen o se
contaminan, según se mire.
La línea de demarcación que sitúa a Tijon de un
lado y a Kuzmá del otro, sobresale unas veces y se difumina otras, cuando uno
reconoce una parte de razón en el otro.
Bunin, como he apuntado, pudiera representar en el
hermano mayor, Tijon, al pequeño hacendado ruso, apegado a la tierra y las
tradiciones, grosero y malencarado con sus sirvientes, a la vez que embrutecido
por las severas condiciones de esa vida rural, aunque siempre queda en él un
mínimo resquicio de duda por su parecer, de alguna manera, su verborrea y
fachada externa están en conflicto permanente con su fuero interno.
Lo que va configurando el espíritu revolucionario
es un sentimiento de equidad y justicia, (al margen de la deriva que luego
pueda tomar), actitud que Tijon puede entender pertinente, pero es un
pensamiento que permanecerá siempre recluido en lo más recóndito de su ser. Sus
contradicciones le hacen mirar con profundo resentimiento al pasado y con
inquietante desconfianza al futuro, a los nuevos aires revolucionarios que ya
se respiran.
En la vida, los principios y los actos a menudo
toman direcciones opuestas. Una paradoja que reflejó magistralmente Klaus Mann
con su libro, “Mefisto”, con relevantes oficiales nazis de la SS, que
bajo el siniestro uniforme militar, escondían un alma aturdida y atormentada,
pues ellos, una vez, estuvieron “del otro lado”, ya fueran activos comunistas,
o de origen judío, etc, manteniéndolo en un ignoto secreto bajo la esvástica,
condenados a vivir con esa insoportable
verdad.
Tijon se ve atado a un destino que no tiene nada de
esperanzador, no hay más horizontes que el mantenimiento, día tras día, de la
hacienda, los puercos, los pocos caballos, bregar con sus sirvientes, soportar
un matrimonio del que abomina, frustrado por los partos fallidos de la esposa.
Aún así, su vida es muchísimo mejor que la de cualquier sirviente o campesino
sin recursos. Estos simplemente esperan el fin de sus días, sin más ambición
que mirar el cielo gris desde sus cochambrosas casas, sumidos en la somnolencia
del aguardiente, mientras la muerte inexorable los va arrinconando.
Y por otro lado, Kuzmá, el idealista, tal vez el
soñador de alma poética, quien ve en los libros una forma de escapar de ese
ambiente opresivo en el que se ha criado… y, por qué no, una posibilidad de
cambiar la mentalidad de sus compatriotas, los más desfavorecidos, y con ello
propiciar una nueva Rusia… Pero más dubitativo aún que Tijon, pues su carácter
meditabundo, casi siempre errático le hace sentirse un apátrida que nunca halla
su lugar, cualquiera que éste sea. Al final, después de deambular por ciudades, siempre en compañía del aguardiente, solo cree encontrar refugio en
aquello de lo que huía, la Aldea.
En medio de ambos hermanos, un desfile de
paisajes, pequeñas ciudades, pueblos y personajes pintorescos, desde el
paupérrimo campesino, al cacique rural, o cargo político.
Todo acontece en un escenario copado por una
sociedad embrutecida y violenta, desconfiada e inculta, que ahoga sus penas en
el aguardiente. De hecho éste tiene
estatus de un protagonista más… Parece que uno no es un “auténtico ruso” si no
cae desmayado por el licor, omnipresente en esta obra, elevado a elemento
notable de la identidad rusa.
Es destacable el profundo resentimiento que destila
la pluma de Bunin sobre su propia gente, el pueblo llano, iletrado y
mezquino, (y son apreciaciones del autor), sometiéndole a un agravio
comparativo al ensalzar las bondades de los civilizados franceses y alemanes de
la época. Para “escupir ese desahogo” se servirá de Tijon y Kuzmá.
Otro aspecto que acaparó rápidamente mi atención,
un conflicto de plena actualidad hoy, la rivalidad entre el pueblo ruso y
ucraniano, y que Bunin ya lo reflejaba en su novela en una dimensión mucho menos
dramática, por supuesto, pero no pierde la oportunidad de exponer lo que piensa
el ruso del ucraniano… un vecino estúpido, que tiene en la cabeza poco más que
serrín, Tijon hace algunos comentarios en ese sentido. Tampoco faltan las
comparaciones que el rudo personaje establece con gitanos (a veces, gitanos y
cosacos no tienen una clara distinción, siempre en la voz de Tijon), e incluso
judíos. Pero nunca en términos especialmente dolosos, es más la consabida
rivalidad entre culturas.
Vemos, una vez más, como la literatura se hace eco
del clamor popular, y eso le da el indiscutible valor histórico que tienen las
buenas obras, por cuanto recogen expresiones del pueblo llano que no tratan los
manuales de historia al uso.
- Destaco un pequeño fragmento que, por sí solo,
refleja como ninguno, la brutal existencia de estas gentes del campo:
“ (…) las tranquilas niñas de pelo blanquecino
jugaban al lado de los terraplenes de las casas a su juego favorito: el
entierro de las muñecas…” (p. 26).
¿Veis el giro magistral que hace Bunin
para llevar al lector a esa terrible vida?
Las niñas han integrado a sus juegos, con total
normalidad e indiferencia, el paisaje cotidiano que ven sus ojos; la muerte, la
altísima mortalidad infantil… en el parto, en edades tempranas, etc, algo que
debía de ser una siniestra rutina en la mísera vida del campo, por aquellos
tiempos.
Impresionante las visitas al cementerio y al
mercado de la ciudad que hace Tijon, en cuyos escenarios parece ver, con total
clarividencia la decadencia de su pueblo, cuando ve a sus paisanos, borrachos,
tirados en el fango.
En la segunda parte, quizás la vehemencia narrativa
baje un punto de intensidad respecto de la primera, como si el ritmo del relato
estuviera impregnado del espíritu indolente, bastante más apocado, de Kuzmá en
comparación con el de su hermano mayor.
Está claro que el relato adquiere más brío y fuerza
cuando se centra en Tijon, personaje siempre resoluto, visceral, que toma la
iniciativa en todos los acontecimientos y cuya presencia, con su discurso
contundente, siempre parece sobreponerse a la frágil figura del hermano, Kuzmá.
Así que este tramo es la mirada abatida de Kuzmá
sobre el pueblo ruso, ruin e ignorante, siendo su aldea, Durnovka, la patética
expresión de todas las “aldeas rusas”.
Hay fragmentos que han suscitado mi atención,
cuando Bunin, en la voz de Balachkin (el mentor de los hermanos, sobre todo de
Kuzmá), pone en la palestra el siniestro interés que siempre han tenido los
poderes políticos por controlar a aquellos intelectuales que hacen uso de la
libertad de pensamiento, y le dice furioso a Kuzmá:
“¡ Dios misericordioso! A Pushkin le han matado; a
Lermontov, también; a Pisarev le han ahogado…; a Rileiev le han ahorcado; a
Polejaev le hicieron entrar en filas; Scherchenko estuvo condenado a diez años
de trabajos forzados…; a Dostoievsky (mi admirado Dostoievsky!, nota mía, jaja)
le quisieron fusilar; Gogol se volvió loco…
¿Y Koltzov, Nikitin, Rechetnikov, Ponrielovsky y
Levitov? ¡Oh! ¿Habrá en el mundo otro país como esta mal llamada nación? ¡Sea
tres veces maldita! “ (p. 125).
Tremendo párrafo, ¿verdad?
Al margen del relato que nos cuenta el autor, no se
puede negar que Bunin, igual que hicieran otros colegas, ha tenido una actitud
valiente y comprometida escribiendo esta obra.
Para sacudirnos un poco la pesadumbre, vamos a dar
un viraje. Ivan Bunin, niño criado al socaire de la aldea y el aire limpio de
la estepa, lo certifica con varios detalles en el libro. Yo me quedo con este,
ese ojo bien entrenado en ornitología campestre:
“A los días del sol siguieron los días fríos,
azulados, grises, silenciosos. Los jilgueros y los abejarrucos empezaron a
cantar en el jardín desnudo; en los abetos golpeaban los picos; aparecieron los
petirrojos y unos pajaritos pequeños y tranquilos que volaban en bandadas de un
sitio a otro por la era y el campo, que estaba ya cubierto por la hierba, de
intenso color verde, de la sementera de otoño. Algunas veces, uno de estos
pajaritos ligeros y silenciosos se posaba solitario sobre una hierba” (p. 200).
Abejaruco
Pito real (carpintero verde)
Grajilla
Otro día dedico una entrada a esto, ¿por qué no?
Tanto la segunda parte, como la más breve tercera,
Kuzmá tiene mucha más presencia que su hermano Tijon, esto me lleva a pensar
que Bunin sentía predilección por el
primero, por cuanto, tal vez, representara en su mente el idealista que sueña
con una Rusia más justa, pero que finalmente no puede sustraerse al implacable
y violento invierno ruso… gran metáfora de la miseria y la ignorancia que, como
un enemigo mortal, doblegan sin miramientos al pueblo.
El final me deja esa sensación… La Aldea seguirá
siendo la misma visión de casuchas cochambrosas y campesinos arapientos el
invierno que viene, como si la voluntad por esperar algo mejor estuviese tan congelada
como los caminos que la cruzan.
Ese pesimismo ruso… tan aleccionador, tan literario.
Y, por supuesto, gracias a Marcelo, que ha tenido a bien compartir esta grata experiencia conmigo. Un privilegio acompañarle.
Y, por supuesto, gracias a Marcelo, que ha tenido a bien compartir esta grata experiencia conmigo. Un privilegio acompañarle.