P. Castillo

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miércoles, 16 de septiembre de 2015

La acompañante. Nina Berberova, (San Petersburgo, Rusia, 1901 – Filadelfia, Estados Unidos, 1993)

Libro. Editorial Seix Barral, 1987. Traducción del francés por Enrique Sordo y Carolina Rosés. 190 páginas. Cubierta: “retrato de Nadejda Jdanovich al piano”, de Pavel Fedotov.






La acompañante.

Es un libro con dos relatos independientes pero que tienen escenarios en común, San Petersburgo y París. La primera por ser la ciudad natal de la escritora, la segunda por haber residido ahí varios años. 
Las mujeres que vertebran estas historias tienen un denominador común : el efecto devastador de una época sobre sus vidas.

Estamos frente a un primer relato carente de sutilezas y alardes estéticos, los pasajes descriptivos son concisos y elocuentes pero es una escritura que se ajusta como un guante a la anodina protagonista.

La escritora rusa Nina Berberova utiliza un lenguaje parco, que no pobre.
Y la verdad es que necesita muy poco para dar relieve a una vida, la del personaje, que solo quiere recluirse en su propia miseria.

Tal vez haya echado en falta más recorrido psicológico en el personaje antagonista, Maria (aparece sin acento por la acepción rusa), pero reconozco que aislar a Sonetchka de los demás personajes, el que éstos sean, en cierto modo, “fronterizos” acentúa la devastación anímica que infringe la soledad en la joven, una persona que tiene la insana tendencia de regodearse en su insignificancia, según la consideración que tiene de sí misma, de sentirse despreciable e invisible ante los demás.

La causa de su nula autoestima, de su falta de pundonor para asumir con dignidad su presencia en el mundo, hay que buscarla, como es habitual, en la infancia.
Criada junto a su madre, la ausencia del padre las avocará a una humillante subsistencia. La madre, profesora de piano, a duras penas logra obtener un dinero con sus escasísimos alumnos particulares que les permita llevar una vida digna. Todo ello bajo la angustia que supone vivir en una ciudad, San Petersburgo, acosada por la incertidumbre de la incipiente Revolución Rusa, en 1917.

El hecho de que Sonetchka se vea como una hija ilegítima, el considerarse una muchacha fea y vulgar, comprobar que el sentimiento que despierta en otros es la compasión, cuando no la indiferencia, sembrará en su corazón un lacerante resentimiento hacia las personas que hayan sido agraciadas en la vida, a saber, con la belleza, el dinero, la fama y admiración del resto, etc.

Con ese pesado lastre llega a la juventud, conviviendo silenciosamente con el estigma de ilegítima que tan devastador resulta para su alma. La vergüenza es el tamiz por el que va diluyéndose su vida y la de su madre:   

No sé cómo llegó aquello, pero ella me contó que mi padre era un antiguo alumno de mamá que, por entonces, sólo tenía diecinueve años. Y mamá no había amado a nadie antes que a él.
(…) Sentía piedad de ella, tanta piedad que tenía ganas de acostarme y de llorar, y de no levantarme hasta que toda mi alma se vaciase en sollozos. Sentía que perdía la cabeza cuando pensaba en el autor del ultraje: si hubiese venido, (…) le habría sacado los ojos, le habría mordido la cara. Pero, además de esto, sentía vergüenza. Comprendí que mamá era mi vergüenza, lo mismo que yo era la suya. Y que toda nuestra vida era una irreparable vergüenza (p. 12).

Gracias a los contactos de un alumno su madre, logra ser contratada como pianista acompañante de una soprano que goza de cierto prestigio.
Maria Nikolaevna, la soprano, es diez años mayor que Sonetchka y posee todos los atributos que la convierten en odiosa a ojos de la joven. Es una artista cuyo talento le hace merecedora del aplauso,  es una mujer inteligente y hermosa, codiciada por los hombres y admirada sin distinción de géneros. Es, en suma, una mujer triunfadora.

Para colmo, y esta dimensión del personaje me parece un gran acierto de la escritora, Maria Nikolaevna es una persona atenta y considerada con Sonetchka, que alaba y reconoce su talento como pianista, siempre tiene una palabra amable para ella. El trato cariñoso que la dispensa hace que Sonetchka la vea aún más cerca de la perfección, eso acrecienta el rechazo. En la medida que asiste a la perfección de Maria, Sonetchka se hunde en el fango de sus imperfecciones. Su semblante adquiere una patética mueca de felicidad al imaginarse algún sufrimiento de María, o pergeñar furibundas ideas que puedan arrasar la bienaventuranza de su mentora, minutos después el sentimiento de culpa la sume en una profunda melancolía, la admiración y el rechazo se entremezclan continuamente.

En este primer relato se hace uso de la analepsis (o flashback), y está narrado en primera persona por nuestra insegura protagonista.
Asistimos al devenir de su vida junto a la exitosa soprano. Una historia en la que, aparentemente, nada extraordinario sucede más allá de lo que se gesta en la cabeza de Sonetchka. Pero ocurren cosas, claro.
Se instalan en París donde ofrecen a Maria un gran contrato. Atrás queda la inestable atmósfera revolucionaria de San Petersburgo y la nieve grisácea que parece ir cubriendo, poco a poco, el recuerdo de una madre, cuya miseria la va arrinconando tanto como la indiferencia de su hija.

¿Hay alguna relación amorosa? Por supuesto. ¿Cabe imaginar a la bellísima San Petersburgo y a la romántica París ajenas al amor? Imposible. La presencia de dos hombres, el marido de Maria y el amante de ésta, del que apenas conocemos su existencia por el distanciamiento  forzado que han sufrido ambos en los últimos años, determinará los giros que sufra la historia.

Sonetchka, que tuvo un encuentro fugaz con el misterioso amante, André Grigorievich Ber, en San Petersburgo, ya que éste le entregó una carta para María, nos desvela su alma atormentada:

Ámerica, Milán, era todo aquello a lo que Maria Nikolaevna aspiraba en Rusia, y ahora renunciaba a ello por amor. Quería permanecer al lado del hombre que amaba y que había venido en pos de ella a París. Estar juntos. Ni mi madre ni yo habíamos estado nunca juntas con nadie. Y ella despreciaba la gloria por unas citas breves y secretas. ¿Quién era aquel Ber?
Yo no tenía respuesta (…) Por el momento, solo sabía una cosa: que había descubierto el punto débil de Maria Nikolaevna, sabía el lado por el cual podría herirla. ¿pero por qué? Pues porque ella era única, y parecidas a mí había millares; porque los vestidos que tanto la habían embellecido y que luego arreglaba para mí no me sentaban bien; porque ella no sabía lo que eran la  vergüenza y la miseria; porque ella amaba, y yo ni comprendía siquiera lo que era eso (p.75)

En este fragmento Sonetchka asiste al encuentro entre Maria y su amante en un café, ellos no saben de su presencia, unas pocas palabras condensan su infinita soledad:

No se oía nada, llovía detrás de los cristales. Esa hora tan peculiar de París en que, a principios del mes de febrero, no es ni de día ni de noche y parece que el tiempo transcurre más lentamente y que la ciudad está más triste.
…María Nikolaevna se sentó a su lado y les sirvieron algo. (…)
Él tomó sus dos manos, le quitó los guantes y la besó prolongadamente.
(…) Afuera era totalmente de noche.
Yo salí anonadada. No tenía a nadie en el mundo con quien poder llorar. No tenía a nadie en el mundo… (p.88).



                                    Nina Berberova


En cualquier caso que nadie busque un relato trepidante, porque el ritmo lo marca la melancolía de quien se siente olvidada por el mundo. Si hubiera que poner una música de fondo para acompañar a la escritura en su languidez podría ser Nocturnes de Chopin (cuyo nombre aparece en el libro).

Desde el decadente ambiente ruso del principio hasta la animosa París de los bistrós en el final, la escritora narra un viaje que termina donde empezó, en el vacío de la soledad.

Una lectura muy interesante aunque la antagonista, decía al principio del escrito, ha jugado, en mi opinión, un papel demasiado plano, no me hubiese importado encontrar mayor calado personal en ella por la posibilidad de una atractiva confrontación psicológica.
Pues bien, ahora me desdigo, esta impresión que tuve en los primeros momentos al acabar el libro, me veo obligado a sopesarla tras el reposo necesario que procede con toda lectura. ¿Hubiese permitido mi “exigencia” mostrar la desolación de Sonetchka con el patetismo que me ha transmitido? Me parece que no.

Claro… Supongo que desarrollar esa confrontación equivale a otorgar una “visibilidad” a Sonetchka que no corresponde al perfil que deseaba Nina Berberova. Qué complejo puede ser escribir y, aún más, intentar comprender a quien escribe.

El lacayo y la puta.






Nina Berberova construye un relato absolutamente devastador. La vida de Tania, una historia de degradación personal que te arrastra en picado hacia el abismo, cuando el peso de la existencia se convierte en una carga miserable con la que has de arrastrar la poca dignidad que aún no te ha arrebatado la vida.

Tania, hija de unos funcionarios petersburgueses, vive junto a sus hermanas en un entorno sin dificultades económicas, una familia de clase media, bien avenida y relacionada.
Pero Tania es una mujer cuya ambición o delirios de alta alcurnia le hacen contemplar un futuro alejado del tedioso provincianismo que, para ella, supone lo que la rodea.

No tendrá inconveniente en seducir a quien considera un prometedor partido, Alexei Ivanovich, representante de un banco japonés que, además, se proponía entrar en los Servicios de Información.
El perfecto paladín para sus cosmopolitas aspiraciones. El amor ya vendría, y si no, ¿acaso importaba?
Logrado el matrimonio se instalan en Shanghai, los nueve años que residieron ahí fueron, seguramente, los más felices y “serenos” para la protagonista, así y todo, tuvo un aborto y sendos romances con un norteamericano y un ruso de los que su marido nunca sospechó.

Tras ese periodo a Tania se le ocurrió que la vida parisina estaba hecha a la medida de su matrimonio, y  él iría hacia donde decidiese Tania, la bella Tania.
Llegados a París todo parecía deslumbrante, y en verdad lo era. Sin embargo las cosas no resultan tan fáciles como pensaban. A duras penas dominan el francés, Alexei no consigue el trabajo ambicionado y el súmmun del infortunio llega tiempo después con la muerte repentina de él.
Y de un día para otro, sin el sustento de su marido, Tania se ve obligada a alojarse en una pensión hedionda… La escasez de dinero empieza a ser un problema serio.

Va pasando el tiempo… Comienzan los días de pasar hambre... ¡Inaudito! La hermosa Tania que hubo un tiempo en que se "comía el mundo", de deambular con sus vestidos, otrora finos, ajados, sucios y desconchados, con su pelo enmarañado, y en su rostro se ha instalado la expresión de la brutalidad con que puede tratarte la vida.

Dos o tres amigas rusas residentes en París, también azotadas por el destino serán el único apoyo para que no caiga en la más absoluta indigencia. La desesperación la lleva a frecuentar restaurantes o antros de mala muerte en busca de algún hombre que pueda fijarse en ella… Puede que al principio sienta repugnancia por acostarse con él, y que solo quiera sexo fácil, rápido y barato pero… quién sabe, tal vez acaben en una relación convencional y… pueda comer, vestirse bien, arreglarse las uñas, el pelo, comprarse un perfume, tomarse una copa en un café elegante, sí, tal vez pueda volver a ser… esa mujer por la que todos suspiraban.

Pero hay algo de “ gran dama rusa” que no pierde vigencia, apenas es un vestigio pero está ahí. Incluso su aspecto descuidado, cuando ya empieza a abandonarse, se nos aparece con un trasfondo de elegante decadencia, como si la vulgaridad no fuera consustancial a quien antaño fue la bella “dama rusa”.

Nina Berberova conjuga de forma soberbia esos matices que delimitan sutilmente unas percepciones de otras; la palabra y/o la expresión justa para separar la vulgaridad de la decadencia, lo que es vulgar, lo es sin decadencia, lo que es decadente, lo es sin vulgaridad. Esta distinción queda patente en la relación final de Tania, él (un camarero ruso), con su aspecto, sus gestos, su conversación y su mortal aburrimiento se consume en la vulgaridad, ella, degradada física y moralmente, va perdiendo todo su esplendor en una espiral imparable de decadencia, pero su ocaso es cualquier cosa menos vulgar… Solo de una decadencia atroz.

En ese sentido, no hay en la escritura de Berberova concesiones gratuitas a la violencia verbal, al adjetivo malsonante y, sin embargo, todo lo que vas leyendo resulta demoledor.
Si el genio de Hitchcock provocaba pavor en los espectadores sin mostrar una gota de sangre, simplemente con el arte de sugerir, Nina Berberova hace lo propio con los lectores que se asoman a esta obra. Toda una lección de como sugerir mediante la palabra. No conozco ejemplos más impactantes de trasladar a la literatura “Los dolores del mundo” (ese enunciado filosófico de Schopenhauer), que los llevados a cabo por los escritores rusos.

En el relato se entrelazan los diálogos en primera persona con el narrador omnisciente.
En el pasaje que os voy a mostrar, Tania está en un buen restaurante, después de pedir dinero prestado, al final no ha habido “suerte” con ningún comensal… Nadie ha reparado en su presencia. Bueno, tal vez el camarero que le sirvió, además es ruso y de San Petersburgo, es un hombre mayor que ella, calvo y de rostro castigado por el alcohol pero, y esto les sume en una inusitada expectación, tenían conocidos comunes, él trata de recordar la cara, ahora triste, de ella. Han estado charlando toda la tarde entre idas y venidas por las mesas. Y así se le describe al camarero:

Abrió la puerta del sombrío guardarropa que olía a cola y a trajes viejos. Allí (…) estaban las americanas oscuras de los camareros (…) Reconoció la suya por la ligereza del cheviot . Cogió la manga vacía, la estrujó, reflexionaba. Sentía un vehemente deseo de reconstitución, pero no sabía como hacerlo. Era de esas personas que cuando oían las palabras
–las ventanas de la casa daban al jardín- se representaba toda su vida la misma casa vislumbrada en alguna parte, una vieja casa de campo que sin parar monta la guardia en la memoria (p. 149).

La parte que hace referencia a la casa con ventanas al jardín es una de las mejores frases que he leído en un libro.

En definitiva, Nina Berberova , una mujer que tuvo una vida itinerante, como le sucedía a muchos de sus compatriotas en aquella época. Hay muchos pasajes autobiográficos en este libro. Una escritora muy poco conocida en España que, sin embargo, merece un lugar de honor entre los grandes nombres rusos. La forma en que conoció a su contemporáneo, Nabokov es, cuanto menos, peculiar.
Apuntad el nombre de esta escritora.



P. D. Aprovecho para deciros un breve “hasta luego”. Tomaremos (mi mujer, mi hija y yo), un vuelo a Perú esta tarde (hoy, sábado 17 sep.), doce horas seguidas, Madrid – Lima en avión… ¡Tengo que elegir cuatro o cinco libros para llevar! Aunque buscaré en Lima una avenida llena de librerías destartaladas que me encanta, Jirón Quilca. Luego proseguiré  viaje hacia la sierra norte del país, en plenos Andes y a no mucha distancia de la región amazónica, es un lugar remoto, sin duda ideal para leer, pensar, observar, soñar… sentir la vida. Estaremos en el Perú un mes y algunos días, nos vemos a la vuelta.  Cuidaros mucho!!

domingo, 6 de septiembre de 2015

La ciudad automática. Julio Camba, (España, 1882 – 1962).
Libro. Editorial Espasa Calpe, S.A. 2005. Edición fascimilar del original publica en 1932. 252 páginas.





Una “aproximación” al autor.

Julio Camba, un joven anarquista. Julio Camba, agudo periodista. Julio Camba corresponsal. Julio Camba, genial escritor. Julio Camba gastrónomo. Julio Camba, un trotamundos. Julio Camba, exquisito humorista. Julio Camba, o la sátira e ironía hechas arte. Julio Camba un bont vivant. Julio Camba, un maduro y excéntrico burgués residente del Hotel Palace. Julio Camba, simplemente gallego. En fin, a pesar de todo, Julio Camba.

Seguramente no era casi nada de lo que otros creyeron ver en él pero, al mismo tiempo, en todos esos escenarios encontró acomodo su poliédrica personalidad y los colonizó con fecundo resultado, tanto para gusto de unos como para disgusto de otros.
Ahora bien, en ninguno de ellos izó la bandera como símbolo de adhesión permanente e indiscutible. Acudiendo a esa frase de tono grandilocuente; “No tenía más bandera que su palabra.”

Un volatinero (o saltimbanqui, según que casos), es un artista circense que realiza ejercicios de equilibrio, movimientos y juegos acrobáticos ante el público, pues eso, que en definitiva es transitar por la vida sin un camino prefijado, era Julio Camba.

Cualquiera que se aproxime a su biografía advierte un hecho destacable, el firme compromiso con el anarquismo de un impetuoso adolescente.
Tal circunstancia se produjo de un modo que ya apuntaba maneras, en cuanto a su carácter. Nada menos que se embarcó de polizón, siendo un mozalbete de dieciséis años, con destino a Buenos Aires, ahí (año 1901), entraría en contacto con los círculos anarquistas. Su militancia y activismo, participando en numerosas protestas, provocó su expulsión tras dos años en el país.
Y De vuelta a España. Tiempos turbulentos social e intelectualmente en su vida.
Su amistad con Mateo Morral, autor del atentado contra Alfonso XIII (Madrid, 31 de mayo de 1906), le provocó numerosos problemas con la justicia.

Su anarquismo se fue disipando en los siguientes años, no así el espíritu rebelde en el cual se gestó. En la madurez se arrimó al régimen franquista, aunque jamás, reitero, perdió su carácter irreverente contra todo y todos, era incapaz de abrazarse a dogma alguno. El bando franquista siempre lo recibió con desconfianza.
Pero la vida no es tan simple que pueda reducirse a buenos contra malos, ateos contra creyentes, anarquistas contra franquistas. Hay todo un proceso existencial, humano que sucede al margen, o a pesar, de los grandes postulados, como decía Lennon:
“La vida es lo que nos ocurre mientras nos ocupamos de otros asuntos”.

Una personalidad como la de Camba (todas en realidad), es imposible abarcarla y juzgarla con esa estrechez de miras.
Quien desee indagar en la etapa anarquista del autor, puede acceder a la editorial Pepitas de Calabaza (muy interesante, por otro lado), su editor Julián Lacalle ha recopilado artículos casi desconocidos, editando dos libros. Tienen muy buena pinta, sin duda.

No obstante, ¿Quién era?
En su propia afirmación: “Mi nombre es Camba, y en el fondo yo soy un buen chico.
(…) necesito que ustedes no me tomen nunca completamente en serio. Ni completamente en serio ni completamente en broma.”

Fascinante y polémica figura.

Llegamos a “La Ciudad automática”, donde nos brinda un magistral ejercicio de escritura bajo la forma de sus crónicas neoyorquinas en los años 30. Combina la escrupulosa y sagaz observación de la realidad, escrutada por su ojo atento de periodista, y su portentosa capacidad con el lenguaje. Todo ello aderezado con un finísimo sentido del humor e ironía, cualidades que consigue elevar a una considerable altura literaria.
Como digo, toda una exhibición literaria esta obra, logrando un maridaje perfecto entre periodismo y literatura. El periodismo, apegado a la realidad tal cual, husmeándola con la viveza de un sabueso, tiene la excusa perfecta para liberarse de la inmediatez y su tiranía. Tampoco, y esto es aún más liberador, ha de fingir una objetivad inexistente. La literatura, que no está obligada a mostrar la realidad en sensu stricto, adolece muchas veces de esa “falta de vida” que tiene el periodismo, con este matrimonio bien avenido adquiere “más nervio”.

Se podría pensar: “Sí, humor e ironía, nada nuevo bajo el sol en literatura”. Y no falta razón, pero estamos hablando de Julio Camba, eso supone un punto y aparte.
¿Por qué?
Por que Camba es un habilísimo “prestidigitador de palabras” y nos presenta un mundo en el que se ha subvertido la realidad. Todo resulta deliciosamente hilarante. Ojo, no utiliza la ironía y el humor para provocarnos la carcajada fácil, esa pretensión sería impensable en él, apela a la inteligencia del lector para que capte todos los matices.

A medida que vas leyendo percibes que Camba se lo pasaba en grande jugando con las palabras. Él no trabajaba con significantes y significados, se divertía con ellos. Eso redunda, a mi juicio, en una característica reseñable; si otros escritores buscan las palabras que revelen la “trascendencia de la vida”, Camba lo hace para restar esa misma trascendencia a todo los que nos circunda y acontece en la vida.
Este inclasificable gallego (nació en Arousa), emulando el épico viaje de los salmones, siempre nadaba contra corriente. Lo más curioso es que yendo en dirección contraria, al final su humor revelaba mejor la trascendencia de la vida que las serias disquisiciones de sus colegas. Pero ya digo, hay que ser un genio para hacer del humor un exquisito producto literario que sedujo, y seduce, a muchos insignes escritores
Por citar solo algunos de los intelectuales que lo admiraban, como Unamuno:

“No hay entre los escritores españoles del momento quien maneje con más precisión y gracia la lengua de Cervantes.”

O José Ortega y Gasset:

“Camba era el logos, la más pura y elegante inteligencia de España.”

Retornando al libro. Es obvio que las diferencias entre la provinciana Madrid de los años 30 y la deslumbrante y cosmopolita Nueva York, que ya era entonces, debieron de ser abismales. Teniendo eso en cuenta, de su afilada mirada tenemos este impresionante parecer sobre Nueva York:

LA CIUDAD DEL TIEMPO

(…) ¿por qué me atrae de tal modo una ciudad que me irrita tanto? ¿Dependerá ello tal vez de una aberración mía? (…)
No lo creo, por que Nueva York me atrae a pesar mío, como atrae a pesar suyo a todo el mundo moderno.
Uno viene aquí solicitado por el afán ineludible de vivir su época. Ya que Nueva York está en el centro de esta época (…)
Visto desde Nueva York, el resto del mundo ofrece un espectáculo extemporáneo, semejante al que ofrecería una estrella que estuviese distanciada del punto de observación por muchos años luz: el espectáculo actual de una vida pretérita, quizá envidiable, pero imposible de vivir porque ya pertenece a la Historia.
Nueva York es, ante todo, el momento presente. Es el momento presente sin más relación con el porvenir que con el pasado. El momento presente íntegro, puro, total, aislado, desconectado.
Al llegar aquí, la primera sensación no es la de haber dejado atrás otros países, sino otras épocas, épocas probablemente muy superiores a ésta, pero en todas las cuales nuestra vida constituía una ficción porque ninguna de ellas era realmente nuestra época.
Nuestra época solo Nueva York ha acertado ha encarnarla, y probablemente esta es la verdadera causa de que la gran ciudad nos atraiga y nos rechace a la vez de un modo tan poderoso.
Nos atrae porque uno no puede vivir al margen del tiempo, y nos rechaza por la estupidez enorme del tiempo en que le ha tocado vivir a uno (p. 8).




Con su habitual sátira hacia los españoles de antaño, siempre en análoga comparación con los estadounidenses, se desprenden determinadas afirmaciones que avivaron, y aún hoy, agrias polémicas.
Por ejemplo cuando el autor aboga por mantener una parte de la población española en su analfabetismo (un 50 por 100, cuando menos, señala), ante la necesidad de preservar la individualidad del carácter español frente al “pensamiento de fábrica”, el pensamiento único de los estadounidenses puesto al servicio del todopoderoso capitalismo.

Según Camba:

En este país (en alusión a los Estados Unidos), el desarrollo de la instrucción primaria está justificado por la necesidad de destruir el pensamiento individual, pero  España es el país más individualista del mundo, y no se puede ir así como así contra el genio de una raza. Ahí cada cual quiere pensar por su cuenta, y hace bien. Un pensamiento propio, por modesto que sea, vale más para uno que todo Pascal o La Rochefoucauld.
No hay que homologar el analfabetismo a la estupidez. (…)
Por mi parte opino que en España sólo los analfabetos conservan íntegra la inteligencia, (…) (p. 162).

Tales comentarios los ha utilizado Ignacio Escolar (director de eldiario.es), para denunciar los vestigios de un pensamiento que, a su juicio (también al mío),  perduran en el presente como un anacronismo vergonzante. En el artículo se reproduce todo el fragmento de Camba.
Aunque comparto el tono general de denuncia que hace I. Escolar, después de haber concluido el libro creo necesario dar a las palabras de Camba su justa medida, que no es otra que la de contextualizarlas dentro de la “atmósfera particular” del libro, aisladas de ese “relato” que encierra la obra, pierden su sentido original o, dicho de otra manera, adquieren el que más convenga a un interés particular dado.

Haré una declaración; digamos que no soy de carcajada fácil, hombre, tampoco voy por ahí con cara de sepulturero, nada de eso, pero Camba me ha “desarmado” con pasmosa facilidad, me he divertido y también reído, aunque por mucho que me esfuerce no puedo explicar, de forma suficientemente clara, “su humor”… Tal vez tendría que decir el mío.

Venga, vamos por esta línea. Así sugiere Camba la relación que mantienen las dos Américas (Los Estados Unidos y América del Sur). Ojo, hay que leer con detenimiento para no liarse, y lo digo en serio:

LAS DOS AMERICAS

Wald Frank, el distinguido autor de La España virgen, nos ofrece una doble personalidad sumamente curiosa. En los Estados Unidos es un escritor de gran prestigio en Hispanoamérica, y en Hispanoamérica es un escritor de gran prestigio en los Estados Unidos. Más aún. Su prestigio en los Estados Unidos de escritor que tiene mucho prestigio en Hispanoamérica se basa únicamente en el prestigio que ha logrado en Hispanoamérica de escritor que tiene mucho prestigio en los Estados Unidos, y al contrario: el prestigio que ha conseguido allí de escritor muy prestigioso aquí responde tan sólo al prestigio que ha conseguido aquí de escritor con mucho prestigio allí.
Naturalmente, yo no me propongo, ni muchísimo menos, destruir el prestigio de Wald Frank. Para destruirlo en los Estados Unidos tendría que irme por lo menos a Chile, pero al llegar a Chile me encontraría con que todo el prestigio de Wald Frank entre los chilenos es el de ser muy prestigioso en los Estados Unidos, y me vería obligado a regresar sin haber hecho nada. No. No seré yo quien se atreva con Wald Frank. Cuando quiera echármelas de valiente me meteré con un prestigio legítimo, cuya base me ofrezca una buena superficie de ataque; pero el prestigio de Wald Frank me parece superior a las fuerzas humanas (p. 172).

Pues eso, para Camba así se entienden los Estados Unidos con América del Sur… ¡Magistral!
Bien, perlas de similar factura sobre la literatura de los Estados Unidos, el periodismo, los trenes, las comunidades étnicas, los rascacielos, los hoteles, las cafeterías, la “American girl” (literal), el vino, los gansters, los millonarios y algunos asuntos más, desfilan ante la pluma de Camba para deleite del lector.

Pero no olvidemos que tras ese humor hilarante, Camba nos hace testigos de una inquietante verdad que se hace explícita en el título, “La ciudad automática”.
Partiendo del epígrafe se pude concluir, por ejemplo, que en una “ciudad automática” sus ciudadanos son, consecuentemente, autómatas. No solo han sufrido un proceso de deshumanización, lo más dramático es que ni siquiera han llegado a la condición de “máquinas”, no, simplemente a la de meros engranajes para posibilitar el funcionamiento de la máquina por antonomasia, el todopoderoso sistema capitalista de los Estados Unidos, capaz de producir “en serie” a la propia sociedad, como nos cuenta Camba.

No es que quiera recomendaros la lectura de este libro, ¡Es que casi os estoy obligando a que lo leáis!

Cómo si de una prescripción médica se tratara, y si se diera el caso (espero que no), deshaceros ya del Prozac y sustituirlo por una dosis de “Julio Camba” cada ocho horas.
De lo mejor que he leído.